Hace tiempo leí (y lamentablemente no recuerdo dónde en este momento) que cuando Alejandro Magno llegó con su ejército a la India y conoció de sus dioses, no le generó mucho más asombro que señalar que ahí le decían “Brahma” a Zeus, “Vishnu” a Poseidón y “Shiva” a Hades. Además, era conocido en Grecia que Dionisio había visitado a ese país. Siglos más adelante, al adoptar los reinos griegos que se establecieron en Asia el budismo, sus reyes querían una representación en imagen de Gautama Siddartha. ¿La solución? Adaptar las estatuas de Apolo como modelo para mostrar a personas que alcanzan la iluminación, nunca al personaje histórico.
En este sentido una de las ideas más perniciosas que ha creado la humanidad es la creencia de que existen valores absolutos, bajo los cuales todos deberíamos vivir. Y no es que sea malo que existan ciertos principios básicos de convivencia, pero cuando se organiza una sociedad con base a un solo referente suelen surgir cánones e interpretaciones únicas. El siguiente paso es dividir a la sociedad entre “creyentes”, “no creyentes” y “herejes”, debiéndose perseguir a los dos últimos y nunca deja de haber personas que se salen aunque sea levemente de la norma oficial.
Además, este tipo de moralidad viene acompañado de una noción de fatalidad. Es decir, una visión de la historia donde hay un final inevitable donde ellos serán ganadores y que incluso es su misión hacer que ocurra. Gracias a ello se puede justificar materialmente cualquier acto. O como diría Voltaire, quien puede hacer que otros crean absurdos pude obligarlos a cometer atrocidades.
Lejos de pertenecer a una sola religión o agrupación, esta propensión al fanatismo está dentro de cada uno de nosotros. Ese es el argumento del escritor, novelista y periodista Amos Oz en su ensayo Contra el fanatismo (Siruela, 2006). Me gustaría compartir algunos temas de ese texto, esperando que sirvan para el momento presente. Cuidaré de no dar ejemplos actuales, para que –esperemos– cada quien busque el libro y entable su propio diálogo con su autor.
El fanatismo, de acuerdo con Oz, parte de la premisa de que el fin (y cualquier fin) justifica los medios. Al contrario, el resto de la gente piensa que la vida es un fin, no un medio. Por lo tanto un ataque terrorista como el del 11 de septiembre de 2001 representa la lucha entre quienes piensan que la justicia (sea lo que signifique) es más importante que la vida frente a quienes piensan que la vida tiene prioridad ante otros valores, convicciones o credos. De esta forma reivindica ideas como el pragmatismo, la pluralidad y la tolerancia. Conocer y aceptar puntos de vista divergentes es algo demasiado complejo para el simplismo del fanático.
A lo largo del ensayo, Oz subraya que el fanatismo forma parte de la condición humana, como si se tratase de un gen maligno. En cualquier momento podríamos convertirnos en personas maniqueas, chauvinistas y ciegas y sordas a cuantos pueda diferir de nuestro punto de vista. Ahí se encuentra la semilla de este padecimiento tan antiguo como la humanidad.
Un rasgo común a los fanáticos, sean religiosos o no, es un gusto especial por lo kitsch. Es decir un apego fuerte al sentimentalismo, y en particular por su propia muerte. Sin embargo, el cielo al que anhelan es casi siempre concebido como la “eterna felicidad” que se alcanza al terminar una mala película. Y ese recurso a la emoción casi nunca viene acompañada por la capacidad para imaginar, o si se imagina es siempre dentro de los márgenes de lo que otros les permiten. Más adelante Oz señala que la felicidad eterna no es felicidad.
Por encima de todo, Oz señala que una de las formas más comunes del fanatismo (y quizás la más peligrosa) es la búsqueda por el conformismo y la uniformidad, así como la urgencia por pertenecer a algo y hacer que los demás también pertenezcan. Otro rasgo es buscar esa pertenencia a través de la idealización de líderes políticos o religiosos e incluso el glamour de algunos individuos.
También un fanático es una especie extraña de altruista, toda vez que busca hacer que otros cambien hacia algo que él cree que es lo correcto; liberando al prójimo del “pecado”, del “vicio” o del “error”. Y quizás esto, considera Oz, se da porque el agente de cambio tiene muy poca individualidad, si acaso.
¿Cómo se cura el fanatismo? Si bien Oz admite que es parte de la condición humana, pueden atacarse las causas a través del sentido del humor (y por lo general el fanático sólo tiene sentido del sarcasmo), la habilidad para imaginar al otro y la capacidad de reconocer la cualidad peninsular en cada uno de nosotros (esto es, la búsqueda contante entre el individualismo y la necesidad de estar con otros). No hay una cura, pero pueden existir remedios que ayuden a retrasar el virus.
Si cerramos con lo que se puso en el primer párrafo, es necesario reivindicar el relativismo y abrirnos al diálogo y enriquecimiento en nuestra relación con los otros.