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Darío Ramírez

06/12/2012 - 12:03 am

La investidura

El color de la corbata era importante. Se dice que en él van mensajes implícitos. Busqué exactamente aquel que no pudiese interpretarse. Aunque la verdad nadie si hubiera dado cuenta. Durante el traslado al Palacio Nacional, la presencia de la fuerza pública era evidente. El cerco al recinto superaba el sentido común. La calma de […]

El color de la corbata era importante. Se dice que en él van mensajes implícitos. Busqué exactamente aquel que no pudiese interpretarse. Aunque la verdad nadie si hubiera dado cuenta. Durante el traslado al Palacio Nacional, la presencia de la fuerza pública era evidente. El cerco al recinto superaba el sentido común. La calma de la mañana del 1 de diciembre tuvo una energía peculiar. Era la segunda transición democrática en México. Hecho inaudito en nuestra incipiente historia democrática. La nota era que el objetivo de mi traslado era para ver la investidura del primer Presidente del PRI en tiempos democráticos. Se dice fácil, pero necesité varios minutos para entenderlo.

Mi papel era de observado de los rituales del nuevo gobierno. Mientras esperaba para que me asignaran mi lugar, delante de mí había dos parejas jóvenes. Los hombres con pelo relamido, trajes oscuros, zapatos con hebillas. Sus acompañantes, mujeres con una gran producción. Pensé decirles que no era boda. Mejor me contuve para escuchar sus intercambios. Los jóvenes no escondían sus felicidad por haber llegado al poder, “lo logramos cabrón, de aquí nadie nos saca”. Como si ese fuese un inocuo comentario, sobre todo si lo dice un priísta. Se ufanaban de haber participado activamente en el proceso electoral de julio. Seguramente su recompensa estaba pronta. Accedían a la antesala del mayor poder público.

El sol era generoso. Hacía que todos y todas se vieran bien. Algunos con mayor orgullo, desfilaban por los pasillos que anteceden el patio central del Palacio Nacional. El aforo estaba a medio llenar. Caminé hacia mi lugar mientras hacía un reconocimiento de caras de afamados personajes.

El templete de gris metálico daba la imagen de sobriedad. Flanqueando el pódium central estaban dos alas destinadas al gabinete y a los gobernadores. Todo cuidado. Ningún detalle parecía dejarse a la suerte. El retraso del discurso presidencial daba oportunidad para ver lo inaudito: Carlos Slim sentado junto a Emilio Azcárraga. La maestra Elba Esther Gordillo con su sonrisa de quirófano. El periodista Raymundo Rivapalacio en la sección de los importantes. El interminable intercambio entre Norberto Rivera y el patriarca Chedrahui. El ex panista hoy priísta Manuel Espino en llamada telefónica permanente. La llegada de la derrotada candidata presidencial Josefina Vásquez Mota. Y, cómo podía faltar, la actriz de telenovela, hoy promovida a primera dama, con un porte presidencial.

No podía estar más que expectante del discurso del Presidente. Era momento de analizar cuáles serían los primeros pasos del estrenado mandatario. El discurso bien armado. Sus tintes emotivos fueron para hablarles a todos los actores. El eje transversal era mirar al futuro. Reconoció la labor panista, principalmente en macroeconomía. Sin olvidar puntos temas centrales en la agenda nacional, como es el combate a la pobreza y la desigualdad, Peña logró apaciguar las aguas y críticas con un discurso incluyente. Tomó enemigos comunes como es el magisterio de maestros, para lanzar consignas claras de rectoría del Estado. Reconoció la necesaria apertura en telecomunicaciones. Retomó la mal lograda ley de víctimas como un guiño a Sicilia y su movimiento.

En permanente uso del telepromter, el Presidente ganó unos días, inclusive de los más escépticos de su mandato.

Las noticias de los disturbios comenzaron a circular por las redes. Violencia en las calles y en el rostro de Peña Nieto una paz incontrovertida. Un claro escalofrío recorrió mi cuerpo cuando vi las primeras escenas de la violencia a unas cuadras. Mientras los disturbios crecían, el nuevo régimen tomaba las riendas del país. La violencia en las calles de algunos, ensombreció la protesta legítima contra la investidura de Peña Nieto. Había razones para protestar. El nuevo gobierno de la República gobernará como minoría electoral. Ese detalle no lo podemos pasar por alto.

Regresó el PRI por la puerta grande de la democracia. México ha cambiado y los priístas también se han dado cuenta de ello. Pasaron de dos sexenios que fallaron en muchos aspectos fundamentales para la consolidación de la democracia. Sin augurar muchos cambios, me parece que este debería ser un sexenio en donde la sociedad civil redoble la vigilancia de los actos de gobierno. Ese actuar de la sociedad puede ser lo que verdaderamente oriente el actuar del nuevo gobierno. A lo largo del sexenio veremos avances y retrocesos. Ambos por igual habrá que señalarlos. Los administradores del gobierno deberán reconocer que ya no se puede gobernar como lo hicieron por décadas.

Al salir de la ceremonia de investidura, la realidad golpeó sin cortapisas. Atrás de Palacio Nacional había decenas de personas gritando consignas contra el gobierno federal. Los rostros estaban desencajados de ira. Un inequívoco recordatorio del encono político que subyace detrás de los discurso.

Darío Ramírez
Estudió Relaciones Internacionales en la Universidad Iberoamericana y Maestría en Derecho Internacional Público Internacional por la Universidad de Ámsterdam; es autor de numerosos artículos en materia de libertad de expresión, acceso a la información, medios de comunicación y derechos humanos. Ha publicado en El Universal, Emeequis y Gatopardo, entre otros lugares. Es profesor de periodismo. Trabajó en la Oficina del Alto Comisionado para Refugiados de las Naciones Unidas (ACNUR), en El Salvador, Honduras, Cuba, Belice, República Democrática del Congo y Angola dónde realizó trabajo humanitario, y fue el director de la organización Artículo 19.

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