¿Por qué Sheldon Cooper, el genio de The Big Bang Theory, vive en el mismo edificio que una mesera de fonda? Sheldon es full-professor, o maestro de planta, en una universidad nada despreciable. Si los tabuladores no mienten, Sheldon debería de ganar, en la vida real, alrededor de 175 mil dólares anuales. Mientras que una mesera, a lo más, unos 20 mil. ¡Casi diez veces menos! ¿No es éste el paraíso comunista?: independientemente de a qué te dediques, tendrás el mismo nivel de vida.
El detalle es que la serie no es producto de la propaganda maoísta, sino que ocurre en la atalaya de la democracia liberal de libre mercado: Estados Unidos, el lugar donde el sueño de la libertad se empata con el sueño del progreso material. Mejor aún, como mencionaba en el artículo anterior, según Francis Fukuyama las quimeras comunistas habrían quedado rebasadas por el inevitable paso de la Historia.
Sin embargo, hay un boom en las series televisivas que se empeñan en mostrarnos lo contrario.
De Magnum a Burn Notice
Sólo los rucos nos acordamos de Tom Selleck, el increíble y maravilloso personaje de Magnum (sí, me encantaba la serie de chiquito). Magnum vivía en una mansión en Hawai, se la pasaba entre la playa y los autos deportivos y la hacía de detective privado. Era la tónica. De hecho, les iba tan bien a los detectives privados que todos queríamos ser eso de grandes (aunque fuera a la mexicana, como Belascuarán Shayne). El resto de series gringas ochenteras, olvidando General Hospital, mostraban la misma opulencia: Falcon Crest o Dallas, por ejemplo.
A inicios de los 90s la tónica cambió. Primero fue en la literatura y la novela de Douglas Coupland (publicada un año antes que el libro de Fukuyama) es la más famosa: Generation X. Tanto que así se le llamó a toda mi generación: una generación de adulto-jóvenes desencantados que deciden dejar de esforzarse porque no vale la pena, pues jamás pasaremos de tener un McJob, un empleo sin futuro. Luego viene Friends, donde todos viven en una suerte de Infonavit pero, ojo, no importa que uno sea un paleontólogo con doctorado en Columbia y otro un actor fracasado: todos comparten la misma suerte.
Luego la tónica incrementa, a partir de este nuevo milenio los personajes principales son un montón de genios sabelotodo, engreídos y amargados, que tienen trabajos “miserables”. Es decir, puede que para cualquier médico suene bien trabajar en el hospital del Dr. House, ¡pero no para el Dr. House! Él sabe que sus capacidades están muy por encima de eso. Y lo mismo en Bones, CSI y Law & Order en cualquiera de sus variantes, The Mentalist, Monk, Burn Notice, The Office, Dexter... Más allá de que a veces parece imposible el personaje (la jovencita de Bones con sus tres doctorados) todos tienen algo en común: están sobrecalificados, o creen estarlo, para su trabajo (como jalar para el departamento de policía de un rancho). En resumen: están desencantados, amargados, y esto “les da derecho” a ser pésimas personas.
De algún modo es como si los villanos de los cómics se convirtieran en los héroes: ¿qué diferencia hay entre Lex Luthor o el Duende Verde y The Mentalist o el Dr. House?: que los dos últimos juegan “dentro del sistema”.
Mejor aún, en algunos casos, como Burn Notice, la razón de la amargura proviene de las fallas del sistema: el personaje es lo mejor de lo mejor, pero por la corrupción del sistema de espionaje es “quemado” o expulsado y, maravilla, ¡lucha por volver al sistema!
¿Mostraría esto que la democracia liberal de libre mercado tiene contradicciones internas? ¿O sería por lo menos un síntoma de que los seres humanos no obtenemos el reconocimiento que creemos merecer? ¿Nos identificamos con estos personajes porque nosotros también nos sentimos genios en el lugar equivocado, porque el sistema nos traicionó abiertamente o porque para esto es, precisamente, el sistema?
Hegel, caro a Fukuyama, afirmó que el feudalismo fracasó por algo similar. Sin embargo, seguramente hablar de series de televisión (aunque sean el producto cultural por excelencia de nuestra época) puede no convencer. Así que vayamos a otro fenómeno.
Ninis del mundo uníos
Los ninis son esos que, en palabras de los políticos, ni estudian ni trabajan. Por supuesto, alguien los tiene que mantener y por lo general lo hacen sus padres. Así que tampoco es de extrañar que haya mayor número de ninis en las economías más ricas del mundo. Los ninis molestan a los políticos porque no producen o, en palabras de García Canclini, lo hacen fuera de los medios establecidos. En cualquier caso están fuera del sistema. ¿Por qué?
