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Darío Ramírez

17/01/2013 - 12:02 am

La soledad de don Alfredo

El llanto del padre y de la madre era tan profundo que dejó secuelas en mí. La tristeza por la desaparición de su hijo era abrumadora. Sus lágrimas estaban acompañadas por una total indefensión ante la displicencia grosera del gobierno de Sonora. El caudal de lágrimas también reflejaba impotencia y enojo. La conversación tuvo largas […]

El llanto del padre y de la madre era tan profundo que dejó secuelas en mí. La tristeza por la desaparición de su hijo era abrumadora. Sus lágrimas estaban acompañadas por una total indefensión ante la displicencia grosera del gobierno de Sonora. El caudal de lágrimas también reflejaba impotencia y enojo. La conversación tuvo largas pausas para contener –en la medida de lo posible– el dolor que genera hablar de la desaparición de un ser querido. Don Alfredo reconoce que parte de la tragedia que ha vivido su familia por los últimos siete años es la falta de información sobre qué acciones ha tomado las autoridades estatales y federales para dar con el paradero de Alfredo, su hijo periodista. “No sabemos nada, se me hace que no han hecho nada”, sentenció el señor de tez morena y rostro desencajado.

Por desgracia somos una sociedad que ha aceptado la impunidad como parte de nuestra realidad. Hemos aceptado que puede lastimarnos de manera constante. Existe, está y seguirá estando, me atrevería a afirmar que es lo que piensa un gran porcentaje de nuestra sociedad. La impunidad no es un concepto abstracto. No es un galimatías de leyes, reglamentos y procedimientos legales. La impunidad que nos es tan común es el dolor de don Alfredo y su familia. Esa es la cara de la impunidad. Esa es la cara que no deberíamos de soslayar. Esos largos días de dolor y abandono por parte de las autoridades que provoca el mayor suplicio a personas que ya han sufrido demasiado es la cara de la impunidad que no debemos olvidar. La historia de Alfredo, el joven periodista, es la rotunda evidencia (una más) de que el sistema no está hecho para atender las necesidades básicas de justicia que den certeza a la población. Nuestro Estado está muy lejos del abundante dolor que hay en miles de familias que como la de Alfredo tienen a familiares desaparecidos.

Don Alfredo, ya con un hartazgo comprensible, me afirmó que ni siquiera habían podido cobrar años después el seguro de vida con el que contaba el periodista. Todo porque no había un acta que comprobara su fallecimiento. Y no había este documento porque las autoridades preferían no cerrar el caso para no aceptar su incompetencia en la investigación. Así el caso permanecerá abierto (sin avances) y el tiempo seguirá su curso.

Recordé el caso de Alfredo y su familia porque la nueva administración colocó en la agenda informativa el tema de los desaparecidos durante los últimos seis años. El discurso del secretario de Gobernación estuvo lleno de frases atinadas como: “Vamos a buscar a todos”, “Es nuestra responsabilidad. Voy a actuar con toda responsabilidad”. Sin embargo, lo cierto es que las frases atinadas no crean realidades. Sería aventurado hacer un pronóstico sobre si el gobierno federal en verdad cambiará la realidad. El citado discurso del funcionario también iba cargado de ideas que desencantan a cualquiera; por ejemplo, la peligrosa idea de crear una fiscalía especial para atender casos de desaparecidos. Una fiscalía más que seguramente tendrá la misma suerte de las existentes hoy en día dentro de la PGR. Una fiscalía que será una nueva cortina de humo.

La impunidad que lastima día con día a la familia de Alfredo desafortunadamente no es exclusiva. La misma historia se repite en miles de casos de desaparecidos entre los años 2006 a 2012. Los expedientes que he podido revisar tienen una constante: la falta de pruebas periciales derivadas. A falta de investigación ministerial en un gran número de casos, las investigaciones se mueven únicamente por lo que pueda aportar lo familiares, en otras palabras, el estado le ha traspasado la responsabilidad de investigar a la familia.

Resulta inverosímil que al día de hoy no sepamos cuántas personas están desaparecidas. Según el portal de la PGR son 5,319 de personas extraviadas, sustraídas o ausentes en los últimos seis años. Al mismo tiempo, medios de comunicación reportan que la CNDH tiene un registro con 20,851 casos (vale la pena señalar que dicho registro no está en su página de Internet, por lo que no se puede corroborar el dato). La diferencia entre las fuentes es importante y evidencia el hecho que a pesar de lo serio del problema no hay certeza en la información pública.

Según la base de datos filtrada al LA Times, los años más violentos fueron 2010 y 2012. Si tomamos como la fuente más confiable la de la CNDH, de los 20,851 desaparecidos, 11,201 son hombres y 8,340 son mujeres. Del resto no se tienen registro. El mismo centro señala que el sector poblacional más afectado es el que comprende de los 10 a 17 años de edad. El grupo de 18 a 30 años de edad, está también en mayor riesgo, ya que uno de cada cuatro reportes de desaparecidos son comprendidos por esta población. Si estas cifras son reales, querría decir que el problema no es únicamente que haya miles de desaparecidos, sino que se está afectando de manera directa e irreparable a la juventud de este país.

Al término de la reunión, don Alfredo me agradeció el interés en el caso de su hijo (periodista) con el mismo nombre. “Hablar de mi hijo me da esperanzas, aunque sé que son pocas”, sentenció el señor. Hay demasiado silencio y desinformación sobre los casos de personas desaparecidas en nuestro país. Hay demasiadas familias llorando en silencio la ausencia de sus seres queridos. El desdén gubernamental debe de cambiar. Pero solamente sucederá si como sociedad acompañamos solidariamente a esas familias y demandamos la responsabilidad correspondiente por parte de las autoridades. El señor Alfredo y miles de familias más no deberían sentirse solos. Necesitamos salir del letargo.

Darío Ramírez
Estudió Relaciones Internacionales en la Universidad Iberoamericana y Maestría en Derecho Internacional Público Internacional por la Universidad de Ámsterdam; es autor de numerosos artículos en materia de libertad de expresión, acceso a la información, medios de comunicación y derechos humanos. Ha publicado en El Universal, Emeequis y Gatopardo, entre otros lugares. Es profesor de periodismo. Trabajó en la Oficina del Alto Comisionado para Refugiados de las Naciones Unidas (ACNUR), en El Salvador, Honduras, Cuba, Belice, República Democrática del Congo y Angola dónde realizó trabajo humanitario, y fue el director de la organización Artículo 19.

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