La histeria con la que la capital del país vivió la toma de posesión de Enrique Peña Nieto y la salida de Felipe Calderón es exactamente cómo estamos. Esta violencia tensa que afecta a cada estado de una manera distinta pero que nos une a todos en la posibilidad de que todo suceda, de pronto, intensamente. De tal modo que una protesta pacífica y organizada, el movimiento de los contingentes de víctimas que habían viajado desde todos los lugares del país a la toma de protesta y el legítimo derecho a estar en contra, se convirtieron en un borlote de proporciones descomunales que, por solidaridad, creció en otros lugares del país y que terminó con la detención de varios estudiantes que estaban ocupando las calles porque sí: porque las calles son suyas. Nuestras. Pero las primeras 24 horas del PRI, además de una concatenación de sucesos que deben ser analizados e investigados y que hablan de grupos radicales infiltrados, ciudadanos desesperados y fuera de control, anarquistas falsos comprados a 300 pesos o porros de los de siempre, de los de antes, más allá de lo tristemente narrado, son un síntoma del estado emocional y hartazgo que ha alcanzado este país.
En 48 horas el PRI nos enloqueció, encarceló a estudiantes en ciudades con acceso a la voz pública como México o Guadalajara, y también en otros lugares más silenciados y más solos, estableció una clarísima operación de estrategia de desinformación que conformaba un escenario priista que debemos aprender de nuevo a interpretar y habitar, y nos recordó a todos que ya están aquí. Que regresaron. Y que de nuevo podemos sentirnos ratoncitos expuestos en un experimento que alguien sabrá analizar con prudente distancia (distancia emocional, distancia física). Una nota aparecida dos días antes en el Estado de México nos advertía de lo que podía pasar, de qué opciones y protección gozarían los grupos paramilitares en esa entidad. Una amenaza que se extiende, descarada e inevitablemente, al resto del país.
Sin duda salimos de los seis años del Gobierno de Calderón debilitados y tristes. Pero también más organizados y más atentos. Estamos mejor informados. Entendemos más cosas. Sin duda nos sentimos más juntos. Y hay una nueva generación de jóvenes que está dispuesta a resistir. Hoy sabemos que la fantasía de que el PRI es capaz de solucionar este México violento y aterrador en el que vivimos (aterrador por la guerra, aterrador por la convivencia absoluta con la normalidad) es una falacia: el boleto con el que accedemos al teatro que nos espera. Sabemos que hoy no es antes. Y esta falsa ilusión de la búsqueda de ciudadanos felices y con historias de éxito de la que habló Peña Nieto en su discurso del primero de diciembre, no es sino el prefacio de las pantomimas sobre las que nos querrán reconstruir. El silencio que sin duda tratarán de imponer. Nuestro miedo.
Miedo a la guerra, miedo a las burlas mediáticas, a la apatía.
Hoy sospechamos que probablemente lo ocurrido en el Distrito Federal fuera una estrategia destinada a restarle importancia al movimiento de Yo soy 132 o un montaje para que no nos percatáramos de que en efecto ya se estaba yendo Felipe Calderón. Que realmente estaba terminando el periodo presidencial con estas cifras aterradoras a sus espaldas: 84mil muertos que vivían aquí, 120mil migrantes de paso asesinados y 300mil personas desaparecidas. Más de medio millón de personas a las que hemos perdido, a las que extrañamos. Antropólogos de Ciudad Juárez nos habían explicado durante el Calderonato que por cada persona que perdemos hay 20 víctimas directas que padecen estrés post traumático y tristeza. Y podemos calcular que son más de 10 millones de personas, entre nuestro país y Centro América, las que han sido directamente afectadas por el terrible dolor que produce la ausencia. Esta ignominiosa cifra, sin embargo, no cuenta a los desplazados, los amenazados, los miles y miles de presos inocentes que pueblan las injustas cárceles de México, los silenciados, los exiliados, los activistas amenazados, los ciudadanos consecuentemente preocupados por la masacre que nos habita, nosotros. Que atónitos tratamos de recordarle al poder que aquí estamos (Y aquí estamos) y que no: No nos vamos a rendir ni nos vamos a dejar convencer fácilmente.
Aquí estamos. De pie.