Antonio María Calera-Grobet
30/09/2017 - 12:00 am
La comida que se mueve
Y en medio de la desgracia, habrá que denunciar uno de los ejemplos más viles de lo que han hecho los políticos al desmembrar nuestra sociedad, la misma realidad, anteponer sus mezquinos intereses por arriba de las necesidades de su gente, y en donde cabría preguntarnos si es que son estos infames “líderes” de nuestra misma especie.
En situaciones de desastre, de suspensión grave de la cotidianidad, en que se propina un tajo a la latencia natural en la vida de una sociedad, los ciudadanos se agrupan para cohesionarla, evitar su desmoronamiento. Como ocurre con otros cataclismos, con la guerra cualquiera que esta sea, los sismos que sacudieron distintos puntos del país en el pasado reciente hicieron nacer, de las cavernas olvidadas de un adormecido cuerpo social, cientos de miles de líneas de vida, de socorro y supervivencia para evitar el resquebrajamiento de lo que reconocemos como fundamental para el desarrollo de la existencia: los otros. Y en donde, para muchos, justificaciones y argumentaciones las habrá de sobra, acaso no se llevara esta lucha como un rescate romántico del concepto de patria o de nación, sino meramente del rescate de los iguales, los naturales, los mortales que, justo como ellos (identificables a ellos en sus señas de identidad y deseos), van por la vida en busca de un sentido para vivirla de la mejor manera. Los otros dentro del nosotros que fueron abruptamente arrojados a la calle, y que se hallan en situación de alerta, en estado de trauma por la búsqueda de sus seres queridos en peligro de muerte y, también de otros, desgraciadamente, fallecidos.
A lo largo de estos días, a todas horas, desde que abría el día y hasta altas horas de la noche más oscura, incluso bajo la lluvia, a la par de las pantallas anunciado las mentiras de los medios de comunicación más innobles y el silencio de los gobernantes (o su cinismo a gritos al ocupar a la televisión como catapulta de su imagen para el proselitismo más vulgar y vergonzante), miles de ciudadanos de todas las edades llevaron, entre herramientas y medicamentos, alimento a su pueblo.
Y esa comida hecha desde la urgencia y muchas veces desde la carencia (no sabremos cuántas veces fue quitada de una boca para alimentar a la otra), no tuvo nada que ver con la noción de alimento. O fue infinitamente más allá de ello. Se alimentó el concepto de humanidad, de la poesía subyacente en la fraternidad. Y más allá. El hecho de que este símbolo se haya servido caliente o frío, haya sido abundante o exiguo, sazonado o desabrido (y vaya que en un alarde de amor absoluto se cocinó en miles de oportunidades caliente y esmerado, por todo lo alto para el regocijo de los afectados, con cariño, alegría, como un mimo, un abrazo), constituye una circunstancia menor, accesoria en el gran caldo que se levantó detrás. El de la sociedad que, en algunos casos poniendo el ejemplo a los gobernantes, en otras sustituyéndolos en sus negligencias, otras agradeciendo no metieran las manos en ello, se vertebro de cara a la muerte para defenderse. No se trató, pues, de mero alimento para el cuerpo sino de una suerte de maná, permítaseme decirlo así, espiritual. De un alimento mágico y poderoso: el de la identidad. Ante la suerte suprema que es la vida, el gobierno quedó reconocido en su totalidad: quedó al fin estático, anonadado y cobarde, como el “Tancredo”: hierático, pesado, seco, sentado, y no de color blanco, sino de rojo, cómplice de asesinos, sospechoso en su silencio siniestro.
Vaya pues este pequeño homenaje de letras a los que compraron, elaboraron, empaquetaron, transportaron este alimento. Quedarán ahí las imágenes de lo que puede hacer un pueblo cuando se lo permite, cuando se quiere a sí mismo, y sobre todo, cuando los aparatos ideológicos, las instituciones fallidas, las artimañas de la corrupción lo dejan libre. A todos aquellos que llevaron un bocado al necesitado gracias. A los que dieron de comer a brigadistas, militares, policías, voluntarios de todo tipo en albergues, centros de acopio, hospitales, gente en situación de calle, gracias. Gracias por darnos de comer ese símbolo de paz. Nuestro gobierno no se merece a este pueblo.
