Darío Ramírez
09/08/2012 - 2:31 am
La batalla de Lydia
Desde el primer día me dio su confianza. La primera discusión que tuvimos fue sobre el papel de la prensa en México y su cercanía al poder político. Corría el año 2008 y el deterioro de la libertad de prensa por la violencia ya era evidente. El intercambio de opiniones con ella siempre ha sido […]
Desde el primer día me dio su confianza. La primera discusión que tuvimos fue sobre el papel de la prensa en México y su cercanía al poder político. Corría el año 2008 y el deterioro de la libertad de prensa por la violencia ya era evidente. El intercambio de opiniones con ella siempre ha sido franco, que no es lo mismo que convenenciero o acomodadizo. Dialogar con ella implica argumentar, razonar, alejarse de la conveniente superficialidad para intentar descubrir el por qué de las cosas. Su talante se reconoce en pocas personas. Conforme la vas conociendo logras detectar emociones bien resguardadas tras un semblante serio pero amable.
Recuerdo el momento en que la Suprema Corte de Justicia de la Nación desechó su caso al afirmar que no había habido violaciones graves a sus derechos humanos a pesar de la clara y abundante evidencia. Una corte dividida, a favor: Juan Silva Mesa, José Ramón Cossio, Genaro Góngora Pimentel, José de Jesús Gudiño Pelayo. En contra: Sergio Aguirre Anguiano, Mariano Azuela, Margarita Luna Ramos, Olga Sánchez Cordero, Guillermo Ortiz y Sergio Valls. El máximo tribunal dejó en completa indefensión a la periodista y defensora Lydia Cacho. Los titulares de la prensa tras el fallo afirmaban que la impunidad en nuestro país alcanzaba un nuevo record. La historia de Lydia seguía alimentando nuestro evidente escepticismo que en México hay acceso a la justicia.
Lydia Cacho ha transitado por el castillo de Kafka de la impunidad. El caso de Lydia es eso, “el caso”. Atacada por gobernadores, procuradores, periodistas, políticos, senadores, diputados, ministerios públicos, fiscales y una lista interminable de personajes siniestros. Y a pesar de ello, sigue con vida, sigue escribiendo, sigue defendiendo mujeres víctimas de trata y de violencia. La incomodidad que genera por su trabajo no es fortuita. Es resultado del trabajo acucioso que hace y que toca fibras muy sensibles de los personajes que menciona constantemente en sus textos. Si su trabajo fuera deficiente, como es el de muchos colegas periodistas, simplemente no tendría ninguna repercusión y menos una repercusión en su integridad física y su vida.
Una noche de sábado su voz estaba al teléfono. Pocas veces llama, prefiere otras vías de comunicación. “Darío otra vez, otra vez chingados…” Al momento sabía que algo no andaba bien. De hecho lo supe desde que su número apareció en mi teléfono. Me describió muy brevemente con voz entrecortada las nuevas amenazas que había sufrido. El modo, el tiempo, el contenido de la amenaza, según ella, le advertía otra vez que estaban al asecho. Su descripción provocó un recorrido frío por mi cuerpo. Únicamente logré extenderle mi solidaridad. Sé que no era nada, pero en ese momento de sábado era lo único que podía ofrecerle.
Desde hace años hemos trabajado juntos en diversos proyectos de periodismo y libertad de expresión. He sido testigo de las artimañas jurídicas más ramplonas para atacarla. He escuchado cómo personas ignorantes de su situación piensan que Lydia lucra con su persecución. ¡Vaya sandez! Aquellos que lo afirman únicamente muestra pequeñez en su pensamiento. Ojalá jamás pasen por lo que ha tenido que pasar Lydia durante muchos años.
Los expertos internacionales en seguridad recomendaron que saliera del país. El contexto de la libertad de prensa en México es tan inseguro que era mejor no jugar al héroe. Lydia llegó a comentarme: “Yo no quiero ser una Regina Martínez, por ello me voy. Porque no quiero ser la mártir de este gobierno”, sentenció al final. Desde que la conozco nunca ha tomado una decisión sobre su seguridad de manera apresurada. Reconoce que la cautela y previsión le han salvado la vida en más de una ocasión. Antes de salir de México me confirmó que esta vez salía porque “los sentía más cerca, porque la violencia contra la prensa estaba cada vez más aguda. El modo de la amenaza no es del policía que manda un correo electrónico con palabras altisonantes al blog de la periodista. Esta vez, mencionó ella, el tipo de intervención manda otro mensaje de poder del que emite la amenaza”. Terminó diciendo “me voy”.
Le sugerí que ampliáramos la denuncia de amenaza ante el ministerio público federal. Con una sonrisa entrecortada accedió. Sabía que esa discusión no tenía importancia, pero sí me recordó que hemos hecho lo mismo en tres ocasiones anteriores y de nada ha servido. Aún así, me alentó a que lo hiciéramos.
Desde que la conocí reconocí que el país necesita a personas como Lydia Cacho. Su trabajo es esencial para un país que busca consolidar un estado de derecho. Su valentía, tenacidad y agudeza (como la de muchos otros y otras) son fundamentales para exigir mejores gobierno y denunciar los malos actos de gobierno.
Al cabo de horas de mi último contacto con ella ya no estaba en el país. La amiga y colega había tenido que dejar su casa por miedo. Descansé al saber que había llegado con bien. Reconocí en su comunicación una profunda tristeza que se funde en una carácter inquebrantable. Sabía que había una legión de amigos y amigas detrás de ella. Pero al final, únicamente ella tomó el avión. Se llevó esa sensación de destierro autoimpuesta para cuidar su vida. En sus posteriores comunicaciones ya no deja ver ese flanco débil del momento de la emergencia. Se siente ya recompuesta, con la cara en alto para volver a contar historias de mujeres y niñas. Afirma que regresará al país. Estoy seguro que lo hará. No es una mujer que se rinda tan fácil. Es una amiga que cree en lo que hace y que sabe que entre todos debemos de recomponer el rumbo de este país.
No sobra decir que la responsabilidad de la seguridad de Lydia Cacho es del Estado mexicano. Únicamente del Estado mexicano.
Abrazos Lydia.
Twitter @expresate33
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