Sin desmenuzar mucho el asunto, se puede decir que se decide no estudiar porque la universidad ha dejado de otorgar esos espacios, o ese estatus, que prometía. Ejemplos de ingenieros taxistas sobran. Y es que, por un lado, las universidades decidieron dejar de ser universidades para convertirse en una suerte de centros de capacitación empresarial: no se estudia para conocer sino para tener una buena chamba. Y, por otro lado, hay un desfase entre la oferta académica y la demanda comercial. Ergo, ¿para qué estudio si voy a acabar haciendo otra cosa?
Esto se vincula con el segundo asunto: ya que estudié, ¿por qué voy a trabajar en algo que no es mi especialidad? ¿Por qué voy a trabajar en donde, siguiendo a Hegel, no se me “reconoce”? Mejor busco chambas alternativas o hago nada. El fenómeno sucede hoy día tanto en las democracias liberales como en China y en los países árabes.
Si Fukuyama y Hegel tuvieran razón, esto está muy bien que suceda en China o Egipto (¡viva la primavera árabe!) pero no debería de suceder en las democracias liberales de libre mercado. Sin embargo, ¿quiénes son los Indignados de Madrid, los revoltosos de Grecia, los muchachos de Occupy Wall Street..? ¿Ninis?
El mejor desencanto posible
Como mencioné en el artículo anterior, a Leibniz le parecía que vivía en el mejor de los mundos posibles y, aunque se le cataloga en la triada de racionalistas junto con Descartes y Bacon, no creía en el Progreso ni creía que los “principios subyacentes” de la economía y la política de su tiempo pudieran cambiar.
Dos siglos después, Hegel nos dijo que el feudalismo debía de terminar debido a que, además del desarrollo tecnocientífico, había una contradicción interna que impedía que los seres humanos obtuvieran el “reconocimiento” que merecían o creían merecer.
Y, en 1989, Fukuyama nos dijo que llegaba el fin de la Historia porque la democracia liberal de libre mercado (a pesar de sus tensiones) había resuelto de la mejor manera todas las grandes preguntas y principios subyacentes e instituciones. Y ya no podía haber mayor desarrollo en ninguna de estos asuntos.
No obstante (y olvidando esas bonitas teleologías como “Historia” y “Progreso” o, mucho más importante, la contradicción entre progreso material y calentamiento global) la misma lógica Hegel-Fukuyama indicaría que no estamos ante el final de la Historia sino que, en el mejor de los casos, estamos empantanados como los europeos durante su feudalismo. Y sufrimos de la misma falta de reconocimiento debido a las contradicciones internas del sistema. La dinámica de las redes sociales, la temática de la literatura, de las series de televisión y la multiplicación de ninis parecen mostrarlo.
Un punto más: la globalización. Hegel y Fukuyama afirman que la democracia liberal supera las contradicciones del feudalismo porque, legalmente, todos somos iguales. Falso. Dos ejemplos de muchos. Dentro de cada país todos sabemos que la “igualdad” ante la ley depende del dinero que tengas (y la carrera por el dinero parece infinita). Ya sea en los crímenes de cuello blanco en el “tercer mundo” o en la última crisis de EE.UU. ha quedado claro que la ley no opera de igual forma para unos y para otros. ¿No se parece esto a las prebendas de los señores feudales?
Mejor aún, y más allá de la corrupción interna de cada rancho, no somos iguales ante la ley en esta era de la globalización por el pequeño detalle de la nacionalidad. Podemos tener acceso a las mercancías, como las series de TV, ¿pero, por ejemplo, cuántas personas gozan de libre tránsito por el mundo? Esto no sólo depende del dinero propio, sino del lugar en el que naciste: la movilidad de un ciudadano de la Unión Europea, de un estadounidense o canadiense, es mucho mayor y más libre, por ley, que la movilidad de la mayor parte de los ciudadanos del mundo (Asia, el resto de América, África…). ¿No se parece esto a los privilegios de cuna de la aristocracia medieval?: yo sí entro a tu choza, pero tú no a mi castillo (Por no hablar de Florence Cassez y sus amigos).
Por descontado, comparar la democracia liberal de libre mercado con el feudalismo es una reducción al absurdo. Pero es la mejor forma de contrastar “argumentos” teleológicos. Si ellos tienen razón, felicidades, ¡vivimos en el mejor desencanto posible! Y para que esto cambie no basta “desarrollar” los principios subyacentes (tampoco se podía “desarrollar” más la idea de Dios), sino que hay que eliminar o cambiar, de cuajo, alguno de estos principios.
DESENCANTO: VIVIMOS EN EL MEJOR DE LOS MUNDOS