LECTURAS | Sobre los orígenes de “genocidio” y “crímenes contra la humanidad”, de Philippe Sands

30/12/2017 - 12:03 am

Calle Este-Oeste: Una conmovedora memoria familiar se entrecruza con la historia de las mentes legales judías que sembraron las semillas de las leyes de los derechos humanos en el juicio de Núremberg. Un libro importante y absorbente. Excepcional.

Ciudad de México, 30 de diciembre (SinEmbargo).-En las páginas de este libro excepcional se entretejen dos hilos: por un lado, el rescate de la historia del abuelo materno del autor a partir de un viaje de este para dar una conferencia en la ciudad de Lviv, que fue polaca y actualmente forma parte de Ucrania. Por el otro, la peripecia de dos abogados judíos y un acusado alemán en el juicio de Núremberg, cuyas vidas también confluyen en esa ciudad invadida por los nazis. Los dos judíos estudiaron allí y salvaron sus vidas porque emigraron a tiempo –uno a Inglaterra, el otro a Estados Unidos–, y el acusado –también brillante abogado y asesor jurídico de Hitler– fue gobernador durante la ocupación.

Y así, a partir de las sutiles conexiones entre estos cuatro personajes –el abuelo, los dos abogados judíos que participan en Núremberg, uno con el equipo de juristas británico y el otro con el americano, y el nazi, un hombre culto que acabó abrazando la barbarie–, emerge el pasado, la Shoá, la Historia con mayúsculas y las pequeñas historias íntimas. Y frente al horror surge la sed de justicia –la lucha de los dos abogados por introducir en el juicio el concepto de «crímenes contra la humanidad»– y la voluntad de entender lo sucedido, que lleva al autor a entrevistarse con el hijo del criminal nazi.

El resultado: un libro que demuestra que no todo estaba dicho sobre la Segunda Guerra Mundial y el genocidio; un libro que es al mismo tiempo un bellísimo texto literario con tintes detectivescos y de thriller judicial, un relato histórico sobresaliente sobre el Holocausto y los ideales de unos hombres que luchan por un mundo mejor y una meditación sobre la barbarie, la culpa y el deseo de justicia. Pocas veces está tan justificado aplicar a una obra el calificativo de imprescindible.

El triunfo de una indagación admirable. Foto: Especial

Fragmento de Calle Este-Oeste, de Philippe Sands, con autorización de Anagrama

LEON

1

Mis primeros recuerdos de Leon se remontan a la década de 1960, cuando él vivía en París con su esposa Rita, mi abuela. Vivían en un apartamento de dos habitaciones con una diminuta cocina en el tercer piso de un destartalado edificio del siglo XIX. La casa, situada hacia la mitad de la rue de Maubeuge, estaba dominada por el olor a humedad y el ruido de los trenes procedentes de la Gare du Nord.

Aquí estaban algunas de las cosas que yo podía recordar.

Había un cuarto de baño con azulejos de color rosa y negro. Leon pasaba mucho tiempo dentro, sentado allí solo, ocupando un pequeño espacio detrás de una cortina de plástico. Aquella era una zona prohibida tanto para mí como para mi hermano pequeño, más curioso que yo. A veces, cuando Leon y Rita salían de compras, nos colábamos en el espacio prohibido. Con el tiempo nos volvimos más ambiciosos, examinando los objetos que había en la mesa de madera que le servía de escritorio en aquel rincón del cuarto de baño, sobre la que yacían dispersos papeles indescifrables, en francés o en otras lenguas extranjeras (la caligrafía de Leon era distinta de todas las que yo había visto hasta entonces, con palabras de trazos largos y finos que se extendían por toda la página). El escritorio también estaba lleno de relojes, viejos y rotos, que alimentaban nuestra creencia de que el abuelo era contrabandista de relojes.

A veces llegaban visitantes ocasionales, viejas damas con nombres y rostros extraños. Destacaba entre ellas Madame Scheinmann, vestida de negro con una tira de piel marrón colgándole del hombro, una cara menuda empolvada de blanco y una mancha de lápiz de labios rojo. Hablaba en un susurro con un extraño acento, sobre todo del pasado. Yo no reconocía la lengua (más tarde supe que era polaco).

