Confieso que no soy la primera en utilizar este término, pero considero que es muy atinado para describir el olvido en el que viven las mujeres en prisión.
En México, así como en el mundo, la población femenina representa una proporción muy baja en cuanto a la población penitenciaria en general. Los porcentajes varían de acuerdo al país, pero la mayoría se encuentra entre un 2-10%. En nuestro país existen 11,305 mujeres en prisión lo que representa un 4.7%.
Esta inferioridad numérica sitúa a las mujeres en una situación de desventaja, pues las instituciones penitenciarias tanto en su arquitectura (dormitorios, áreas de recreación, zonas comunes, baños, áreas técnicas, consultorios médicos) como en su funcionamiento (reglamentos, manuales, procedimientos) están centrados en un modelo masculino.
En México existen muy pocos centros femeninos y en su gran mayoría, las instalaciones para alojar a las mujeres, lo constituyen, como dirá Elena Azaola, apéndices de las cárceles masculinas, espacios como bibliotecas y centros escolares son “habilitados” para que las mujeres puedan cumplir sus sentencias ahí.
Independientemente de las privaciones que puede suponer vivir en una escuela o en una biblioteca, considero que las mujeres en prisión sufren principalmente de dos problemas. El primero consiste en una doble etiquetación; a diferencia de los hombres, ellas son juzgadas por ser “delincuentes” pero además la sociedad las califica como malas madres, malas esposas y/o malas hijas, es decir incumplen con el rol femenino y por ello son rechazadas y segregadas. De hecho algunos teóricos afirman que hasta los jueces se ven implicados en esto, ya que imponen sentencias mayores a la población femenina.
Lo anterior se hace visible en las visitas familiares: mientras los hombres son visitados incondicionalmente por sus madres, esposas, novias, parejas, amantes, así como por sus hijos, las mujeres presas, generalmente son olvidadas por sus esposos, parejas, novios, etc., quienes no sólo no las visitan sino que si tienen hijos, fomentan en ellos la mala imagen de su madre. Es curioso pero los familiares y amigos que acuden tanto a centros femeninos como a centros masculinos son, predominantemente mujeres.
En cuanto a las visitas conyugales, los hombres reciben un mayor número de éstas, muy pocas son las mujeres que son visitadas por sus parejas y además en la mayor parte de los reclusorios el procedimiento de autorización para recibir una visita íntima es mucho más estricto para ellas que para ellos. Generalmente las mujeres sólo pueden ser visitadas por sus esposos, mientras que los hombres reciben esposas, parejas, concubinas y prostitutas.
El segundo problema, lo constituye, un tema que me quita el sueño: la maternidad en cautiverio, ya que muchas de ellas llegan a prisión embarazadas o con hijos en periodo de lactancia o algunas otras (un porcentaje mucho más bajo) se embaraza dentro de la cárcel. ¿Qué debe hacer el Estado con esos niños?, ¿se les debe permitir a las madres tener a sus hijos en prisión?, ¿hasta dónde vulnera el derecho de ser madre al derecho del niño a tener una infancia en libertad?, ¿qué tanto les afecta a los niños vivir en prisión sus primeros años?, ¿cuánto tiempo se les permite a las madres tener a sus hijos?, ¿cómo cambia la vida para las madres?, ¿qué instalaciones y personal deben tener las cárceles que alojan madres?, estas y muchas otras interrogantes inundan mis pensamientos, pero creo que lo dejaré para el siguiente domingo: ¡Mujeres olvidadas pero niños invisibles!
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