Leer todo el tiempo sobre cuestiones ambientales te vuelve loco. O, como me dijo de forma más elegante Joaquín Fernández en su departamento madrileño: “es sicológicamente insostenible”. ¿Por qué? Porque toda la información es terrorífica, todo afecta, todo contamina: cualquier cosa que hagas o dejes de hacer. El discurso ambientalista es la catástrofe por excelencia, la tragedia. Bien saben de lo que hablo todos aquellos que se hayan puesto a leer todos los días, por un tiempo, notas sobre extinción de especies o cambio climático.
Lo curioso es que pasa lo mismo con el discurso de izquierda. Piense en la última campaña de Andrés Manuel López Obrador y sus intervenciones en los debates presidenciales: se la pasó recordándonos, como si no lo supiéramos, que Antonio López de Santa Anna, Gustavo Díaz Ordaz y Carlos Salinas de Gortari eran, entre otros, los demonios de la historia nacional. Piense en Cuauhtémoc Cárdenas debatiendo contra Zedillo y Fernández de Ceballos: se la pasó repitiéndonos ad nausem lo que ya sabíamos, que “no podemos creerle al PRI…”. O si no, piense en cuántas veces ha visto las mismas imágenes del 2 de octubre del ’68 en algún spot del PRD.
Zombies, vampiros, mafias, fotos en blanco y negro, fraudes… sí, ¿y nada más?
Lo mismo pregunta René Saavedra, el publicista protagonizado por Gael García Bernal en la película “No”, luego de ver los spots de campaña de la coalición opositora al régimen dictatorial de Augusto Pinochet. Y es que los spots se la pasaban repitiendo lo que todo chileno ya sabía: imágenes de la represión, del bombardeo a La Moneda, cifras de muertos, de torturados, de desaparecidos. Y a Saavedra le parece que con eso no se puede convencer a nadie que no esté ya convencido.
Cuando los cuestiona, los políticos chilenos de la película responden, curiosamente, más o menos lo mismo que contestaron los partidarios de AMLO cuando se les preguntó por qué su candidato había desperdiciado el tiempo en el debate: es que primero hay que informar al pueblo, es importantísimo que esto se sepa, esto es lo que ha querido ocultar la oligarquía todos estos años, etcétera. Mejor aún, cuando Saavedra les pregunta que si con eso creen que van a ganar, ellos contestan que no, que todo el proceso está arreglado. En resumen, que habrá fraude.
La película de Pablo Larraín, ganadora en Cannes del Art Cinema Award este 2012, con guión de Pedro Peirano inspirado en la obra “El Plebiscito” de Antonio Skármeta (el mismo de “Ardiente paciencia”/”El cartero de Neruda”), está basada en hechos reales. En 1988, orillado por las presiones internas y externas, el dictador Augusto Pinochet tuvo que convocar a un plebiscito popular que decidiera si continuaba en el poder. Y se pensaba como un mero trámite, se pensaba que ganaría holgadamente tal y como indicaban las encuestas antes de que se le diera un giro a la campaña del “No”.
Y ganó el “No”, como todos sabemos. Pero también, contra todo pronóstico.
El giro: la alegría.
Hay una secuencia determinante en la película para este giro, y también esclarecedora. Los personajes buscan el mejor enfoque para la campaña y le preguntan a una trabajadora doméstica qué votará. Ella dice que votará “Sí”, por la continuidad de Pinochet. ¿Por qué?: porque tiene trabajo y su hijo está estudiando. ¿Y los desaparecidos?: “no es que no me importe”, dice la personaje y luego da a entender que prefiere pensar en un futuro más agradable en lugar de seguir lamentándose por el pasado.
Eso.
Entonces el publicista y Democracia Cristiana deciden apostar por la alegría, en una campaña con humor que casi parece comercial de Coca-Cola. Los más radicales de la oposición chilena se marchan indignados e incluso uno de los personajes socialistas los acusa –adivine de qué–: de compló, de estar confabulados con Pinochet.
Ciertamente, el dolor de la tortura, del exilio, de los familiares muertos o desaparecidos es arduo de remontar. Pero una campaña política basada en la miseria parece que sólo puede hacernos sentir eso mismo: miserables. Y un pueblo que se siente miserable difícilmente puede vencer el miedo para salir a las urnas y buscar un cambio: un “cambio verdadero”, dijera AMLO. En contraste, parece no haber nada mejor para vencer el miedo que la alegría.
Más aún, repetirle al pueblo lo que ya sabe es tratarlo como idiota, como infante mental. ¿Y quién quiere apoyar a alguien que lo trata como idiota? ¿Quién en México no identificaba ya como “demonios de la historia” a los mismos que mencionó López Obrador en el primer debate presidencial?
“Muchísima gente”, responden las huestes Amloístas. Falso. Pensar eso es un tremendo acto de ingenuidad sino es que de prepotencia, soberbia y clasismo: nosotros los inteligentes y educados te vamos a decir a ti, pobre baboso, estas obviedades que seguramente ignoras: dos y dos son cuatro, el sol sale cada día y Carlos Salinas nos sumió en la última crisis.
“Pero es que las nuevas generaciones no lo saben”, insisten. Falso también. Lo han escuchado en casa desde niños sino es que todavía está por ahí, entre los tiliches, la máscara de plástico de Carlos Salinas que vendían en todos los semáforos.
Como dijera la personaje de la película, no es que no importe sino que hay que pensar en un futuro más alegre. Eso fue lo que hizo la oposición para invitar al pueblo chileno a sacar, por medio del voto, al dictador Pinochet. Mostrar un arcoiris. Cantar “Chile, la alegría ya viene”.
Es cierto que puede parecer superficial, que parece banalizar el dolor y el pasado, tal y como le critican al personaje de Saavedra durante la película. ¿Pero desde cuándo la alegría es sinónimo de superficialidad? ¿A quién se le ocurrió que la tristeza y la tragedia son lo único profundo, lo único que vale la pena?
Salvo excepciones, como “la ciudad de la esperanza” y “ya es tiempo de que salga el sol”, el discurso de la izquierda mexicana ha sido triste y trágico tal y como ha sido triste y trágico el discurso ambientalista que lucha contra el cambio climático. Sicológicamente insostenible, dijera Joaquín. Yo, prefiero la alegría como motor de cambio. ¿Usted?