Los mitos no se narran para ser creídos ni demostrados, sólo están ahí —frente a nosotros— para ser contemplados, para otorgarnos la certeza de que su presencia tiene una importancia profunda, aunque somos incapaces de proyectar nuestra vida en la suya.
Por José Luis Trueba Lara
Ciudad de México, 30 de octubre (SinEmbargo).- En 1945, Diego Rivera llegó a Guanajuato. Casi tenía 60 años y, a pesar de que era una de las figuras centrales de la pintura mexicana y ya no tenía que orientar a la crítica con pistola en mano, aún le faltaba vivir algunos ataque a sus obras, justo como le ocurrió tres años más tarde, cuando un grupo de estudian-tes de ingeniería de la Universidad Nacional Autónoma de México destruyó a martillazos la frase “Dios no existe” del Sueño de una tarde dominical en la Alameda Central(véanse páginas 13 y 30).1Desde siempre, los escándalos lo habían acompañado y formaban parte de su presencia. Diego, sin alborotos ni “mentiras”, tal vez no existiría, su mito nunca se habría creado. Cuenta Marte R. Gómez que, durante aquella visita, sus acompañantes quisieron llevarlo a su casa natal. El tiempo no había pasado en vano y la numeración de la calle de Pocitos no era la misma. Sin embargo, Diego recordó con absoluta precisión los datos que permitirían localizar su antiguo hogar: la casa tenía tres pisos y en el último —como bien lo manda la escheriana arquitectura de Guanajuato— estaba la caballeriza. Aún más, él estaba convencido de que en el patio había una fuente adosada a la pared y que, sobre el surtidor, encontrarían una cabeza de perro labrada enpiedra.2Llegaron al lugar, entraron, y, como siempre, Diego tenía razón. Ésa era la casa donde había pasado sus primeros años. Nada sé de cierto sobre lo que ocurrió cuando Diego miró la fuente y el perro. Talvez, sólo tal vez, es posible que los tocara y, en ese preciso instante, tratara de recordar su infancia, sus días en Guanajuato; pero aquellos momentos no pudieron llegar a su memoria: las palabras los habían sepultado. La autobiografía incesantemente narra-da era mucho más poderosa que la verdad y la mentira, que las contradicciones y las paradojas. Su inquebrantable voluntad de prédica y su absoluta disposición a hacerse cargo del centro del escenario, o a crear escenarios que requerían del centro que sólo él podía ocupar,3lo llenaban todo: él era el mito, la narración incontrovertible, el discurso sobrenatural que creó un mundo para explicar sus creaciones y sus causas. Su vida real ya no existía. Diego —a pesar de lo que muchos dicen— nunca mintió, tampoco exageró los hechos que narró y, por supuesto, no fue presa de las contradicciones. Los mentirosos siempre están preocupados por la verdad, por eso tratan de ocultarla, mientras que los cínicos hacen todo lo posible por exacerbarla. Él sólo la desdeñaba o la ignoraba sin problemas: sus palabras nunca fueron falsas ni verdaderas, tampoco eran cínicas, únicamente las pronunciaba para crear un mundo y explicar el sentido de su obra y sus acciones. Él no era un mentiroso, pero tampoco decía la verdad. Diego—como los literatos y los políticos— era el creador de un universo donde todo, por extraño e inverosímil que parezca, es perfectamente coherente con los actos y las creaciones, aunque la realidad se empeñe en mostrar otras cosas. Desmentirlo no tiene sentido: su historia no es la historia de la verdad, sino la narración de un mito que debe ser creído sin objeciones. No es casual que Diego dedicara una buena parte de su vida a cultivarlo, a convertirse en un ser que estaba más allá de este mundo y que sólo existía en un espacio sobrenatural e imposible. Estamos ante un personaje que no anhela ser imitado ni transformado en ejemplo. Los mitos no se narran para ser creídos ni demostrados, sólo están ahí —frente a nosotros— para ser contemplados, para otorgarnos la certeza de que su presencia tiene una importancia profunda, aunque somos incapaces de proyectar nuestra vida en la suya.