Luis Ignacio Lula da Silva está enfermo de cáncer. Lo supe después de que lo conocí en la entrega del premio Amalia Solórzano de Cárdenas, el pasado 25 de octubre. Ciertamente se le veía cansado por una larga jornada de viajes y eventos en su gira por México en la que políticos de todos los colores buscaron beneficiarse con la foto, aunque a muy pocos les interese poner en práctica lo que este hombre hizo por las y los más pobres de su país.
Me habría gustado hablarle largo en el portugués que heredé de mi abuelo, y agradecerle al oído lo mucho que su ejemplo aporta para sostener la esperanza de que algún día exista en México un gobierno de izquierda eficaz y moderno. Lula mostró al resto de las y los latinoamericanos que la utopía es posible, que no se tiene que vivir postrado a Washington o, en su defecto, convertirse en parias trasnochados del tercermundismo.
No se lo dije al oído como me habría gustado y apenas pude sostenerle sus rugosas manos más propias de obrero que de mandatario, pero algo alcancé a expresarle públicamente en el discurso de entrega del premio, que Cuauhtémoc Cárdenas me pidió que hiciera a nombre de la Fundación de la que soy jurado.
Al final de la premiación Lula me dijo que este será el Siglo de las mujeres, y recordó el papel fundamental que Amalia Solórzano jugó como consejera del general Cárdenas; sin duda una mujer vanguardista, convencida de la igualdad.
El Presidente obrero, como le llamaron sus compañeros de partido, nació en Brasil y Brasil renació al mundo gracias a su tenacidad.
Hay quienes eligen el camino de la política para adquirir poder y quienes comprenden que su poder debe ser utilizado para transformar. Hay quienes comprenden la magnitud de la tarea y la llevan a cabo con humildad y precisión. Sabemos que la historia de los pueblos suele ser la resultante del cruce de los grandes procesos estructurales, y de la intervención puntual de actores decisivos que son capaces de estar a la altura de las circunstancias.
La política de apartheid en Sudáfrica seguramente habría tenido un final menos afortunado si Nelson Mandela no hubiese sido el gran conductor de ese complicado proceso. Por el contrario, parte de la tragedia de la efímera primavera democrática en México deviene de un maridaje desafortunado: justo cuando el voto ciudadano sacó al PRI de Los Pinos luego de 70 años y se abrieron las grandes avenidas de la esperanza para un cambio importante, los actores no estuvieron a la altura de las circunstancias. En lugar de nuestro Mandela tuvimos a Vicente Fox. Lo demás es historia... Una historia de frustración.
Por fortuna para Brasil, ellos tuvieron a Luis Ignacio, cariñosamente llamado Lula. Cuando el país estuvo listo para irrumpir con fuerza en el escenario mundial, tuvieron al estadista con corazón de sindicalista capaz de potenciar las posibilidades de la nación amazónica. Un contexto internacional favorable en los mercados y un largo proceso de emergencia de la sociedad brasileña que llevó a sacudirse los atavismos, se vieron coronados por un liderazgo capaz de entender estos procesos e incentivarlos de la mano de los movimientos sociales con los cambios oportunos y adecuados. Lo que hoy es Brasil no podría entenderse sin esa feliz concordancia entre la biografía de un hombre y la Historia con mayúsculas.
Pero no sólo las y los brasileños han sido beneficiados por la trayectoria de este político tan singular. Para toda América Latina, el gobierno de Lula, y ahora de su sucesora, mantiene viva la esperanza de que aún es viable una política progresista responsable y eficaz en un mundo de globalizaciones despiadadas. Brasil se ha convertido en una potencia mundial sin darle la espalda a su pueblo, como en cambio si lo han hecho tantos gobiernos latinoamericanos enfundados en políticas neoliberales salvajes o su contraparte: los populistas mesiánicos.
La administración de Lula logró cuadrar la difícil ecuación de un gobierno de finanzas publicas sanas con estrategias redistributivas en beneficio de la población más necesitada. Él mostró que puede haber una izquierda moderna y madura de cara al mundo, capaz de maniobrar sin perder su visión humanista.
