La violencia, las fisuras del “yo", la adicción y lo sagrado son mis obsesiones: Julián Herbert

30/11/2019 - 12:03 am

Para Herbert es más importante escribir con el impulso de un novel que con el de un escritor consagrado. “De ahí viene la verdadera fuerza: si no puedes ser un principiante frente a la hoja en blanco, la experiencia estética se pierde”, asegura. Con ese impulso escribió su último libro Ahora imagino cosas (Random House, 2019), una recopilación de ocho crónicas, en las que convergen el viaje, la memoria y la pérdida, y en cuyas páginas confiesa que escribe por los “decretos del azar y la obsesión”.

Ciudad de México, 30 de noviembre (SinEmbargo).- Julián Herbert dejó de teclear. La frase, que en su mente surgió diáfana, concisa, se desvaneció en la pantalla de la computadora. Julián se reclinó en la silla, de esas que venden como el último hito de la ergonomía. Entonces, ante ese bloqueo, se le ocurrió cambiar de asiento: tomó una silla cromada, de respaldo duro, y las palabras fluyeron como agua de un grifo. Tuvo una revelación: ese asiento reclinable, cómodo, no era una silla, sino un trono. Y era urgente, vital, bajarse de él.

“Eso ha sido lo más difícil: mandar a la chingada el trono. La experiencia de ser escritor es algo que sucede todos los días”, dice sentado en un silla incómoda, en la cafetería de la Librería Rosario Castellanos del Fondo de Cultura Económica (FCE), en la Ciudad de México, mientras le da un sorbo a su café.

Para Herbert, ergo, es más importante escribir con el impulso de un novel que con el de un escritor consagrado. “De ahí viene la verdadera fuerza: si no puedes ser un principiante frente a la hoja en blanco, entonces la experiencia estética se pierde”.

Con ese impulso escribió su más reciente libro Ahora imagino cosas (Random House, 2019), una recopilación de ocho crónicas, en las que se entrecruzan el viaje, la memoria y la pérdida, en cuyas páginas confiesa que escribe por los “decretos del azar y la obsesión”.

Y esos decretos lo llevan por distintos derroteros: un paseo por Acapulco, con su “marchita eternidad”, es el pretexto para regresar a la infancia y devolverle al puerto un retrato sobre la vida cotidiana más allá del efectismo de la violencia; un hotel de Shanghái, en el que toca un grupo de jazz chino, es el lugar en el que se reencuentran dos hermanos que crecieron en un barrio pobre; la gira que emprendió en el desierto un rockstar malogrado, Herbert mismo, narrada a la manera de un road trip, condensa un clímax inigualable: una gigantesca Coca-Cola inflable se vacía sobre un baterista, quien no deja de tocar: «Fue como si el ícono más negro de Occidente se derritiera con amarga lentitud sobre nuestra música. Y así acabó la gira»; y un feminicidio, ocurrido a 7 mil 353 kilómetros de distancia, en Chile, obsesiona tanto a Herbert que lo obliga a preguntarse «¿Por qué tuviste que ir tan lejos para por fin hacerte cargo de una desgracia como ésta, hypocrite auteur, habiendo tanta agua tan cerca de casa?», para después concluir que algunas historias «te toman por las tripas y ya».

Los textos incluidos en Ahora imagino cosas están atravesados (como toda la literatura de Herbert, mezcla de “recuerdos, investigación y ornamentación ficcional”, como lo calificó The New York Times) por la experiencia íntima.

«Hace poco me interné en una clínica prepsiquiátrica para el tratamiento de las adicciones», confiesa en el libro. Ahora imagino cosas es el testimonio, también, de un escritor sobrio, rehabilitado, que regresa del infierno, para emprender una serie de viajes que son, al mismo tiempo, recorridos hacia los límites de la memoria. Puntos y Comas platicó con él sobre la crónica como género vital, el viaje, el proceso de rehabilitación y sus obsesiones como autor.

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—¿Te consideras un autor de autoficción?

