“Tu rancho ni aparece en el mapa”. “Está tan chiquito que ni sale en Google Maps”. Y ya se sabe: lo que no se ve, no existe. La geografía tiene la función de responder una pregunta fundamental de todo ser humano: ¿dónde estoy? Pero también, al hacerlo, designa lo que importa y lo que no, señala las riquezas o las esconde, establece categorías y, en resumen, nos otorga una visión del mundo que parece tan inalterable y natural como las masas continentales o las piedras. Por lo mismo, los productos de la geografía –los mapas– son un excelente instrumento de propaganda.
El arriba no existe
Un mapa es la fotografía de la historia. O, mucho mejor dicho, en palabras del anarquista y geógrafo francés Élisée Reclus: “L’histoire n’est que la géographie dans le temps, comme la géographie n’est que l’histoire dans l’espace”[1]. Así, cualquier mirada atenta a un mapa, nos revela el momento histórico de la sociedad que lo hizo.
En el espacio exterior no hay arriba ni abajo. El “arriba” tiene sentido cuando se nos cae un plato en la cocina o cuando tenemos que subir cinco pisos con un garrafón de agua. También, en el organigrama de una estructura política: arriba, el rey; abajo, los súbditos. Y en la primera fotografía que se tomó del planeta en el espacio exterior, “arriba” aparece el Polo Sur y el centro del planeta está entre Madagascar y Mozambique. Obviamente la foto causó conmoción y le dieron la vuelta para que el “norte” quedara arriba.
¿Y por qué el “norte” es el “arriba” de los mapas? Simple: porque el hemisferio norte conquistó al resto del mundo y, actualmente, siguen estando ahí los máximos poderes militares: Estados Unidos, China, Europa Occidental… Por descontado, esto es sólo nuestro momento histórico y, por ejemplo, en los mapas árabes antiguos el “arriba” de todo era la península arábiga y “abajo” quedaban las tierras que había que civilizar: Europa.
El mito de la proyección de Mercator
El planeta es una cuasi-esfera, achatado por los polos. La forma más simple de dividirlo es como a un círculo donde a partir de un punto habrá 360º si damos la vuelta completa. También podemos trazar arcos o líneas imaginarias para simplificar el análisis. De norte a sur, a los ingleses se les ocurrió en 1851 trazar uno que pasaba por el villorrio de Greenwich, cerca de Londres. Y como, durante el siglo XIX, los ingleses tenían la mayor flota del mundo y los marinos siempre han sido los más interesados en saber dónde diablos están, quedó la convención de que por ahí pasaba el centro del mundo (al lado opuesto del globo quedó lo que se conoce como la línea del tiempo).
La otra división del planeta es menos arbitraria y es el punto medio entre los polos. Es decir, la línea del Ecuador. Así, lo lógico sería, cuando vemos un mapamundi, que el centro del mapa se encontrara donde se intersectan estas dos líneas: en el Golfo de Guinea. Sin embargo, el centro del mapamundi rara vez lo encontraremos ahí sino mucho más al norte.
Antes de la Segunda Guerra Mundial, el centro del mapa podía estar en París, Moscú, Londres, Berlín… dependiendo, por supuesto, de quién hiciera el mapa. Luego de la Segunda Guerra Mundial, el centro de los mapamundis “occidentales” se encontraba en las Azores, ahí donde se firmó el tratado que dio lugar a la OTAN. Y, después de 1990 no es raro que el centro del mapa se encuentre en Iowa, en el centro de EE.UU. Por supuesto, los mapas chinos hacen honor al nombre de China (中国) cuyo significado de los caracteres es “el país del centro”.
Ahora bien, desplazar el ecuador hacia “abajo” implica achicar los territorios del sur y agrandar los del norte. Y normalmente el hemisferio norte es representado dos o tres veces más grande que el sur. Ante las críticas a esto, geógrafos y políticos europeos responden con un trabalenguas de términos de topología y navegación marítima. En resumen, dicen que es imposible hacer una representación precisa de una esfera en un plano (lo cual es cierto) y que, debido a la navegación, es mucho más “preciso” usar los mapas a los que estamos acostumbrados. A estos mapas se les conoce como “proyección de Mercator”, en honor a un muchacho belga llamado Gerardo Mercator que hizo un “mapamundi” así en 1569. Sin embargo, este argumento no sólo era sesgado desde entonces sino que ahora, en la época del posicionamiento geográfico vía satélite, es ridículo.
Entonces, ¿por qué los mapamundis siguen usando esta proyección?: otra vez, porque son una radiografía de nuestra historia. Pero hay un aspecto aún más revelador: los nombres.