Otro recuerdo era la ausencia de fotografías. Solo recordaba una, una foto en blanco y negro que se alzaba orgullosa en un marco de cristal biselado sobre una chimenea que no se utilizaba nunca: Leon y Rita el día de su boda en 1937. Rita no sonreía en la fotografía, ni tampoco más tarde cuando la conocí, algo que advertí pronto y no olvidé nunca. No parecía haber libros de recortes ni álbumes, ni fotos de padres o hermanos (me dijeron que hacía tiempo que ya no estaban), ni recuerdos de familia a la vista de todos. Había un televisor en blanco y negro, y ejemplares sueltos de Paris Match, que a Rita le gustaba leer, pero no música.

El pasado pesaba sobre Leon y Rita, un tiempo anterior a París, del que no se hablaba en mi presencia o en una lengua que yo entendiera. Hoy, más de cuarenta años después, me doy cuenta, no sin cierta vergüenza, de que nunca les pregunté a Leon o Rita por su infancia. Si existió la curiosidad, no se le permitió expresarse.

En el apartamento dominaba el silencio. Leon era más accesible que Rita, que daba la impresión de ser una persona distante. Pasaba el rato en la cocina, a menudo preparando mi plato favorito, escalope de ternera con guarnición y puré de patatas. A Leon le gustaba rebañar el plato con un trozo de pan y lo dejaba tan limpio que no hacía falta fregarlo.

Reinaba un sentimiento de orden y dignidad, y de orgullo.

Un amigo de la familia que conocía a Leon desde la década de 1950 recordaba a mi abuelo como un hombre comedido. “Siempre de traje, magníficamente arreglado, discreto, nunca quería imponerse.”

Leon me alentó en el camino del derecho. En 1983, cuando terminé la universidad, me regaló un diccionario jurídico inglés-francés. “Para tu incorporación a una vida profesional”, garabateó en la guarda. Un año después me envió una carta con un recorte de Le Figaro, un anuncio en el que buscaban un abogado con conocimientos de derecho internacional y que hablara inglés para trabajar en París. “Mon fils”, decía, ¿qué te parece? “Hijo mío.” Así es como me llamaba.

Solo ahora, muchos años después, he llegado a entender la oscuridad de los acontecimientos que vivió Leon antes de aquella época, para resurgir con la dignidad intacta, con calidez y una sonrisa. Era un hombre generoso y apasionado, con un carácter ardiente que a veces estallaba de manera tan inesperada como brutal, un socialista de toda la vida que admiraba al primer ministro francés Léon Blum y al que le gustaba el fútbol, un judío practicante para quien la religión era un asunto privado que no debía imponerse a otros. No le interesaba el mundo material ni quería ser una carga para nadie. Le importaban tres cosas: la familia, la comida y el hogar.

Aunque yo tenía muchos recuerdos felices, el hogar de Leon y Rita nunca me pareció un sitio alegre. Incluso de pequeño podía sentir una tensión que rondaba las habitaciones, el peso del desasosiego y el silencio. Iba a verles una vez al año, y todavía recuerdo la falta de risas. Se hablaba en francés, pero si el asunto era privado mis abuelos volvían al alemán, la lengua de la ocultación y de la historia. Leon no parecía tener trabajo, o al menos no de la clase que requería salir de casa por la mañana temprano. Rita no trabajaba. Mantenía las cosas ordenadas, de modo que el borde de la alfombra de la sala de estar estaba siempre recto. Era un misterio cómo pagaban las facturas. “Creíamos que durante la guerra hacía contrabando de relojes”, me dijo un primo de mi madre.

¿Qué más sabía yo?

Que Leon nació en un remoto lugar llamado Lemberg y se trasladó a Viena de niño. Aquel era un período del que no hablaba, al menos no conmigo. “C’est compliqué, c’est le passé, pas important.” Eso era todo lo que decía: es complicado, es el pasado, no es importante. Mejor no hurgar, lo entendía, era un instinto protector. En torno a sus padres, su hermano y sus dos hermanas reinaba un completo e impenetrable silencio.