—Hasta que se publicó Canción de tumba escuché, por primera vez, el término autoficción. Tengo una formación académica, en la retórica más tradicional. Estudié en una universidad en la que enseñaban latín. Así que no sé si mis libros sean autoficción, lo que sí sé es que me valgo de aspectos autobiográficos, que conforman una especie de dispositivo narrativo, que uso como marco. El narrador de los libros no es el mismo, aunque se llame como yo. Canción de tumba está escrita con una técnica distinta a La casa del dolor ajeno. El narrador de Canción de tumba tiende más a lo aforístico. Y en Ahora imagino cosas la voz autobiográfica es un frame. Lo que me interesaba era explorar la idea de ir y volver entre el espacio privado y el espacio público, pues justo en esta época se ha roto la distancia entre ambos.

Foto: Nadia Virgilio, SinEmbargo

—Para ciertos autores, la crónica, a diferencia de la novela, es un género menor. ¿Tú qué opinas?

—No creo en géneros menores. Uno puede escribir grandes anuncios publicitarios. El problema son los usos que le damos al texto. En todo caso, quizá hay una idea de la gran novela mexicana. A mí no me interesa eso. No es una experiencia estética que esté persiguiendo.

—Si “la poesía es una fruta incómoda”, como escribes en tu texto “Ñoquis con entraña”, ¿qué es la crónica?

—Si la poesía es una fruta incómoda, la crónica es una fruta disfrazada, pues aparenta banalidad, o que caduca pronto, aunque también en ella, como en las crónicas sobre pintura de Baudelaire, también conocida como su prosa de ocasión, puedes encontrar las frases más hermosas del autor.

—¿Qué opinión te merece el retrato de Acapulco y la Laguna que escriben, otros cronistas, desde la óptica de la violencia?

—Se nos olvida, frecuentemente, que en esas ciudades viven personas. A mí me importaba mucho retratar la vida cotidiana. Parecería que, cuando entras en los territorios simbólicos de la violencia, se suspende la realidad. Y la verdad es que uno aprende a vivir con eso. México es un país extremamente violento, pero aprendemos a vivir aquí. Lo que me interesaba decir es: hay algo más, todavía vivo, latente, simbólico, en Acapulco. Y no, el puerto no es una metonimia de la violencia.

Foto: Nadia Virgilio, SinEmbargo
Foto: Nadia Virgilio, SinEmbargo

—¿Cómo fue regresar a los paisajes de tu infancia?

—Creo que todo el libro tiene una condición de regreso. Eso es algo que no estaba planeado, que vi después, cuando el libro estaba terminado. Regresar a Acapulco, a Mazatlán, a Chile. Mi viaje a Shanghái fue un regreso a la infancia. Mi hermano vive en Japón y nos reencontramos ahí. Fue extraño porque era una escena de dos güeyes, del norte de México, de barrio pobre, encontrándose en una ciudad lejana, escuchando jazz chino. Era raro. Y bueno, estas formas de regreso tienen una carga sentimental, pero para mí hay una cosa enigmática que ni siquiera sé cómo traducir. Hay una tensión con la afabilidad arcaica.

Por ejemplo, la crónica de Chile, es una historia que me obsesionó mucho, que hizo que me la pasara mal durante semanas. Una de las cosas que más me pesaba era que viviendo en un país en el que ocurren muchos feminicidios, tuve que irme al otro extremo del planeta para ver esa realidad nacional. “¿Por qué eres tan desconsiderado con la realidad cotidiana?”, me reproché. Y encontré una respuesta parcial en el hecho de que el caso chileno, que investigué, se resolvió en 4 meses. Nadie puede decir que un caso de feminicidio en México se resuelve en ese lapso de tiempo. Entonces el problema de la impunidad también es un problema narrativo, porque no puedes contar una historia porque no tienen cierre. Y en este pinche país nada tiene cierre, ni la violencia del narco, ni la violencia política, ni la impunidad. Miguel Alemán sigue siendo un santo y destrozó a este país. La idea del regreso es una fantasía y una obsesión porque vivo en un país en el que las cosas no cierran.

—Escribes por los decretos de la azar y la obsesión, ¿cuáles son los temas que te interesa explorar?

