Darío Ramírez
02/08/2012 - 12:01 am
El memorial de nuestro olvido
Parece que en México nos estamos acostumbrando a tener muertos en las calles. Nuestros medios están inundados de información sobre decenas de personas asesinadas diariamente. Los recuentos de los hechos se basan en números fáciles y superficiales, jamás en historias humanas, en información que nos explique qué está pasando. El discurso oficial, en complicidad con […]
Parece que en México nos estamos acostumbrando a tener muertos en las calles. Nuestros medios están inundados de información sobre decenas de personas asesinadas diariamente. Los recuentos de los hechos se basan en números fáciles y superficiales, jamás en historias humanas, en información que nos explique qué está pasando. El discurso oficial, en complicidad con los medios de comunicación, han impuesto una anestesia social ante la ignominiosa situación de muerte en nuestro país.
Durante la guerra de independencia de Mozambique (1964-1973), se registraron un total de 63,000 muertes. La guerra entre Etiopía y Eritrea (1998-2000) provocó 70,000. Nótese que el prefijo de las cifras es “guerra”. Esto lo menciono porque si revisamos el contexto nacional, pocos afirman que estamos en guerra a pesar del abundante tufo a muerte. Al principio del sexenio calderonista sí se utilizó el término para darle legitimidad a su política de seguridad pública. La estrategia fue copiada de George Bush y su “guerra contra el terrorismo”. Resultó fácil crear un enemigo y emprender su política militarizada de seguridad pública.
La Procuraduría General de la República (PGR) afirma que de 2006 a 2011 tiene un registro de 47,000 asesinatos vinculados con el crimen organizado. Las cifras extraoficiales están alrededor de 80,000. ¿Cómo sabe la PGR que las muertes están relacionado con actividades ilícitas si no hay el mismo número de averiguaciones previas abiertas? No lo saben, simplemente se acogen a un halo de impunidad discursiva que han decidido construir. Su silogismo se basa en: como tenía que ver con el crimen organizado (o presuntamente) no investigamos nada, ergo, su muerte está justificada. Este peligroso silogismo oficial nos afirma que la mayoría de las muertes son provocadas por enfrentamientos entre miembros del crimen organizado (así de general es la presunción) y que el Estado tolera dichos actos. Lo preocupante es que los responsables de salvaguardar el orden y garantizar un contexto de seguridad, asuman un papel de espectador ante las decenas de homicidios. De ser cierta esta hipótesis, entonces el Estado ha claudicado en garantizar el acceso a la justicia, prevenir el delito y proteger los derechos humanos.
Las centenas de muertes violentas en nuestro país nos deben de alertar que México no es un país en paz. Los muertos no son de Felipe Calderón. Son de todos nosotros, de cada uno de los miembros de esta sociedad. Presumir que le pertenecen al Presidente de la República, representa esquivar nuestra responsabilidad individual.
En días pasados, Alejandro Poiré presentó el Memorial de las Víctimas de la Violencia. Estuvo rodeado de puras organizaciones civiles cómodas al poder que no hacen más que legitimar la política bélica calderonista. El discurso del secretario de Gobernación durante la presentación del inefable proyecto careció de las palabras esenciales: perdón, nuestra culpa, nos equivocamos. Las frías oraciones del funcionario reforzaron la idea de que detrás del Memorial existe soberbia, pura soberbia. Antes de crear monumentos, la obligación de las autoridades que emprendieron una política con las consecuencias ya descritas, debe de ser la de reconocer su responsabilidad ante la catástrofe humana que hemos vivido durante los últimos seis años.
El debate sobre si es o no una correcta política pública en materia de seguridad, está superado por los resultados. ¿Cómo podemos justificar una política gubernamental que tiene como resultados tangibles –entre varios– alrededor de 70,000 cadáveres de mexicanos? No hay justificación alguna que pueda argumentar que el costo de una política pública son tantos muertos. Ahí es donde las palabras del secretario de Gobernación son absurdas, sin sentido, insensibles y lacerantes.
Las víctimas no son de la violencia, como nos quieren hacer pensar autoridades y medios de comunicación. Las víctimas se deben a la incapacidad del Estado de cumplir una de sus más sustantivas obligaciones: imponer el orden a través de la procuración e impartición de justicia. Las víctimas son producto de la inhabilidad del gobierno de la República y de las autoridades en todos los órdenes de gobierno. Estoy seguro de que los 22 millones de pesos que costará la edificación del Monumento en Reforma podrían usarse para cosas mucho más importantes y necesarias.
El desdén de los medios de comunicación y autoridades hacia las víctimas provoca estupor. Recientemente se conoció, por parte de la PGR, que los restos de más de 25,000 personas asesinadas han sido depositados en fosas comunes por la imposibilidad de identificarlos por parte de sus familiares. Las autoridades arguyen incipientes pretextos presupuestales para no tener el equipo necesario para garantizar su identificación. Las víctimas se convierten en simples números estadísticos. “Se dice” que tenemos muertos en nuestras calles, pero nadie los conoce.
Un país que desconoce su presente, que prefiere la falta de información y claridad, como es el caso de México, es un país destinado al fracaso y a repetir los mismos errores. Se conoce que durante el régimen de Augusto Pinochet en Chile se cometieron innumerables violaciones a los derechos humanos. Desde el año 1990, momento en el que se reinstaló la democracia como régimen político, a la fecha, el Estado chileno ha creado cuatro comisiones interdisciplinarias para que documenten las violaciones a derechos humanos, enfocándose en reconstruir el número de personas desaparecidas, ejecutadas y torturadas. La cifra más reciente señala que 40,000 chilenos perdieron la vida por alguno de estos motivos. El presidente Sebastián Piñeira, ha recibido el último informe y ha reconocido la responsabilidad del Estado y ordenando la reparación de las víctimas. Tal vez debamos de voltear a Chile para entender qué deberíamos hacer.
El no conocer a nuestras víctimas, simplemente porque se presupone que eran delincuentes representa un doble asesinato el físico y el que provoca la desmemoria y olvido. El Memorial no es más que una salida cobarde y fácil. No allana el camino para reparar nuestro pasado reciente y conocer qué hemos hecho mal para garantizar su no repetición. Más que unas paredes en Reforma, necesitamos la aceptación de responsabilidad por parte de los que nos condujeron a un estado de guerra. Sólo así podremos reconstruir nuestro país.
Twitter: @expresate33
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