¿Qué más? Se casó con Rita en 1937, en Viena. Su hija, Ruth, mi madre, nació al cabo de un año, unas semanas después de que los alemanes llegaran a Viena para anexionarse Austria e imponer el Anschluss. En 1939 se trasladó a París. Después de la guerra, él y Rita tuvieron un segundo hijo, un niño al que llamaron Jean-Pierre, un nombre francés.

Rita murió en 1986, cuando yo tenía veinticinco años.

Jean-Pierre murió cuatro años después, en un accidente de coche, junto con sus dos hijos, mis únicos primos.

Leon vino a mi boda en Nueva York, en 1993, y murió al cabo de cuatro años, a los noventa y cuatro años de edad. Se llevó Lemberg a la tumba, junto con una bufanda que le había dado su madre en enero de 1939. Fue un regalo de despedida de Viena, me dijo mi madre mientras le dábamos el último adiós.

Eso era más o menos lo que yo sabía cuando recibí la invitación de Lviv.

2

Unas semanas antes del viaje a Lviv, me senté con mi madre en su luminosa sala de estar, en el norte de Londres, con dos viejos portafolios ante nosotros. Estaban abarrotados de fotografías y papeles de Leon, recortes de periódicos, telegramas, pasaportes, documentos de identidad, cartas, apuntes… Muchos estaban fechados en Viena, pero algunos documentos se remontaban más atrás, a los días de Lemberg. Examiné cada uno de ellos con atención, como nieto, pero también como abogado al que le gusta ensuciarse las manos con las evidencias. Leon debió de conservar determinados documentos por alguna razón. Aquellos recuerdos parecieron albergar información oculta, cifrada en lengua y en contexto.

Aparté un grupito de documentos de especial interés. Estaba la partida de nacimiento de Leon, que confirmaba que había nacido en Lemberg el 10 de mayo de 1904. El documento incluía también una dirección. Había información sobre la familia: que su padre (mi bisabuelo) era un tabernero llamado Pinkas, un nombre que podría traducirse por Felipe. La madre de Leon, mi bisabuela, tenía por nombre Amalie, aunque la llamaban Malke. Nació en 1870, en Żółkiew, a unos veinticinco kilómetros al norte de Lemberg. Su padre, Isaac Flaschner, era comerciante de grano.

Otros documentos fueron a parar también a la pila.

Un desgastado pasaporte polaco, viejo y descolorido, de color marrón claro, con un águila imperial en la cubierta. Emitido a nombre de Leon en junio de 1923 en Lwów, en él figuraba como residente en la ciudad. Me sorprendió, puesto que creía que era austriaco.

Otro pasaporte, este de color gris oscuro, de visión perturbadora. Emitido por el Deutsches Reich en Viena en diciembre de 1938, el documento llevaba otra águila en la cubierta, esta vez posada sobre una esvástica dorada. Era un Fremdenpass, un pase de viaje, emitido a nombre de Leon porque este había sido despojado de su identidad polaca y convertido en un apátrida (staatenlos), privado de la nacionalidad y de los derechos que esta comportaba. Entre los papeles de Leon había tres de aquellos pases: un segundo emitido a nombre de mi madre, en diciembre de 1938, cuando ella tenía seis meses de edad, y un tercero emitido para mi abuela Rita tres años después, en Viena, en el otoño de 1941.

Añadí más documentos al montón.

Un trocito de papel amarillo fino, doblado por la mitad. Una de sus caras estaba en blanco; la otra contenía un nombre y una dirección escritos a lápiz con trazo firme, en una caligrafía angulosa: “Miss E. M. Tilney, Norwich, Angleterre.”

Tres fotografías pequeñas, todas del mismo hombre, en una pose formal, con el pelo negro, cejas pobladas y un aire ligeramente malicioso. Lleva un traje de raya diplomática y muestra debilidad por las pajaritas y los pañuelos. Al dorso de cada una de ellas hay tres fechas distintas que parecen haber sido escritas por la misma mano: 1949, 1951 y 1954. No hay ningún nombre.

Mi madre me dijo que no sabía quién era la señorita Tilney ni conocía la identidad del hombre de la pajarita.

