Peniley Ramírez Fernández
30/07/2017 - 12:00 am
Nosotros los cabizbajos
Digo esta frase al menos diez veces al día. A veces sucede con una fuente con la que estoy tomando un café, con uno de mis hijos -mientras me cuenta algo que hizo en la escuela- con mi esposo, mi hermano, alguien de la oficina o un amigo que me relata emocionado sus avances con un nuevo amor.
– Dos segundos, enseguida estoy contigo.
Digo esta frase al menos diez veces al día. A veces sucede con una fuente con la que estoy tomando un café, con uno de mis hijos -mientras me cuenta algo que hizo en la escuela- con mi esposo, mi hermano, alguien de la oficina o un amigo que me relata emocionado sus avances con un nuevo amor.
Invariablemente tengo la cabeza baja, el cuello tenso, el ceño fruncido, los labios apretujados, los hombros arriba, los pómulos contraídos.
Con la urgencia de quien envía el telegrama que terminaría una guerra, utilizo mis “dos segundos” para que mis pulgares anden veloces de ida y vuelta, de arriba abajo, los interminables viajes por los 14 centímetros la pantalla de mi celular.
***
Cuando me enamoré, siete años atrás, yo tenía un teléfono sin Internet y él una Blackberry, a la que apodé “el apéndice”.
En aquel momento usaba Twitter para enterarme de la vida de René Pérez, entonces vocalista de Calle 13, de quien era y sigo siendo fanática. De vez en cuando posteaba en Facebook algún poema, la foto de un viaje o mis pequeñas opiniones sobre la sociedad o la política.
Desde entonces era obsesiva en mis relaciones personales, pero los mensajes sin contestar tenían una gama más amplia de explicaciones, que redundaban generalmente en que mi interlocutor no tenía suficiente crédito en su teléfono de prepago o se le había acabo el saldo de su plan.
Desde las lluvias de aquel septiembre las cosas han cambiado. Para mal.
Ya no se trata de un mensaje de vez en cuando. Ahora estoy en cuatro chats de madres y padres de las escuelas de mis hijos, otros cinco de periodistas, cinco más de mis grupos inmediatos de trabajo, tres de mis círculos familiares, otros tres de grupos de amigos y, más recientemente, en uno de mamás periodistas.
Por supuesto, a estas alturas imagino que más de un lector o lectora puede hacer la cuenta de sus propios grupos de chats en WhatsApp, Telegram, Signal, Facebook… y seguramente sus cifras serán igual de abrumadoras.
Hace poco, mientras tomábamos un café, un abogado me contó su propio drama.
-Estoy en varios proyectos de defensa de derechos humanos. En muchos somos las mismas personas, o casi las mismas, pero cada vez que hacemos un hashtag, hacemos un nuevo chat. Me pierdo entre tantos mensajes. No sé qué escribí en cada uno.
En muchos casos, los grupos de chats han devenido en proyectos definitorios.
Aquí pongo como ejemplo el Colectivo Solecito, que inició como un grupo de madres de desaparecidos en Veracruz, que rezaban juntas cada noche en WhatsApp por el regreso de sus familiares, y años más tarde encontraron, ya como organización civil, la fosa clandestina más grande de México.
También Twitter se ha convertido en un arma poderosa para ejercer periodismo riguroso en tiempo real que informa, pero también detalla, explica, contextualiza.
El mejor ejemplo reciente que conozco es el de Dori Toribio, una periodista y analista política española que está causando conmoción entre los interesados en la política estadounidense, con sus habilidades para escribir desde Washington hilos empapan con una impactante capacidad de síntesis sobre los telones y entretelones del affair Trump en la Casa Blanca.
Pero, ¿qué pasa con las consecuencias psicológicas, incluso físicas, por la inclinación del cuello, de este ir y venir por la vida con la cabeza baja, los dedos tensos y la mirada atenta a estos 14 centímetros?
***
En los últimos meses, me he dedicado a recopilar artículos –principalmente científicos, que no hay muchos, entrevistas con psicólogos y relatos personales- sobre este fenómeno que, asumo, comparte más de un lector y lectora de este artículo.
