Nuestra capacidad para intervenir en política depende en buena medida de cómo la concibamos.
Por ejemplo, durante muchos años se nos ha hecho creer que nuestros gobernantes y legisladores deben ser personas que velen “por el bien público”. Y por ello muchos suponen que deberían poseer cualidades especiales. Gracias a ello se tiene la percepción de que algún día elegiremos a las personas correctas (sea lo que eso signifique) que cambiarán al país. Esto se debió principalmente a que durante setenta años había un partido que controlaba las elecciones, dejándonos la esperanza en un futuro que podría ser mejor con el siguiente gobernante. El resultado de estas creencias es la pasividad, el maniqueísmo y la creencia en soluciones mágicas para problemas públicos.
Al contrario, si vemos que los gobernantes no son ni mejores ni peores moralmente que cada uno de nosotros tendríamos la capacidad para pensar con mayor claridad no solo sobre los “por qué” de los problemas, sino de cómo podríamos intervenir en los procesos de toma de decisiones. Y eso implica asumirnos como ciudadanos.
El pasado jueves 23 el diario El Universal publicó que los diputados locales de la Asamblea Legislativa del Distrito Federal (ALDF) cuentan con un fondo acumulado durante su gestión de tres años, la cual puede llegar a sumar hasta más de medio millón de pesos; el cual se descontó de sus dietas a lo largo de los últimos tres años de mandato. La razón: apoyarlos en su periodo de reinserción a sus actividades laborales tras cumplir su encargo (1). ¿Cómo deberíamos tomar la noticia? Incluso, ¿debería ser noticia?
El tema de los ingresos de los legisladores siempre ha generado polémica en todo el mundo. A mediados del siglo XIX los representantes eran electos por élites y por ello generalmente eran personas que ejercían profesiones liberales que veían su investidura como algo honorario. Poco después se amplió el derecho al voto a las clases populares, lo cual llevó a la aparición de parlamentarios que vivían de y para la política; llevando a la necesidad de una remuneración.
¿Qué ocurrió entonces? Lo predecible: la opinión pública se volcó contra la medida y los legisladores tuvieron que justificar sus ingresos con resultados. Las dietas no son populares en ninguna parte, pero hay equilibrios que se generan a través de la rendición de cuentas, lo cual lleva a la aceptación de que se trata en el fondo de un oficio como cualquier otro.
En otras palabras es preciso ver a la política como una vocación, similar a ser (digamos) abogado, maestro o dentista. Y como sucede con cualquier otra profesión, los ascensos y despidos deberían depender de la evaluación; la cual depende en una democracia de los ciudadanos. ¿Tienen todos los individuos la capacidad de juzgar asertivamente? En ningún país se da eso, pero sí llegan a hacerlo mejor si se les da el derecho y se les hace ver que eso también es una responsabilidad.
Al contrario, imagínense si les ofrecieran un trabajo que dure un tiempo determinado y en el cual deberán dejar, no importa qué tan bien o mal lo hagan. ¿Les importaría tener un buen desempeño, por más que les dijeran que es “por el bien de la nación”? O incluso, ¿dejarían su profesión a un lado por ese trabajo? Me extrañaría que alguien dijera que sí.
Volvamos al tema de la ALDF. Es difícil explicarse por qué un seguro de separación que todo asalariado debería tener podría ser tema de un encabezado. Con las actuales reglas del juego algunos tienen acomodo en otra parte gracias a la lealtad hacia algunos dirigentes políticos antes que un desempeño en su trabajo. Otros por alguna razón no tendrán acomodo en su partido, por lo que tendrán que rehacer su oficio o reinventarse profesionalmente.
Por lo tanto, tendríamos dos formas de ver la nota de El Universal: la primera implica indignarse, culpara a los diputados por nuestras desgracias y creer que alguien puede “poner orden” por su propia voluntad y gracias a atributos personales. Este tipo de razonamientos suelen llevar a gobiernos demagógicos (2). Lamentablemente hay una industria de opinólogos y periodistas que viven de manipular las vísceras de los lectores en lugar de hacerlos reflexionar.
La segunda puede llevar a darnos cuenta que el problema no son los sueldos ni una supuesta “bondad” o “maldad” de los políticos como individuos, sino un sistema que inhibe el control de representados sobre representantes, como debería ocurrir en una democracia. Esto es, dejar de creer que lo público se rige por reglas mágicas y asumir que una eficaz intervención requiere de conocimiento, táctica y responsabilidad.
(1) http://www.eluniversal.com.mx/ciudad/113084.html
(2) Ver: http://www.sinembargo.mx/opinion/05-03-2012/5376