Javier Solórzano
22/04/2013 - 12:01 am
Boston: durmiendo con el enemigo
A Estados Unidos le aparecieron de nuevo sus peores fantasmas: los miedos, la violencia, los enemigos internos y externos, y la muerte. EE.UU. no ha hecho un severo y autocrítico análisis de su relación con el mundo, pero sobre todo no ha tenido la capacidad de verse a sí mismo. Todo lo que les pasa […]
A Estados Unidos le aparecieron de nuevo sus peores fantasmas: los miedos, la violencia, los enemigos internos y externos, y la muerte. EE.UU. no ha hecho un severo y autocrítico análisis de su relación con el mundo, pero sobre todo no ha tenido la capacidad de verse a sí mismo. Todo lo que les pasa tiene que ver con el exterior. Poco o nada hacen por preguntarse por ellos mismos. No se ven porque no se quieren ver y porque suponen que la vida termina y comienza con ellos. Algunos estados del centro del país, la llamada “América Profunda”, viven en pleno aislamiento. Algunos de sus habitantes no saben ni dónde está México.
Además de abrir de nuevo las muchas heridas que no han cicatrizado, el atentado en Boston golpeó directamente al deporte. Le pegó al alma de Estados Unidos, como dijo Barack Obama, y también a quienes corren por el gusto de correr. A quienes todas las mañanas se levantan temprano para enfrentarse y que a lo largo del día se la pasan pensando en cuidarse porque han asumido que el deporte es una forma de vida.
Es obvio que lo primero, ante un atentado como el de Boston, es preguntarse quién fue el responsable junto con todas las repercusiones de ello. La ciudad está inmersa en una pesadilla. Muchos tuits lo corroboran: Boston está entre el dolor, la incapacidad, la impotencia, la rabia y sigue estupefacto. Una buen amiga que estudia en Harvard nos envió un mail el sábado pasado para contarnos lo que vivió la ciudad el viernes, era más terrible que una película de terror: “Boston estaba peor que el D.F. cuando se presentó la influenza”.
Existen muchos damnificados, personas con nombre y apellido. Quizá para algunos, en medio del drama, pueda ser algo menor, pero el golpe a los corredores ha terminado por ser brutal. Volvamos a pensar en los corredores y sus familiares. Para ellos, la carrera es un sueño en donde compiten contra ellos mismos. No se trata de ganarle al de junto, se trata de verse diferente y terminar la carrera con gran dignidad.
Bill Iffiger, el hombre de 78 años que cae dramáticamente cerca de la meta debido a los detonaciones, lo expresa de manera sencilla: “estaba tan cerca, a sólo 30 metros del final, lo único que quería era acabar cuando caí y no sabia ni porque”. Como él, muchas y muchos se prepararon a lo largo de meses, quizás hasta años, con el fin de correr por el gusto de correr. Correr como casi una obsesión y con el único objetivo de alcanzar la meta. La recompensa para los corredores es terminar y saberse capaces de ello.
El resto forma parte de la parafernalia de la competencia y el juego. Los que corren como forma de vida son los otros, son los que llegan a la meta antes que ellos con un tiempo de poco más de dos horas. Los que tardan cuatro horas y más en llegar son los que le dan vida al Maratón. Ellos cuentan el tiempo como parte de su sueños, pero lo más importante para ellos y ellas es verse llegar a la meta para que les cuelguen una medalla y se lleven la foto de su llegada a la sala de su casa.
Lo que pasó le rompe en más de un sentido al mundo y a Estados Unidos sus precarios equilibrios. Pero no perdamos de nuestra vista y nuestra reflexión una parte humana, diríamos muy humana. Muchos corredores, podemos definirlos como voluntarios, vieron cómo sus sueños terminaron abruptamente en medio de la impotencia, lo inesperado y sobre todo del odio y la violencia de quienes perpetraron el atentado. Las y los corredores hoy son vistos como un daño colateral, ellas y ellos junto con sus familiares son damnificados ante un hecho que los marcara para toda la vida. EE.UU. sigue sin verse hacia dentro. Muchos ciudadanos “ejemplares”, esos que sacan 10, son estudiantes de primera, ayudan a la comunidad y que son respetados y hasta admirados, se han convertido en parte del nuevo prototipo de la sociedad estadounidense. El padre de Dzokhar Tsarnaev asegura que su hijo “es un ángel”. Ellos se están convirtiendo en el enemigo interno y ellos son también un producto de la propia sociedad y de su forma de vida. La descomposición está latente, en Estados Unidos andan durmiendo con el enemigo desde hace rato.
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