Yeyé trabaja cuidando carros en calles de Puebla. Estudiantes y comerciantes lo describen como “un ángel” porque cuida a las personas, él ha tenido que enfrentar una serie de obstáculos a lo largo de su vida, entre ellos el de perder el sentido del oído por una golpiza que le dio su padre.
Puebla, 30 de diciembre (SinEmbargo).– Le dicen Yeyé de cariño, es el ángel sordomudo. No es un santo milagroso de alguna de las parroquias poblanas; es un ángel de carne y hueso: es terrenal. Toño, mejor conocido como Yeyé, es escandaloso, alegre, sonriente. Algunas veces asusta con sus sonidos guturales porque se apresura a comunicarse tratando de hacerse entender cuando se trata de alguna emergencia.
Va de un lado a otro: corre, sube, baja… Cruza mil veces la calle; toma sus cubetas, aparta lugares con botes, lava vehículos; pero, sobre todas las cosas, es honesto. Sin duda, es un ángel extraordinario: cuida de estudiantes, mujeres y niños que transitan por la calle que vigila de lunes a sábado.
Los ángeles en Puebla existen, pero son invisibles; hay ángeles en las calles de nuestra convulsionada ciudad, ángeles que aún guardan las avenidas, principalmente, en las calles más caóticas.
Es invierno, vacaciones y una parte de lo que mueve su corazón y su vida cotidiana se esfuma como los sonidos que no alcanza a escuchar y es que su trabajo es el de ser “viene- viene” en una de las calles más concurridas y que curiosamente contamina con estridente ruido de micros y pitazos, sonidos que el ángel de la 13 poniente no logra escuchar.
Yeyé es de mediana estatura, usa gorra para protegerse de los rayos del sol que carcomen su piel color profundo y doradas facciones de dulzura, pero que cuando le tocan a su equipo, el América, se transforma en un rostro de euforia y enojo. Tiene una cicatriz a la altura de su nariz, una cicatriz que fue ocasionada por defender los vehículos que cuida de los malhechores. No siempre logra salvar los vehículos de robos de autopartes: retrovisores o tapones; sin embargo, cada vehículo a su guardia lo defiende con la vida si se trata de un intento de robo.
Sus ojos se extienden para mirar con gran profundidad cuando externa urgencia en sus comunicados, para manifestar al mundo lo que sucede allá afuera, mientras los oficinistas, médicos de la clínica o maestros se encuentran laborando.
Los ojos de Yeyé son trasparentes, casi como la pureza del niño de nueve años al que se le apagó la voz y se le evaporaron los sonidos. Cuando era niño recibió una paliza que marcó su vida para siempre; su padre tomaba mucho: una noche llegó alcoholizado; de pronto, en un abrupto estado de ánimo, con furia, comenzó a golpear a la madre del pequeño Toño –Yeyé– que llevaba en su vientre una criatura. El diminuto cuerpo de Toño alcanzó a defender a su madre, pero sus pequeñas manos no lograron contener la salvaje fuerza de su padre, quién lo azotó a golpes, casi al borde de la muerte. Esa noche fue la última vez que Yeyé pronunció sus últimas palabras que agonizaron en dolor, fue la última noche que escuchó la voz de sus padres: la de su madre para suplicar piedad y ayuda y la de su padre que lo marcó para toda la vida con su ira. Esa fue la noche en que la violencia apagó la voz de Yeyé.
Su cuerpo, agonizante en dolor, lo obligó a buscar todas las pastillas y medicamentos que a la mano encontró para aliviar, no sólo el agudo dolor de los golpes, sino además, el de su alma. El abusivo padre, a golpes, lo obligó a beber de su licor, el organismo del pequeño ya había ingerido todos los medicamentos que encontró. De pronto, algo comenzó a fallar en su cerebro, de la nada su voz se apagó y dejó de escuchar. Por eso odia que los jóvenes de las escuelas fumen o tomen; a señas y ruidos los regaña, les manifiesta que no lo hagan. Toño está en todo y cuida que los muchachos no se metan en problemas; los defiende, los abraza con sus alas y sus ojos. Salvaguarda a las niñas de ser objeto de acoso o agredidas por los novios violentos. Las mujeres que transitan a pie por la calle también han sido protegidas de hombres que les faltan al respeto o las quieren asaltar.
Aunque Yeyé nunca ha recibido un reconocimiento por su dedicación y salvaguarda de los que caminan por esa calle, su derroche de amor a la vida lo hace un ángel y un defensor de derechos humanos de aquellos que circulan a pie o en vehículo por la zona. Es defensor de casi una manzana entera de estudiantes de dos turnos: niños de preescolar, primaria, dos secundarias y dos bachilleratos.
Muchos de los jóvenes, a los que ha defendido de asaltantes o vendedores de droga, desconocen la historia de Yeyé, sin embargo, lo respetan y también aprecian su trabajo y honestidad. No es tapadera de los estudiantes. Cuentan los maestros del enorme y antiguo recinto escolar que una tarde salió apurado del bachiller un profesor que había llegado de visita, de su bolsillo cayó un billete de 200 pesos, habían jóvenes en la salida de la escuela, los estudiantes, presurosos recogieron el billete, ya se habían puesto de acuerdo para repartirse la cantidad pero los ojos de Yeyé los sorprendieron, de inmediato corrió a rescatar el billete para guardarlo en una bolsita transparente de plástico.
Después de varias semanas nuevamente el maestro llegó a visitar la escuela, Yeyé se acercó a él, con exagerados ademanes y estridentes sonidos le explicó lo que había pasado y reveló las características de los jóvenes que pretendían quedarse con su dinero, entonces, Yeyé se metió la mano en uno de los bolsillos de su pantalón y abrió la pequeña bolsita de plástico transparente y le entregó su dinero.
Su valentía le ha llegado a costar casi la vida. Su amigo Moy trabaja en una de las secundarias de la calle, Yeyé lo aprecia pues no pierde oportunidad de apapacharlo con mimos y caras de fraternal cariño y amistad. Moy cuenta que en las vacaciones Yeyé busca otras calles donde trabajar, pero a cambio ha recibido golpizas de los delincuentes a los que les ha llegado a impedir el robo de vehículos. Relata que, en las vacaciones de Semana Santa, en el Calvario, tres sujetos rompieron el parabrisas de un carro último modelo, Yeyé persiguió a tres de ellos con piedras y apaleó a uno, los sujetos lograron escapar, pero al poco tiempo regresaron a golpearlo, como pudo se libró de ellos, lo dejaron herido, su condición física por jugar futbol le ayudó a defenderse de los tres. Cuando llegó el dueño del vehículo lo golpeó, llamó a la policía, que también lo golpeó y lo detuvieron. Aquel día fue un calvario para Yeyé.
Yeyé es un asiduo comprador y lector de los diarios, se informa, diariamente lee de tres a cuatro periódicos. Las personas que tienen establecimientos en la calle en algunas ocasiones le obsequian alimentos y también cuidan de él.
Yeyé conoció el amor, se casó, tiene una hija y lo poco que gana es para ella; vive en un pequeño cuartito, después de que se separó de su esposa.
Yeyé sigue de pie, nada lo doblega, el amor de su hija a la que ayuda a hacer la tarea cuando llega a casa después de la pesada jornada, es el tesoro más preciado al que Yeyé, en este Año Nuevo abrazará para olvidarse un poco de la caótica ciudad.