—Me imagino que los libros lo dicen mejor que yo, pero -sin duda- uno de esos temas sería la violencia. Y el otro sería las fisuras del yo. Si bien escribo literatura autobiográfica, no creo que se trate de un personaje con una unidad emocional, sino una disgregación de la personalidad. Para mí lo importante es conectar lo orgánico con lo literario. Y Ahora imagino cosas está atravesado por una experiencia personal: dejar el alcohol.

También una soterrada obsesión mía es la relación con lo sagrado. Eso le pasa a todos los escritores. Unos lo dicen; otros no. Cuando hablo de la relación con lo sagrado no sólo me refiero a la búsqueda de los sagrado, sino también al rechazo y a lo complejo que es, en estos tiempos, mantener una relación con lo sagrado. En la actualidad la humanidad desarrolló una relación tóxica con lo sagrado, y eso es algo muy difícil de purificar. Nos podemos separar de una pareja, pero no nos podemos divorciar nunca de lo sagrado.

Foto: Nadia Virgilio, SinEmbargo

—Tras tu rehabilitación, ¿regresaste con otra mirada?

—No puedo precisar eso. Creo que siempre regresas con otra mirada. De un texto a otro. De un libro a otro, pues de eso se trata, de cambiar. ¿Fue difícil? Sí, de algún modo. Yo era un bebedor profesional. Me levantaba con una botella al lado de la cama. Hacía todo bajo el influjo del alcohol. Y luego, lo que sucede, es que dudas de dónde viene el impulso. Ahora me levanto por las mañanas, corro 6 kilómetros, hago pesas y medito durante una hora. Y los días que no puedo hacer eso, me pregunto si podré funcionar. Pero ese es el ritmo normal de la vida. Y uno tiene que funcionar, más allá de las sustancias y los hábitos. Lo más difícil es volver a empezar todos los días.

—¿Cómo te alejaste, al escribir los textos y contar tu rehabilitación, de la autocompasión?

—Es una pregunta tramposa: si te respondo eso, estoy siendo autocompasivo en sí mismo. No sé qué decir. Independientemente de la literatura, sigo un programa vital. No puedo opinar sobre lo que significa la autocompasión para las personas. Para mí, la culpa y la autocompasión son manifestaciones negativas del narcisismo. Hablar de uno mismo en un libro es narcisista, pero es algo con lo que estoy dispuesto a lidiar. Como no tengo la habilidad extraordinaria, ni el talento, de un Franz Kafka, para trasladar a una metáfora tan concisa, densa y tan simple al mismo tiempo (un hombre que despierta convertido en un insecto), un sentimiento tan profundo, entonces recurro a lo que cognitivamente me produce una resonancia.

—¿Escribir el libro fue terapéutico?

—No creo que escribir el libro haya sido terapéutico. Creo que, más bien, hay procesos terapéuticos que se convierten en material útil, o no, de las expresiones artísticas. Lo terapéutico tiene un carácter clínico y lo estético tiene un carácter existencial. A mí me interesa más la experiencia estética.

—Escribes: “[…] para mí los ocho meses que llevo limpio han sido un bello paraíso hecho de mierda, la gente dice que debes ser valiente para soltarte y nadar a la otra orilla pero la gente no sabe nunca lo que dice, no es un relato de valor, sino de misterio, lo que hace uno es suicidarse por dentro minuto tras minuto, prenderse fuego hasta queda hecho cenizas […]”. En ese sentido, ¿cuánto dolor hay en el proceso de rehabilitación?

Foto: Nadia Virgilio, SinEmbargo

—Yo creo que tú tienes la respuesta. La experiencia del dolor es todo. Todo. No tiene que ver con la rehabilitación. Ese prenderse fuego todos los días lo hacemos todos, todo el tiempo, pero es muy difícil darse cuenta. Y cuando lo haces, es muy difícil tolerarlo. No sé cómo decirlo de otra manera. Podría usar una metáfora distinta a la del fuego, que es la del agua. La única manera en la que puedes refugiarte de la lluvia es caminando hacia un techo, pero tienes que hacerlo a través de la lluvia, pues no hay otra manera.

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