Gústele a quien le guste, los partidos políticos son indispensables para el funcionamiento de una democracia contemporánea. Por una parte abaratan los costos de adquirir información para los votantes, cosa que no se podría si no existieran organizaciones de masas. Además un órgano legislativo no puede operar sin grupos que, de una forma más o menos predecible, garanticen una votación relativamente predecible. El problema surge cuando estos partidos tienen un monopolio absoluto de los cargos de representación y además no son responsables ante el electorado.
Al contrario de lo que algunos puedan pensar, este problema no se resolverá obligando a los actores a autolimitarse, sino imponiéndoles costos. Para explicar mejor esto es conveniente definir lo que se deberá entender o no por “partidocracia”.
La partidocracia: una definición
Antes de preguntarnos si existe una partidocracia en México, debemos saber qué se debe entender por eso. Según el politólogo Gianfranco Pasquino (1), se usa esta expresión en Europa para referirse a la presencia y asentamiento social y político de los partidos de masas entre la población.
Como consecuencia, los pequeños partidos moderados son eliminados o drásticamente redimensionados en su peso político efectivo; adquiriendo prácticamente los institutos políticos de masas un monopolio sobre la actividad política.
Así la partidocracia, más que un gobierno de los partidos, es un dominio verdadero y propio de éstos o una expansión de sus ambiciones de dominio. Esto implica que los institutos políticos se convierten en representantes de los intereses de las masas. De esa forma buscan no sólo monopolizar al poder, sino a la vida organizada de los sectores político, social y económico.
Al absorber todas las áreas de la vida pública, los partidos tienden a convertirse en filtro de las demandas sociales y políticas en lugar de sus portadoras, como se esperaría; y esta ineficacia los va degenerando en grupos de facción. Cuando esto sucede, se convierten en un instrumento de conservación del poder y no de transformación de la sociedad. Esto los lleva a obstaculizar todo movimiento que pueda desestabilizar los equilibrios políticos tradicionales. Entre las expresiones que se ven marginadas se encuentran las de la sociedad civil, la cual tiende a evolucionar fuera de los partidos.
¿Con qué instrumentos cuenta la partidocracia para mantenerse? Según Pasquino, serían dos. Primero: el financiamiento público de los partidos, especialmente cuando no se tiene un control serio y riguroso de sus balances financieros. Segundo: la capacidad de los partidos por asignar cargos en amplios sectores de la sociedad y de la economía. Así, cuanto más amplio sea el ámbito de intervención de lo público en los sectores social y económico, más numerosas serán las plazas disponibles para repartir.
Por lo tanto, un Estado intervencionista y unas instituciones débiles –por ejemplo, un aparato burocrático a merced del gobierno– son campos favorables para la partidocracia y sus actividades de expansión. Lo anterior se ve reforzado cuando imperan los criterios de pertinencia partidista por encima de los de competencia y profesionalidad para la asignación de cargos.
¿Cómo se podría superar la partidocracia? Según Pasquino, existen varias vías. En primer lugar señala la presencia de trasnacionales que superen a los partidos, eviten sus controles y realicen sus propios programas. De esa forma, y debido tanto a su peso económico y político como a las posibilidades técnicas que puedan poner en marcha, los nuevos intereses abren espacios de pluralidad que van desgastando el dominio de los institutos políticos.
Los demás remedios dependen casi siempre de que los mismos partidos se presten a aplicarlos. Por lo tanto, y en condiciones de estabilidad, los cambios que llegan a hacer son superficiales y siempre orientados a la protección de sus cotos de poder. En consecuencia Pasquino considera que solamente una casual y afortunada coincidencia de presiones procedentes de la sociedad civil, así como de los rebrotes de autonomía que surjan de las instituciones colonizadas por los partidos –señala aquí a las entidades públicas de la economía, banca, ministerios, parlamento y medios de comunicación de masas–, pueden crear una situación en la que las intervenciones de los partidos sean estigmatizadas, severamente reglamentadas y drásticamente limitadas, sancionando a los responsables de cualquier violación en forma política –derrota electoral– o penal.
En todo caso, el camino debe pasar por reformas institucionales que creen situaciones de incertidumbre y de competencia renovada entre los partidos –ya sea con o sin el consenso éstos, o la conciencia que tengan de la gravedad y de los daños que genera la situación.
¿Y qué sucede cuando la clase política no sabe o no quiere llevar a cabo los cambios institucionales? Aunque el arriba citado autor no lo expone, la experiencia histórica muestra que, aunque un régimen partidocrático pueda ser estable en condiciones normales, va perdiendo legitimidad conforme la sociedad comienza a evolucionar fuera de sus cauces.