Añadí una cuarta fotografía a la pila, más grande, pero también en blanco y negro. Esta mostraba a un grupo de hombres, algunos de ellos con uniforme, caminando en procesión entre árboles y grandes flores blancas. Algunos de ellos miran hacia la cámara; otros tienen un aire más furtivo, y hay uno al que reconocí de inmediato, el hombre alto que aparece justo en el centro de la foto, un líder vestido con un uniforme militar que imagino que era verde, y un cinturón negro fuertemente ceñido a la cintura. Conozco a ese hombre, y también al que aparece tras él, el rostro borroso de mi abuelo Leon. Al dorso de la fotografía, Leon escribió: “De Gaulle, 1944.”

Me llevé aquellos documentos a casa. La señorita Tilney y su dirección cuelgan en la pared encima de mi escritorio, junto a la fotografía de 1949, la del hombre de la pajarita. A De Gaulle le concedí la distinción de un marco.

3

Viajé de Londres a Lviv a finales de octubre, aprovechando un hueco en mi calendario de trabajo después de una vista en La Haya, una demanda presentada por Georgia contra Rusia, a la que acusaba de discriminación racial de un grupo. Georgia, mi cliente, alegaba que los georgianos étnicos en Abjasia y Osetia del Sur estaban siendo maltratados en clara violación de una convención internacional. Pasé gran parte del primer vuelo, de Londres a Viena, repasando las alegaciones de otra demanda, esta presentada por Croacia contra Serbia, sobre el significado de “genocidio”. El alegato tenía que ver con las matanzas que se habían producido en Vukovar en 1991, que se tradujeron en una de las mayores fosas comunes de Europa desde 1945.

Viajaba en compañía de mi madre (escéptica y ansiosa), de mi tía viuda Annie (tranquila), que había estado casada con el hermano de mi madre, y de mi hijo de quince años (curioso). En Viena embarcamos en otro avión más pequeño para realizar un viaje de seiscientos cincuenta kilómetros hacia el este, cruzando la línea invisible que antaño marcó el Telón de Acero. Al norte de Budapest, el avión descendió sobre la ciudad balneario ucraniana de Truskavets, a través de un cielo despejado que nos permitió ver los Montes Cárpatos y, a lo lejos, Rumania. El paisaje en torno a Lviv –las “tierras sangrientas” descritas por un historiador en su libro sobre los terrores infligidos a la región por Stalin y Hitler– era llano, arbolado y agrícola, campos dispersos salpicados de aldeas y granjas pequeñas, de viviendas humanas de color rojo, marrón y blanco. Posiblemente pasábamos justo por encima de la pequeña ciudad de Zhovkva cuando Lviv apareció ante nuestros ojos: la distante extensión de una antigua metrópolis soviética, y luego el centro de la ciudad, las agujas y cúpulas que sobresalían “de la ondulante vegetación, una tras otra”, las torres de lugares que yo llegaría a conocer, “de San Jorge, Santa Isabel, el ayuntamiento, la catedral, el Korniakt y los Bernardinos”, tan caros al corazón de Wittlin. Veía sin conocerlas las cúpulas de la iglesia de los dominicos, el Teatro Municipal, el Montículo de la Unión de Lublin y la pelada y arenosa Colina Piaskowa, que durante la ocupación alemana “se empapó de la sangre de miles de mártires”. Con el tiempo me familiarizaría con todos aquellos lugares.

El avión se desplazó por la pista hasta detenerse delante de un edificio bajo; un edificio que no habría estado fuera de lugar en un libro de Tintín, como si hubiéramos retrocedido a 1923, cuando el aeropuerto llevaba el evocador nombre de Sknyliv. Había una simetría familiar: la estación de ferrocarril imperial de la ciudad se inauguró en 1904, el año del nacimiento de Leon; la antigua terminal de Sknyliv lo hizo en 1923, el año de su marcha; y la nueva terminal se construyó en 2010, el año en que regresaron sus descendientes.