La nomenclatura, o qué nos dicen los nombres de los lugares
A los austriacos les tiene sin cuidado que los franceses hayan hecho una revolución republicana. Así que a Francia se le dice Frankreich o, lo que es lo mismo, “el Reino de los Francos”. Los cambios en el nombre del país cuya capital es Berlín también es significativo: Deutschland, Germany, Alemania (¿lugar de todos los hombres?). Pero aún más significativos son los nombres de antiguas colonias europeas, nombres que no sólo reflejan la historia sino también el desprecio y los racismos de la época.
Colombia y British Columbia, por Colón. Bolivia, por Bolívar. Filipinas, por Felipe II. Venezuela, porque las casas en el delta del Orinoco les recordó Venecia a los conquistadores… pero “Región 4”. Chile (sin palabras). California, porque ahí llegó un tipo que estaba traumado con los libros de caballería, Las sergas de Esplandián para ser exactos. Costa de Marfil y Madeira (sin palabras). Honduras, porque para los conquistadores ahí no había un solo lugar llano. Guinea, Guinea-Bissau, Guinea Ecuatorial, Papua Nueva Guinea… así, ¿o más genérico? Servia, lugar de siervos. Nigeria, lugar de negros. Mauricio, por Mauricio de Nassau (y, claro, también Nassau). Liberia, una grandísima ironía. Mongolia, donde, por supuesto, no es ningún insulto llamarle a alguien “mongol”. India… y los equívocos que sigue suscitando en nuestro idioma. Canadá, según algunos, “acá nada”. China, por una dinastía que gobernó ahí ¡hace 2200 años! África, por una diosa griega: Afrodita. Europa, porque a una morra se la llevó un animal ahora extinto: el uro. América, por un compita que hacía mapas y se dio cuenta de que no era India. Etcétera.[2]
Así, es común que las categorías geográficas (las que tienen que ver con las placas teutónicas y las piedras) se mezclen con las categorías culturales. “Europa” es un lugar extraño que, a veces, va de Lisboa a los Urales (cuando quieren decir que es un lugar extenso); en otras, de los Pirineos al Rhin (cuando quieren hablar de índices de desarrollo humano) y, por supuesto, el apelativo “europeo”, difícilmente incluye a los millones de musulmanes que han vivido en Europa desde hace siglos. África es similar y el gentilicio “africano” es entendido como un apelativo racial políticamente correcto, aunque en buena parte del territorio la “raza” no sea negra sino árabe. Y, por supuesto, “América” es un solo país y “latino” ha dejado de significar “romano” para ser el genérico intercambiable de “ecuatoriano”, “mexicano”, “haitiano” o “brasileño”.
Algunas sociedades se han quitado el estigma colonial y se han puesto un nombre propio, como México o Vietnam (antes Indochina, o sea “entre India y China”). Y otras, por más que sus dirigentes tengan un discurso regionalista y emancipador, conservan un apelativo, por lo menos, insultante: Venezuela. En otros casos, como el nuestro, los nombres y los cambios de nombres de los lugares nos muestran la historia de la región.
En el estado de Jalisco, por ejemplo, tenemos Guadalajara (árabe-español), San Pedro Tlaquepaque (español católico + náhuatl), Tepatitlán de Morelos (náhuatl + independentista), Teocuitatlán de Corona (náhuatl + liberal masón), Encarnación de Díaz (español católico + Porfirio Díaz), Cañadas de Obregón (español + Álvaro Obregón), Yahualica de González Gallo (náhuatl + priísta “accidentado”)…
O, en el estado de Puebla, el maravilloso cambio de “Ciudad de los Ángeles” a “Puebla de los Ángeles”, a “Heróica Puebla de Zaragoza”.
Es, como decía Reclus, la historia en el espacio. La historia escrita por los vencedores, tan políticamente correcta como el Arco del Triunfo o llamarle “mongolismo” a un síndrome (¿se imagina que le llamaran “mexicanismo” y dijeran Pobre, le nació “mexicanito” el niño?).
Por supuesto, ha habido intentos por hacer una geografía incluyente y políticamente correcta, como la proyección de Hobo-Dyer. Sin embargo, cuando los autodenominados intelectuales progresistas empiezan a usar términos como “países del sur” para designar a naciones como Kasajistán (que está tan al sur como Francia, que es un “país del norte”), o cuando los mismos habitantes de naciones del hemisferio norte (como Colombia, Filipinas o Sudán) se autodenominan “ciudadanos del sur”, entonces podemos estar seguros que la geografía sigue siendo un excelente instrumento de propaganda, uno que nos hace ver el mundo como unos cuantos quieren que lo veamos.
[1] “La historia es la geografía en el tiempo, la geografía es la historia en el espacio”, traducción libre.
[2] En China, durante el secretariado de Mao, también se renombró al mundo a gusto y conveniencia del partido y la idiosincrasia china, con resultados más o menos igual de agradables. A México, 墨西哥, no le fue tan mal: significa algo así como el “hermano mayor moreno de occidente”.