Y lo peor: estos sistemas colapsan en mementos de crisis. El mejor escenario, bajo este supuesto, sería un ejercicio de revisión de las instituciones donde todas las partes tuvieran la capacidad de participar, diseñando procedimientos que eviten nuevas fallas. Sin embargo eso rara vez se presenta: la quiebra de estas democracias suele llevar a regímenes autoritarios o incluso totalitarios, como sucedió en Italia y Alemania en las décadas de los veinte y treinta del siglo pasado. Otro fenómeno que aparece en ese escenario es el del “hombre del momento”: aparecen líderes sociales quienes, alegando no ser políticos y atacando a estas organizaciones, toman el poder y rediseñan las instituciones del Estado según sus visiones, ambiciones y caprichos.
Italia: un caso de partidocracia
Uno de los ejemplos más acabados de lo que se entiende por la partidocracia y sus alcances es el italiano. El propósito de la Constitución de 1948 fue crear una democracia de masas sobre las cenizas del fascismo. Para ello se diseñó un sistema electoral de representación proporcional pura. (2)
Tras la Segunda Guerra Mundial reaparecieron la mayor parte de los viejos partidos, gracias a que tenían grupos de base fuertes y por ello contaban con arraigo entre la sociedad. Este es el caso por excelencia de los demócrata-cristianos (DC) y los comunistas (PCI). Entre otros partidos menores, que aparecían y desaparecían, se encontraban los liberales (PLI), los republicanos (PRI –en serio), los socialdemócratas (PSDI) y los socialistas (PSI).
Hay un elemento que hacía de Italia un país especial durante la posguerra: tenía el más importante partido comunista de Europa Occidental, el cual contaba con entre el 20 y el 30% de los votos. No se podía aceptar un triunfo rojo, pues hubiera roto con los equilibrios geopolíticos. Por lo tanto había un acuerdo no escrito, conocido como conventio ad excludendum, para excluirlos de cualquier coalición de gobierno.
De esa forma los DC, apoyados por los Estados Unidos, se aliaron con los partidos pequeños, sobre todo con los socialistas, induciéndolos a abandonar sus propias políticas a cambio del botín del gobierno. A ese proceso de negociación se le conoció como transformismo.
También los DC consolidaron sus votos, sobre todo en el sur, transfiriendo ahí elevadas sumas de dinero y protegiendo a la Mafia y otras organizaciones criminales en recompensa por su apoyo político. Estos grupos, a su vez, reclamaron y recibieron dinero de todos los negocios importantes y en todos los contratos de gobierno.
Entre otras cosas, esto significó que la burocracia se utilizaba como una fuente de patronazgo, y de ese modo se prestó a la corrupción y la ineficiencia: ¿quién se hubiera aventurado a hacer cambios estructurales importantes, cuando la principal oposición venía de partidos que se beneficiaban del sistema existente? ¿Cómo podían los ciudadanos hacer que rindieran cuentas los partidos, si se escudaban detrás de un sistema de representación proporcional?
Tal sistema no podía ser estable: durante los años de la posguerra y hasta principios de los noventa del siglo pasado, los DC y el PSI se fueron desgastando lentamente. Y frente al crecimiento del PCI durante los setenta, cada vez más la competencia política daba la impresión de estar centrada en la habilidad de los DC por conservar la lealtad de sus aliados y añadir a los socialistas, así como en el éxito del PCI de presentarse a sí mismos como la única alternativa viable.
También los comunistas participaron en los repartos de poder. Al ser el segundo grupo parlamentario en importancia, negociaban siempre la aprobación de leyes de su interés a cambio de elementos que los favorecieran. En consecuencia, suavizaban su oposición y permitían que las leyes se aprobaran en un tiempo razonable. Esta práctica recibió el nombre de “consociativa”.
La regla general de los gobiernos de coalición italianos durante esos años fue su extrema debilidad; y su capacidad para gobernar se restringía casi siempre a su fase de inauguración. Se podría definir a esta etapa como caracterizada por gobiernos inestables, ministros y primeros ministros relativamente estables, coaliciones duraderas y políticas estancadas. Por encima de todo imperaba la falta de alternancia, la irresponsabilidad gubernamental y las prácticas consociativas.
