Tengo la gran oportunidad de transmitirles lo que vive la madre de un preso, una madre que se convierte en víctima del sistema de justicia, que no sólo es atormentada por la idea de tener a su hijo encerrado con todos los riesgos que esto conlleva, sino también ser vulnerada y torturada psicológicamente por custodios y autoridades y ser etiquetada y segregada por la sociedad y hasta por sus familiares. Una madre que viviendo en otro estado de la República, todos los domingos tenía que hacer un viaje de más de cuatro horas y gastar mucho dinero cada semana para compartir seis horas con él y llevarle palabras de aliento, una madre que jamás pensó que su hijo podría llegar a prisión pues trabajaban juntos en su empresa de construcción y conocía la honestidad del mismo. A ella le agradezco el esfuerzo y las horas dedicadas pero, sobre todo, el compartir su experiencia conmigo y ahora con miles de mexicanos a través de este portal. [1]
“Al principio me hacían mucho ruido en el alma tantas cercas de malla ciclón a mi alrededor y asocié éstas a las de un zoológico, veía a los reclusos como animalitos dando vueltas alrededor; pero como me dolía tanto esto, fui esforzándome por borrarlas de mi vista, desaparecerlas de mi mente y fue entonces cuando empecé a disfrutar –lo que decía antes– de la alegría de un pueblo en día domingo”.
¿Antes de que Nelson entrara a prisión, cómo era su vida familiar y económica?
Dos de mis hijos –los menores y yo– nos venimos de Chiapas a Monterrey a trabajar con él. Ya estaba encarrilándose en su empresa dedicada a la construcción, pues es ingeniero civil. Uno de mis hijos y yo trabajábamos con él en la empresa y el más chico estaba iniciando apenas su carrera en la universidad. La vida de la familia, dependía económicamente de él y habíamos cambiado nuestro lugar de residencia para como ya dije, trabajar en su empresa.
¿Cómo fue su primer acercamiento al sistema penitenciario?
Cuando fui al penal de Tamaulipas por primera vez, Nelson ya tenía una semana de estar ahí, pues cuando lo aprehendieron yo estaba en Chiapas y me dieron la noticia hasta el tercer día. Yo no daba crédito de lo que me decían. Como pude y, haciendo acopio de mis fuerzas, me regresé a Monterrey y ahí pedí a mis hijos que me llevaran a Tamaulipas. Los tramites y “arreglos” que se hacen ahí adentro para que el recluso sea instalado en una celda van de acuerdo a sus posibilidades económicas, Nelson las hizo personalmente echando mano de algunas pertenencias y de un vehículo que tenía allá y que usaba en la obra que estaba realizando.
Recuerdo al llegar por primera vez y poner un pie dentro de la barda gris que me solté llorando, no podía dar un paso más; mis hijos –quienes me llevaron en esa ocasión– tuvieron que sujetarme para no caer. De inmediato corrió hacia mí una señora como de 70 años y me dijo algo que jamás olvidaré. El reglamento de las mamás de los reclusos: “Contrólese o mejor no entre. Aquí no se les viene a llorar, bastante tienen con lo que están viviendo para que carguen con nuestras lágrimas. Que no la vea su hijo llorando por él, aguántese como lo hacemos todas, a la salida lloramos y pataleamos”. Mujer dura, curtida en el dolor, con dos hijos muertos y dos más en prisión.
Las mamás que íbamos a la visita llevábamos la consigna de hacer felices a nuestros amados hijos, solíamos ir arregladas lo mejor posible y sobre todo que nos vieran alegres.
¿Cómo se llevan a cabo las visitas familiares?
Cuando Nelson ingresó se podía ir de visita todos los días, no había restricciones; desde luego los días más concurridos eran los domingos y días festivos. La mayoría de las visitas son de los familiares que viven en Tamaulipas y lugares cercanos. Los foráneos, de acuerdo a nuestras posibilidades. Hay internos que son visitados por sus familiares sólo una o dos veces al año, sobre todo los que provienen del sur del país. Después del motín de 2008 los horarios y días de visita, así como la vida en el interior del reclusorio, cambiaron drásticamente.