Y en medio de la desgracia, habrá que denunciar uno de los ejemplos más viles de lo que han hecho los políticos al desmembrar nuestra sociedad, la misma realidad, anteponer sus mezquinos intereses por arriba de las necesidades de su gente, y en donde cabría preguntarnos si es que son estos infames “líderes” de nuestra misma especie.
El pasado martes 26 de septiembre, según informes de la Arquidiócesis de México, un grupo de voluntarios salieron de la Ciudad de México con rumbo a Juchitán, en Oaxaca. Estos jóvenes, que como cientos de miles en el territorio nacional realizó un acopio de víveres, alimentos, medicamentos para donar a los ciudadanos afectados por el sismo en Morelos, Oaxaca, Puebla, Guerrero, Ciudad de México, no llegaron a su destino. Fueron interceptados en carretera por un grupo de hombres armados. Primero los balearon. Luego les quitaron todo lo que llevaban. Lo propio y lo que iba para los otros: los ciudadanos de este país que más lo necesitan. Pero no felices con esto, a una joven la violaron. Repitámoslo: “no felices con esto, a una joven la violaron”. La violaron. .¿Faltaba aún más? A decir de los enfermos, los diablos sueltos y tolerados por el gobierno, sí. Dos de los jóvenes que llevaban los alimentos al pueblo se encuentran hospitalizados porque, como reporta el diario La Jornada, a uno le perforaron arterias y comenzó a desangrarse, y a otro lo golpearon brutalmente hasta casi matarlo.
No importa más saber si este acto de la más alta crueldad, fue perpetrado por el crimen organizado o el gobierno local o estatal coludido con este, si los infelices que cometieron esta aberración hayan sido policías o militares o meramente monstruos, ya que en muchas ocasiones referirse a uno u otro grupo es exactamente lo mismo. Importa percatarnos (y corrijo: importa que denunciemos, alertemos al mundo, a las organizaciones humanitarias del mundo, a los humanistas del mundo), el estado de putrefacción en que nos tienen sumidos, ahogados.
No basta aquí más la indignación. Irse con tiento o por las leyes que ya no son expeditas, que ya no son sinónimo de justicia. La sociedad se ha volcado a ayudarse a sí misma incluso desorganizadamente, desordenadamente por con el corazón en el gañote, hasta la sobreabundancia, sólo para que el “gobierno” que no gobierna (con sus funcionarios que no funcionan, los servidores que no sirven, los legisladores que no legislan y os abogados que no abogan), no haga nada. No haga absolutamente nada sobre el sillón de su demencia. Porque los “gobernantes” nuestros, el hazmerreír del mundo, de pena ajena, siempre en ridículo, no han ni siquiera dado la cara y además, ni siquiera han podido garantizar la seguridad de quien sí está haciendo el rescate de lo que somos. Nuestras carreteras, ¿hace cuánto no son nuestras? No nos roban, nos secuestran, nos matan en ellas? Y la ayuda así no llegó en este caso ni llegará así a quienes más lo necesitan.
En otras palabras, hagamos un resumen rápido de estos días: permiten se construya mal, lo toleran con sobornos, lo fomentan con toda impunidad, luego no ayudan en nada y hasta piden apoyo a la sociedad y, cuando pensamos nada podía hablar peor de los políticos que llevan el rumbo de este país, ni siquiera pueden cuidar, garantizar la vida de quienes hacen la patria de verdad. No tenemos que decir que hacemos “un fuerte llamado al gobierno”, una “petición atenta a las autoridades”, para cambiar. Nosotros no necesitamos cambiar. Ellos deben cambiar. O irse. Si no pueden gobernar que renuncien. Que se larguen. Gracias a los que llevaron pan a su gente. Dar de comer para preservar la vida es uno de los más altos valores, honores. A todos ellos, los que hicieron que la comida se moviera, que la comida fuera y viniera una y otra vez, gracias les dicen los vivos y los muertos desde el fondo de la cultura. Y muerte al mal gobierno.
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