El desgajamiento de este sistema inició a principios de los noventa. Tras la caída del bloque soviético, la fuerza organizativa del PCI declinó. Por otra parte, un grupo de jueces y policías sacó a la luz las redes de corrupción de los DC y el PSI, en el escándalo conocido como Mani Poluti (manos sucias). Como resultado estos partidos colapsaron, se forzó la caída de ministros de gobierno y hasta primeros ministros y presidentes fueron acusados de corrupción y conducta ilegal. También es importante mencionar aquí la aparición, en 1992, de la Liga Norte, agrupación formada por grupos de centro-derecha del norte de Italia, quienes proponían el federalismo –aunque nunca se pronunciaron contra el separatismo.
La caída de los viejos partidos no pudo ser menos dramática. Mientras que en 1976 los dos partidos principales, los DC y el PCI, habían obtenido el 73% de los votos, en 1992 lograron sólo el 45.7%. Dos años después sus más directos herederos, el Partido del Pueblo Italiano (PPI) y el Partido Democrático de la Izquierda (PDS), consiguieron el 31.5%.
Gracias a este colapso se inició un proceso de revisión de las instituciones italianas, que se extiende al día de hoy. En 1993 se reformó el sistema electoral, pasando de uno de representación proporcional a otro mixto –como el que existe en México–: 75% de los miembros de la Cámara de los Diputados se elige por mayoría relativa en distritos electorales y el 25% restante por listas de circunscripción. Aunque el número de partidos no ha disminuido, se configuran dos grandes coaliciones: una de centro-izquierda, conocida como Alianza Electoral El Olivo y otra de centro-derecha, de nombre Alianza por la Libertad.
Como ya se dijo, es en momentos de confusión y quiebre de la clase política tradicional cuando aparecen los hombres del momento: para el caso de Italia, este se llama Silvio Berlusconi. Siendo cabeza del grupo empresarial Fininvest y propietario de la mayoría de las cadenas televisivas, ingresó en la arena pública en 1993 con un partido llamado Forza Italia. Para tener una idea de la tendencia ideológica que sigue, es como si alguien fundara en nuestro país una agrupación política de nombre “México Ra Ra Ra” o “Vamos México”.
Poco importa que su motivación para ingresar a la política fuera escapar a la bancarrota o a la cárcel: se supo presentar como una persona libre de la corrupción de los partidos, mostró gracias a su poder mediático una imagen fresca y prometió traer una nueva eficiencia a la burocracia pública. Como consecuencia, ascendió al cargo de primer ministro por siete meses en 1994 y volvió al cargo de 2001 a 2006 y de 2008 a 2011.
Sin embargo, Berlusconi no tuvo anta capacidad para reformar al Estado a su gusto, pues no hay una idea clara entre la clase política italiana sobre el rumbo a seguir. El cambio institucional no es algo que dependa sólo de voluntad política o de hacer una ley para desahogarla en un año: requiere diagnósticos sobre qué funciona y qué no, y eso sólo se puede alcanzar acumulando experiencia sobre el funcionamiento de las instituciones.
¿Se puede hablar de partidocracia en México?
Con los elementos arriba expuestos, veamos si se puede hablar de la existencia de una partidocracia en México. En primer lugar los partidos en nuestro país carecen de un fuerte arraigo social. Incluso uno de éstos, el PAN, se autodenomina como conformado por cuadros en lugar de masas.
La capacidad de nuestros partidos para movilizar el voto se basa fundamentalmente en sus habilidades para tejer alianzas más o menos permanentes con diversos grupos de interés; basadas primordialmente en el reparto de prebendas. Se pueden citar desde las estructuras corporativas del PRI hasta los contubernios del PRD con grupos como taxis piratas en el Distrito Federal. Naturalmente estos vínculos se prestan enormemente a la corrupción, además de generar una imagen negativa ante el ciudadano.
Sin embargo estos pactos pueden llegar a ser muy frágiles. Por ejemplo, uno de los gremios que estaba afiliado al PRI se dio cuenta de su capacidad de movilización y optó por formar su propio partido. Es por eso que en la reciente reforma electoral se prohibió toda intervención de grupos particulares en la formación de nuevos institutos políticos. ¿Y qué decir de la posibilidad de que ciertas alianzas sociales puedan ser más o menos útiles, o mejor o peor vistas en distintas coyunturas, como es el caso de los ambulantes y el gobierno del DF?
Es tal el escaso arraigo de los partidos ante la ciudadanía, que dependen y llegan hasta a ser rehenes de dirigentes carismáticos para atraer votos. Al suceder esto, pierden eficacia como fuerzas políticas –todavía más cuando estos líderes no tienen un compromiso total con los procedimientos democráticos. Lo anterior hace que además su propia institucionalidad estructural y organizacional sea precaria.