El 1 de enero de 2003, en el acto de toma de posesión, Lula anunció la política que tomaría para la lucha contra la pobreza. Durante los primeros meses de su Presidencia, se inicio el proyecto “Hambre Cero”, que en esta década seguirá abatiendo la pobreza extrema bajo el nombre Bolsa familia.
Con la creación del programa “Universidad para Todos” (el mayor programa de becas de estudio de la historia de la educación brasileña y latinoamericana) abrió las puertas universitarias a millares de jóvenes que en otros escenarios hispanoamericanos se han convertido en ninis carentes de opciones y oportunidades.
Sin duda, nuestro galardonado será reconocido por la historia como el primer Presidente del siglo XX que no solamente reconoció la existencia de la trata de personas desde una dimensión de derechos humanos y laborales; fue más allá y en 2003 lanzó el plan nacional para la erradicación del trabajo esclavo. Con ello, regaló al mundo el ejemplo de una política económica que no avala los trabajos degradantes con tal de disminuir sus cifras de desempleo. Aunque hay mucho camino por desandar en las políticas empresariales esclavistas, sin duda este precedente ha dado frutos.
Mientras George Bush y sus aliados estratégicos implementaban políticas de criminalización de la migración, Lula da Silva planteó -y demostró- que para erradicar la esclavitud y la pobreza, es indispensable mejorar la agricultura e incrementar el salario mínimo nacional (lo subió un 20%) y lo logró con la inmediata reducción de un 16% del gasto público.
Su gobierno bajó la taza de mortalidad infantil casi un 60% no con políticas asistencialistas, sino con una estrategia de salud y alimentación materna infantil.
El presidente da Silva entendió que dirigir un país no es concurso de popularidad, sino tarea de congruencia y persistencia; por eso a pesar de la oposición de miembros de la cúpula de su propio partido, logró la reforma de previsión social, aumentó la edad de jubilación de las y los funcionarios públicos y sentó las bases para un aparato de estado más productivo, más justo y mucho menos costoso.
Nuestro galardonado sentó las bases para nutrir de contenido social a un libre mercado que sabía que no puede desaparecer sin crear una catástrofe de pobreza. Al enfrentarse a Washington, logró lo inimaginable al derribar las barreras arancelarias de un mercado desigual que quería a Brasil como consumidor y no como socio.
Cuando creímos que era imposible desmontar las prácticas políticas rapaces que promueven la desigualdad, o debilitar a los monopolios, Lula nos recordó que es posible desarrollar una vía progresista con avances económicos y que se puede tejer la equidad con perspectiva de género. Durante sus 8 años de administración armonizó dos nociones que se ven como mutuamente incompatibles: responsabilidad en las finanzas públicas (control de la inflación, del déficit, austeridad real en el gobierno) en concordancia con una política redistributiva a favor de las y los desposeídos.
No es casualidad que haya terminado su mandato de ocho años con un 81% de aprobación (los nuestros terminan con esa cifra en desaprobación). El mismo Lula lo ha dicho, ocho años no bastan para una transformación de fondo, pero si fueron suficientes para lograr que una nación históricamente convulsionada como Brasil, sea ahora una de las actoras fundamentales en las decisiones económicas globales, considerada y mirada por la comunidad europea como una tierra con voz y esperanza y no como otra más de las complejas y débiles hijas de la colonización neoliberal.
Cuando recibió el nombramiento como presidente del Brasil, el señor da Silva dijo conmovido que por fin tenía un diploma, aludiendo a sus orígenes obreros que le impidieron en su juventud terminar sus estudios.
Por eso le entregamos el primer premio Amalia Solórzano a este hombre con la estatura de estadista, por su capacidad para enfrentar un reto sin olvidar las razones por las cuales éste le fue confiado. Desde la hermandad de un continente convencido de su fuerza para renacer, celebramos a Lula al lado de Cuauhtémoc Cárdenas; dos ejemplos de congruencia. El maestro José Saramago escribió: "Somos la memoria que tenemos y la responsabilidad que asumimos, sin memoria no existimos y sin responsabilidad quizá no merezcamos existir".
Muito obrigado por nós lembrar da importância da consistência, persistência e a possibilidade de mudar o mundo, obrigado, querido Lula.