La antigua terminal no había cambiado mucho en el siglo transcurrido, con su vestíbulo revestido de mármol y grandes puertas de madera, y los guardias inexpertos y agresivos vestidos de verde, al estilo del Mago de Oz, gritando órdenes sin autoridad. Los pasajeros hicimos una larga cola que desfilaba lentamente hacia un grupo de cubículos de madera ocupados por adustos funcionarios de inmigración, cada uno de ellos bajo una gigantesca gorra verde que no era de su talla.

“¿Por qué aquí?”, me preguntó el funcionario.

“Conferencia”, respondí.

Me miró fijamente sin comprender. Luego repitió la palabra, no una, sino tres veces. “¿Conferencia? ¿Conferencia? ¿Conferencia?”

“Universidad, universidad, universidad”, respondí yo.

Eso me valió una sonrisita, un sello y el derecho a entrar. Luego deambulamos por la aduana, entre hombres de cabello negro con relucientes abrigos de piel negros que fumaban.

En un taxi, nos dirigimos al casco viejo, pasando junto a ruinosos edificios del siglo XIX construidos al estilo de Viena y la gran catedral católica ucraniana de San Jorge, dejamos atrás el viejo Parlamento de Galitzia, y enfilamos la calle principal, cuyos dos extremos cierran respectivamente la ópera y un impresionante monumento al poeta Adam Mickiewicz. Nuestro hotel se hallaba cerca del centro medieval, en la calle Teatralna, llamada Rutowskiego por los polacos y Lange Gasse por los alemanes. Para poder seguir los nombres y mantener el rumbo histórico, me acostumbré a deambular provisto de tres mapas: uno ucraniano moderno (2010), otro polaco antiguo (1930) y otro austriaco también antiguo (1911).

Nuestra primera tarde buscamos la casa de Leon. Yo tenía una dirección de su partida de nacimiento, una traducción inglesa realizada en 1938 por un tal Bolesław Czuruk de Lwów. El profesor Czuruk, como muchos otros en aquella ciudad, tuvo una vida complicada: antes de la Segunda Guerra Mundial enseñaba literatura eslava en la universidad; luego trabajó como traductor para la República Polaca, ayudando a cientos de judíos de Lwów a obtener papeles falsos durante la ocupación alemana. Por tales esfuerzos, los soviéticos le recompensaron con un período de encarcelamiento después de la guerra. En su traducción, el profesor Czuruk me decía que Leon había nacido en el número 12 de la calle Szeptyckich, y que lo trajo al mundo la comadrona Mathilde Agid.

Hoy, la calle Szeptyckich se conoce como calle Sheptyts’kykh, y está cerca de la catedral de San Jorge. Para llegar hasta allí a pie, rodeamos la plaza Rynok, admiramos las casas de los comerciantes del siglo XV, pasamos por el ayuntamiento y la iglesia de los jesuitas (que durante la era soviética se cerró y se utilizó como archivo y almacén de libros), y llegamos a la anodina plaza situada frente a San Jorge, donde el gobernador nazi de Galitzia, el doctor Otto von Wächter, reclutaba a los miembros de la “División de Galitzia de las Waffen-SS”.

Desde esta plaza había solo un corto paseo hasta la calle Sheptyts’kykh, así llamada en honor de Andrey Sheptytsky, el célebre arzobispo metropolitano de la Iglesia grecocatólica ucraniana que en noviembre de 1942 publicó una carta pastoral titulada “No matarás”. El número 12 era un edificio de dos plantas de finales del siglo XIX con cinco grandes ventanas en la primera de ellas, y situado junto a otro edificio que exhibía una gran Estrella de David pintada con spray en una pared.

En los archivos municipales obtuve una copia de los planos y los permisos de construcción iniciales.6 Descubrí que el edificio se construyó en 1878, que estaba dividido en seis pisos, que había cuatro lavabos comunes, y que en la planta baja había una taberna (quizá la misma que regentara el padre de Leon, Pinkas Buchholz, aunque en una guía municipal de 1913 este figuraba como propietario de un restaurante situado varias casas más allá, concretamente en el número 18).