Otra muestra de ese desarraigo es la dependencia de nuestros partidos de los medios de comunicación. Es decir, y como ya se ha discutido en una editorial anterior, si el ciudadano no los reconoce dado que no compiten para el mismo puesto, son necesarias las campañas mediáticas que vemos (3). La reforma electoral de 2007 no hizo mucho para resolver este problema.
Entonces, si los partidos no tienen un arraigo verdadero entre la ciudadanía, ¿se puede hablar de una partidocracia? Si usamos la definición que se usó para los contextos europeos, la respuesta es no. Sin embargo, tienen un poder desmedido frente al de sus contrapartes en el mundo occidental. ¿A qué se debe esto?
La respuesta: son muy poderosos en términos constitucionales. Y esto porque tienen presupuestos garantizados gracias al financiamiento público y pueden ejercerlos con un amplio margen de discrecionalidad –como en Italia, dicho sea de paso–, sus dirigencias nacionales se encuentran enormemente centralizadas y tienen el monopolio sobre las candidaturas a puestos de elección popular. Y por si fuera poco, la reforma electoral de 2007 les dio una influencia enorme sobre el IFE y su funcionamiento.
Por lo tanto, y aunque no se puede hablar de partidocracia en el sentido estricto, tenemos un conjunto de cúpulas partidistas que, aprovechándose de sus atribuciones legales y su representación en el Congreso, tienen la capacidad de proteger sus intereses frente a cualquier otro grupo económico o social.
Hay que señalar otros tres elementos. Primero: la irresponsabilidad de los partidos, dado que los representantes electos popularmente no se sujetan a la reelección inmediata. Segundo: los principales dirigentes partidistas evaden la responsabilidad ante el ciudadano, manteniendo sus cotos de poder al pasar de un órgano legislativo a otro a través de las listas de representación proporcional. Y estas son las personas que se oponen a la reelección inmediata, argumentando que con ella los legisladores se eternizarían en sus puestos, cuando en realidad no sobrevivirían en un entorno competitivo. Tercero: nuestro país todavía tiene una institucionalidad precaria, pues nuestra clase política no puede darle seguimiento a largo plazo a los pactos que concretan.
Todo esto hace que recambios de las cúpulas partidistas lleguen a generar mayores expectativas que las mismas elecciones, pues se piensa que un dirigente más moderado puede empujar los cambios necesarios. En realidad, mientras no haya responsabilidad, estas esperanzas se han mostrado vanas.
¿Hacia dónde vamos con este sistema?
¿Podemos vernos en el espejo de Italia, en el sentido de que su sistema de partidos colapsó y le abrió el paso a una nueva clase gobernante? Todo parece indicar que sí, y con el agravante de que nuestros institutos políticos son más débiles ante la ciudadanía que sus contrapartes europeas por su escaso arraigo. Esto quiere decir que son más vulnerables a presiones en su contra.
Para decirlo de otra forma, si dos alternancias partidistas en el poder no dan resultados (y un argumento que se ha expuesto en este espacio es que el problema del desempeño de nuestras instituciones se encuentra en las reglas del juego antes que en las personas), el siguiente paso es creer que existen soluciones mágicas para nuestros problemas: la demagogia.
Por desgracia parece que nuestros partidos están tan ocupados en repartirse el poder, que no se dan cuenta de su situación. En lugar de emprender un ejercicio de reforma institucional con una verdadera visión de Estado, hasta el momento los cambios que han pactado sólo comprueban su capacidad para llegar a acuerdos políticos a nombre de la protección de sus intereses, como en el caso de las leyes electorales. ¿Podrán estos arreglos resistir los momentos de crisis institucional?
(1) Gianfranco Pasquino, “Partidocracia”, en Norberto Bobbio, Nicola Matteucci y Gianfranco Pasquino, Diccionario de Política (México: Siglo XXI Editores, 1991), Tomo II, pp. 1140-1143).
(2) Sobre la democracia italiana durante la posguerra y su quiebre ver Gianfranco Pasquino “Italia: un régimen democrático en reforma”, en Josep María Colomer (director), La política en Europa. Introducción a las instituciones de quince países (Barcelona: Editorial Ariel, 1995); Ian Budge, Kenneth Newton, et., al., La política de la nueva Europa. Del Atlántico a los Urales (Madrid: Akal Ediciones, 1997).
(3) Ver: http://www.sinembargo.mx/opinion/03-09-2012/9224