Unos le llaman nomofobia, otros tecnoadicción y algunos más (aquí hay una gran comunidad de psicólogos y psiquiatras) aún defienden que no existe una adicción al celular, como enfermedad en sí misma. Dicen que, en realidad, el ciber-abuso es el reflejo de otras carencias emocionales, que se disipan con la sensación de pertenecer a una comunidad, de ser “valorado y reconocido” ante un pequeño o gran público.
Mis explicaciones favoritas han estado en:
Medios digitales y estrés. El costo de cuidar 2.0, publicado en el Journal of Information, Communication and Society (http://www.tandfonline.com/doi/full/10.1080/1369118X.2016.1186714).
Hacia una teoría sobre la Distracción del Celular y las Relaciones Personales, del Instituto Nacional de Información Biotecnológica de Estados Unidos
(https://www.ncbi.nlm.nih.gov/pmc/articles/PMC4679448/).
Los principales postulados sobre el primer artículo radican en una cuestión muy simple: tenemos un acceso tan fácil y directo a corresponder a un saludo de cumpleaños, a una linda imagen de las vacaciones de alguien más, a compartir nuestra empatía ante una posición política, que vamos sumando a lo largo del día secciones enormes (como las de mis “dos segundos”) para apretar la amalgama plástica de nuestras pantallas y decir “esto está bien”, “coincido”, “me encanta, me divierte, me entristece, me enoja”.
Antes de ser adicta, no sabía tanto de los gatos de mi amigo Rafa, ni del proyecto de una excompañera de la escuela (con la que no recuerdo haber hablado más de cinco veces) para convertirse en piloto de Aeroméxico, o las bellas combinaciones de vestuario y maquillaje con las que mi amiga Andrea presenta el noticiero de Univision en Los Ángeles.
No sabía, por supuesto, y sigo sin saberlo, cuándo era la fecha de cumpleaños de la mayoría de mis conocidos. O incluso de quienes no conozco, pero han visto mis reportajes y me parece tan lindo escribirles un par de líneas para mostrar mi agradecimiento.
El asunto con este acceso fácil es que genera, como explica el segundo artículo, una serie escalonada de pequeñas distracciones, que se suman a lo largo del día, como el laberinto inagotable de Alicia.
Cuando la pantalla muestra una noticia de última hora en medio de una película en el cine, o una foto de un familiar que llega por WhatsApp en medio de una junta de trabajo, suma durante el día pequeños fragmentos de tiempo en los que, una y otra vez, uno debe volver a donde estaba, pero la mente queda anclada en la información que recién llegó.
¡Qué hermosa mi mami en ese vestido que estrenó!
¿Cómo? ¿Dijo eso Trump en Twitter?
¡Asaltaron a mi amiga de la secundaria cuando estaba en una estación del metro por la que pasé hace unos días!
La mente, que tiene aún muchos caminos por descubrir, va generando cotos de estrés, en cada uno de estos procesos simultáneos de pensar en lo que se está y en los destellos luminosos a un lado nuestro.
Y a pesar del tan mencionado multitask de las mujeres, los estudios reflejan que somos nosotras a quienes todo esto nos está causando más estrés.
***
Escribo este artículo sin tener ninguna fórmula mágica para lidiar con el asunto. Más bien para preguntar si a ustedes les pasa lo mismo y cómo lo manejan.
¿Cuánto tiempo de sus vidas, cuánto control sobre sus mentes, toma esta bella analogía de estar abierto al mundo, de conocer gente, posiciones y reflexiones que quizá no conoceríamos de ningún otro modo?
¿Cuánto significa en sus vidas sus “dos segundos”?
Lo que tengo claro es que me he convertido, ahora yo, en el apéndice del aparatejo gris que va conmigo a todas partes, que pasa más tiempo a mi lado que cualquiera de los grandes amores en mi vida y que me reclama, como una las delicadas orquídeas que colgaban de un árbol en el jardín de la casa donde crecí.
Lo que tengo claro es que salgo a la calle y veo una legión de cabizbajos, que caminan sin pensar en la muerte, porque el click que les separa de la nada tiene una urgencia mayor.
@penileyramírez / [email protected]
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