Normalmente yo iba los domingos, ya que como dependía económicamente de Nelson, tuve que buscar un empleo casi de inmediato y viajaba desde Monterrey en autobús. Salía de mi casa a las cinco de la mañana en un taxi que me llevaba a la Central Camionera, trataba de tomar el camión de las 5:45 o 6:00 a.m. para llegar a Tamaulipas a las 8:30 o 9:00 a.m. Después tomaba otro taxi para que me llevara al penal y con suerte estaba ya formada en la fila a las 9:30 o 10.00 a.m., la fila tardaba de hora y media a dos horas y la visita terminaba a las 4:00 p.m. y había que hacer de nuevo largas filas para salir. Muy duro en invierno con el viento helado y a la intemperie y en verano bajo los rayos del sol cayendo a plomo; pero más duro aún el dolor tan fuerte, que casi me paralizaba por dejar a Nelson en un lugar tan horrible. Era imposible controlar la presión arterial que se me subía hasta el tope con la rabia que me producía la impotencia, la sensación de abandono y la soledad que me traspasaba el alma. Sola y con ese dolor tan grande, habría de salir de ahí a emprender el regreso a Monterrey y que para esas épocas ya empezaba a ser muy peligroso.
Como en un pueblito, los módulos son como las colonias que albergan a las personas de acuerdo a su nivel económico. El módulo norte era donde vivía la gente que podía pagar más “privilegios”. Habían otros módulos: el oriente, el sur y el “nuevo”; ahí vivían en su mayoría los más pobres y me imagino que era aún más difícil la vida.
¿Cómo son las revisiones por parte de los custodios hacia los familiares?
La revisión en la aduana de entrada es muy tediosa, cansada. Revisan toda la despensa y ropa que les llevamos a los internos pero siempre a criterio del guardia: “esto pasa… esto no pasa… esto sí… esto no…” aunque no fueran artículos de la lista de lo prohibido siempre ponían “peros”. El objetivo era que les ofrecieran dinero (“te doy para el refresco, pero déjame pasar esto”) o si les gustaba lo que uno traía, quedárselo. Pasada la aduana ya se entraba propiamente al penal. Tras las rejas, me ponían un sello en un brazo y proseguían con la revisión personal.
Contra lo que se comenta de los manoseos y tocamientos que hacen los custodios, puedo decir que fui muy afortunada. Quizá por mi edad o sabe Dios qué, jamás me faltaron al respeto. A veces entrábamos a los cubículos de revisión en grupos de tres –generalmente entra una por una– y había que bajarse el pantalón con todo y calzones y quitarse el sostén a fin de demostrar que no llevábamos nada escondido. Mis compañeras de grupo tenían que hacerlo, pero en variadas ocasiones cuando yo intenté desabrochar mi ropa me detuvieron para decirme: “No madre, así está bien” (incluso llegué a sentir que lo decían con cierto afecto). Las mujeres jóvenes sí tenían que hacer todo el “show”. En ocasiones sacaban un bote y el clásico: “ai' lo que gustes dejar”; entonces no había revisión alguna. Cuando esto sucedía nunca vi que les quitaran a las mujeres cosa prohibida alguna.
Las que sí no hacían filas para entrar al reclusorio eran las mujeres de los “narcos grandes”. Ellas llegaban con carritos de supermercado llenos hasta el tope de puro mandado del “otro lado” y pasaban delante de toda la gente sin que les hicieran revisión alguna, entraban directo. Era un arreglo entre los mandos del interior del penal y los comandantes de aduana. Ellas podían pasar todo lo que quisieran.
Saliendo de la revisión debía tomar de nuevo mis bolsas con ropa y mandado y avanzar hasta el siguiente punto donde me colocaban más sellos en los brazos. Acto seguido me acercaba al fatídico portón negro de fierro, a la barda gris cuyo recuerdo quedó grabado en mi cerebro y del cual no creo poderme desprender jamás. Ahí debía enseñar un boleto que era mi pasaporte de entrada –y salida– para finalmente esperar a que se abriera aquel portón. Una vez adentro podía verse la alegría de un pueblito en domingo: niños corriendo, otros en brazos, madres, abuelas, esposas, novias. Obviamente la mayoría de las visitas éramos y seguirán siendo mujeres. La alegría en nuestros corazones y la emoción de estar a unos metros de poder abrazar a nuestros hijos, maridos, etc. borraban como por arte de magia todo el mal sabor de boca del paso por la fatídica aduana.
[1] Por seguridad y decisión de la familia, los nombres reales de personas y lugares han sido ocultados.