Entramos en el edificio. En la primera planta, un anciano respondió al llamar a su puerta, Yevgen Tymchyshn, que –según nos dijo– había nacido allí en 1943, durante el gobierno alemán. Los judíos se habían ido –añadió–; el apartamento estaba vacío. Tras hacernos pasar, su simpática pero tímida esposa nos mostró con orgullo la amplia y única habitación que constituía el hogar de la pareja. Tomamos té negro, admiramos los cuadros de la pared y hablamos de los retos de la Ucrania moderna. Detrás de la diminuta cocina, al fondo de la casa, había un pequeño balcón, donde Yevgen y yo permanecimos un rato. Él llevaba un viejo gorro militar. Yevgen y yo sonreíamos, el sol brillaba, y la catedral de San Jorge se elevaba tal como lo hacía en mayo de 1904.

4

Leon nació en esta casa, pero sus raíces familiares llevaban a la cercana Zhovkva, conocida como Żółkiew cuando su madre, Malke, nació allí en 1870. Nuestro guía, Alex Dunai, nos condujo a través de un paisaje rural neblinoso y tranquilo de bajas colinas marrones y bosques dispersos, y pueblos y aldeas célebres desde hace tiempo por sus quesos, sus salchichas o su pan. Leon debía de tomar aquel mismo camino un siglo antes para ir a ver a su familia, viajando a caballo y en carro, o tal vez en tren desde la nueva estación. Localicé una vieja guía de horarios de trenes europeos que incluía la línea de Lemberg a Żółkiew; esta pasaba por un lugar llamado Bełzec, que más tarde sería el emplazamiento del primer campo de exterminio permanente que utilizó el gas como instrumento de matanzas masivas.

Encontré solo una única fotografía de familia de aquel período de la infancia de Leon, un retrato de estudio con el fondo pintado. Leon, que por entonces debía de tener unos nueve años, aparece sentado delante de su hermano y sus dos hermanas, entre sus padres.

Todos tienen un aspecto serio, sobre todo Pinkas el tabernero, con su barba negra y el atuendo tradicional de un judío devoto, mirando a la cámara con aire burlón. Malke parece tensa y formal; una dama de busto generoso y bien peinada con un vestido con adornos de encaje y un collar larguísimo. Tiene un libro abierto en el regazo, como un saludo al mundo de las ideas. Emil, el mayor de los hermanos, nacido en 1893, lleva cuello y uniforme militar; está a punto de marchar a la guerra para morir allí, aunque él aún no lo sabe. A su lado está Gusta, cuatro años más joven, elegante y unos centímetros más alta que su hermano. Delante de este se halla Laura, la hermana pequeña, nacida en 1899, que se agarra al brazo de la silla. Mi abuelo Leon aparece delante, un niño pequeño con traje de marinero, los ojos abiertos como platos y orejas de soplillo. Solo él sonreía al dispararse el obturador, como si no supiera lo que hacían los demás.

En un archivo de Varsovia encontré las partidas de nacimiento de los cuatro hijos. Todos habían nacido en la misma casa de Lemberg, y a todos los había traído al mundo la comadrona Mathilde Agid. La partida de nacimiento de Emil estaba firmada por Pinkas, que declaraba que el padre había nacido en 1862 en Cieszanów, una pequeña ciudad al noroeste de Lemberg. El archivo de Varsovia reveló también un certificado de matrimonio de Pinkas y Malke, una ceremonia civil realizada en Lemberg en 1900. Solo Leon nació dentro de aquel matrimonio civil.

El material de archivo apuntaba a Żółkiew como eje de la familia. Malke y sus padres nacieron allí, siendo ella la mayor de cinco hermanos y la única niña. Así supe de la existencia de los cuatro tíos de Leon –Josel (nacido en 1872), Leibus (1875), Nathan (1877) y Ahron (1879)–, todos ellos casados y con hijos, lo que significaba que Leon tenía una extensa familia en Żółkiew. El tío de Malke, Meijer, también había tenido muchos hijos, proporcionando a Leon una multitud de primos segundos y terceros. Haciendo un cálculo moderado, la familia de Leon en Żółkiew, los Flaschner, superaba con creces los setenta individuos, lo que representaba el 1% de la población de la ciudad. Leon nunca me mencionó a ninguna de aquellas personas en todos los años en que convivimos. Siempre daba la impresión de ser un hombre que estaba solo.

Żółkiew floreció bajo los Habsburgo, convirtiéndose en un centro del comercio, la cultura y el saber, y todavía era importante en la época de Malke. Fundada cinco siglos antes por un célebre líder militar polaco, la ciudad estuvo dominada por un castillo del siglo XVI con un magnífico jardín italiano; ambos se mantenían en pie, aunque en mal estado. Los numerosos lugares de culto de la ciudad reflejaban la diversidad de su población: el templo de los dominicos y el católico romano, una iglesia griega ucraniana y, justo en el centro, una sinagoga del siglo XVII, el último recordatorio de la prominencia que antaño tuvo Żółkiew en Polonia como el único lugar donde se imprimían libros judíos. En 1674, el gran castillo se convirtió en la residencia real de Juan III Sobieski, el rey polaco que derrotó a los turcos en la batalla de Kahlenberg, en 1683, poniendo fin a tres siglos de conflicto entre los otomanos y el Sacro Imperio Romano de los Habsburgo.

Żółkiew tenía una población de unos seis mil habitantes cuando Leon iba a ver a la familia de su madre, compuesta por una mezcla de polacos, judíos y ucranianos. Alex Dunai me dio una copia de un exquisito mapa de la ciudad dibujado a mano Żółkiew, Lembergerstrasse, 1890 en 1854. La paleta de verdes, cremas y rojos, los nombres y números grabados en negro, evocaban un cuadro de Egon Schiele, La mujer del artista. El nivel de detalle era asombroso: cada jardín y árbol señalado, cada edificio numerado, desde el castillo real en el centro (número 1) hasta el menor de los lugares en las afueras (número 810).

Joseph Roth describió la estructura de ese tipo de ciudad. Habitualmente en aquella época se alzaba “en medio de una gran llanura, no limitada por ninguna colina, bosque o río”; empezaba con solo algunas “pequeñas chozas”; luego unas cuantas casas, generalmente ordenadas en torno a dos calles principales, una de las cuales discurría “de norte a sur; la otra, de este a oeste”. En la intersección entre ambas calles se alzaba un mercado, e, invariablemente, había una estación de tren “al final de la calle Norte-sur”.10 Esto describía perfectamente Żółkiew. Gracias a un registro catastral elaborado en 1879, descubrí que la familia de Malke vivía en la casa número 40 de la parcela 762 de Żółkiew, una construcción de madera en la que muy probablemente había nacido. Se hallaba en el límite occidental de la ciudad, en la calle Este-Oeste.

En la época de Leon la calle se llamaba Lembergerstrasse. Nosotros la enfilamos por el este, pasando junto a una gran iglesia de madera, rotulada como Heilige Dreyfaltigkeit en el mapa elaborado con tanto esmero en 1854. Tras el convento de los dominicos, a nuestra derecha, entramos en la Ringplatz, la plaza mayor. Ante nuestros ojos apareció el castillo, cerca de la catedral de San Lorenzo, donde está enterrado Stanisław Żółkiewski y algunos Sobieski menores. Un poco más allá se alzaba el convento de los basilios, coronando lo que antaño debió de ser un glorioso espacio. En aquella fría mañana de otoño, la plaza y la ciudad parecían tristes y marchitas: lo que había sido una microcivilización se había convertido en un lugar lleno de baches y gallinas errabundas.

Philippe Sands, nacido en Londres, en 1960. Foto: Especial

Philippe Sands (Londres, 1960) es profesor de Derecho Internacional en el University College de Londres y abogado. Ha intervenido en importantes juicios internacionales celebrados en el Tribunal de Justicia de la Unión Europea y en la Corte Penal Internacional de La Haya, incluyendo los casos de Pinochet, la guerra de Yugoslavia, el genocidio de Ruanda, la invasión de Irak y Guantánamo. Es autor de los ensayos Lawless Word, sobre la ilegalidad de la guerra de Irak, y Torture Team, sobre el uso de la tortura por parte de la administración Bush. Es colaborador habitual de publicaciones como Financial TimesThe GuardianThe New York Review of Books Vanity Fair, y comentarista de la CNN, la MSNBC y el BBC World Service.

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