En la provincia de Buenos Aires, de los más de mil 700 barrios populares que el Estado tiene registrados, el 98 por ciento de las familias no tiene acceso a gas y siete de cada diez no tienen acceso formal a la luz. Pero el agua, en especial, en estos casos es la clave: el 83 por ciento no cuentan con conexión a este recurso básico para cumplir con las medidas de higiene.
Buenos Aires, 30 de mayo (ElDiario.Es).- Andrea cree que su marido se contagió de coronavirus en una fuente comunitaria. Como otras 60 familias más de la Villa Azul, ellos tampoco tienen agua dentro de la casa. Para comer, cocinar, lavarse las manos y bañarse deben salir a llenar baldes. Hace una semana se detectaron los primeros ocho contagiados allí donde los servicios esenciales son casi nulos. Ahora los casos superan los 200. El domingo de la semana pasada por la noche el perímetro de la villa fue cercado con vallas y policías. En los más de 70 días que lleva Argentina de cuarentena –ahora esta medida se ha prolongado hasta el próximo 7 de junio–, ningún otro barrio ha sido aislado de esta manera.
Dentro quedaron unas 3 mil personas con hambre y miedo. Días antes del cierre, un grupo de vecinos y vecinas había cortado la carretera pidiendo que el Ministerio de Salud fuera a hacer pruebas de COVID-19 al lugar. Lo que encontraron no sorprendió a sus habitantes, sospechaban que ya había muchos casos. Lo que no creían que fuera a pasar era que los encerraran en su propio barrio.
La familia de Andrea –ella, de 25 años, su marido de 27 y sus cinco hijos de uno, tres, cinco, siete y nueve años– ahora se alimentan de lo que les lleva el Estado y otros vecinos. “Si vos a mí me das un arroz, un fideo [espaguetis] y un puré, ¿qué hago yo con eso? Es algo ilógico lo que están haciendo”, se queja Andrea desde su casa, enojada. Su marido cumple el aislamiento en la habitación de al lado. Es uno de los casos positivos.
Andrea es la cuñada de Gabriela, que también vive en el barrio y ahora reparte casa por casa, como voluntaria, un poco de comida para cada familia, mientras intenta comunicarse con Soledad, su comadre. Soledad tiene 20 años, está embarazada, contagiada de COVID-19, a punto de tener su cuarto hijo. Cuando le dieron el resultado de la prueba fue a preguntar si podía cumplir el aislamiento en su casa. Le dijeron que no, y la llevaron al hospital sin ropa ni teléfono móvil. Su marido se enteró de que se la habían llevado cuando fue a preguntar al centro de salud dentro del barrio. A él, a pesar de ser un contacto estrecho, no le querían hacer el test. Por eso mintió: dijo que tenía fiebre y tos, y sus hijos también. Ahora esperan el resultado.
UN CENSO NACIONAL AUSENTE
No hay forma certera de saber qué cantidad de contagiados viven en villas o asentamientos de Argentina. Las administraciones de Ciudad de Buenos Aires y de la Provincia de Buenos Aires, donde se encuentra la mayor cantidad de casos a nivel nacional, han tomado decisiones distintas: la primera publica cada día los números con la referencia al barrio donde viven los contagiados, la segunda lo registra pero no informa a la prensa. Aunque el caso de Villa Azul ha sido imposible de ocultar.
“El 14 por ciento de los casos acumulados de la provincia de Buenos Aires están en las villas”, ha afirmado el Viceministro de Salud de la provincia. Ahora, en ese territorio, ya hay 5 mil 069 personas contagiadas. Esto indicaría, entonces, que al menos son alrededor de 700 los confirmados que viven en barrios vulnerables. En la Ciudad de Buenos Aires se han contabilizado alrededor de 3 mil 120. Entonces, de los contagiados en Argentina, unos 14 mil 700, los habitantes de las villas representan más del 26 por ciento del total.
Lo que sí existe es un indicador de la cantidad de barrios donde la gente vive en situación de pobreza. El Registro Nacional de Barrios Populares indica que más de 923 mil familias viven en la pobreza, sin acceso a servicios básicos como agua, gas, alcantarillado y electricidad. Más de la mitad –485 mil familias–, están en la provincia de Buenos Aires. Ahí se encuentra Villa Azul.
Y en Villa Azul los indicadores se repiten: el 72 por ciento de las casas están construidas con materiales no sólidos y casi la mitad de su población tienen un vertedero a una cuadra. En esas condiciones, según los expertos, la cuarentena se vuelve un lugar difícil de transitar.
“Lo primero que debe enseñarnos la pandemia es que vivimos en un país injusto, y que ahora nadie tiene excusa de decir ‘no me di cuenta’, porque todos lo hemos visto”, ha explicado el presidente Alberto Fernández. Ahí están las dos Argentinas, en un mismo barrio”, dijo en referencia a esta zona.
Ya para fines de marzo, cuando se anunció el confinamiento, Fernández había advertido que la consigna “Quedate en casa” se convertiría en “Quedate en tu barrio” en el caso de las villas y asentamientos.
La idea surgió, en realidad, de un informe publicado por la Comisión de Derechos Humanos por la Inclusión, integrada por un grupo de “curas villeros”, como se le llama a los sacerdotes que trabajan en las villas, y de monjas. “Muchas de las medidas preventivas aconsejadas por las autoridades sanitarias gubernamentales en materia de prevención de dengue o de prevención del coronavirus resultan de imposible o de muy difícil cumplimiento en barrios donde existe un fuerte déficit de agua potable, de calidad de agua segura, y donde muchas personas viven en los pasillos de los barrios sin acceso a condiciones elementales”.
El primer caso en la Villa 31 se dio 50 días después del primero registrado en la Ciudad de Buenos Aires. “Pero en tan sólo un mes, de no haber casos en villas hoy pasaron a representar el 40 por ciento del total en la capital. Esto tiene que ver con que las condiciones de habitabilidad de los barrios hace que todo el sistema de prevención falle, y por otro lado las mismas condiciones estructurales hace que los contagios sean de manera más exponencial”, explica Rosario Fassina, de Asociación Civil por la Igualdad y la Justicia (ACIJ), una organización que trabaja desde hace 15 años buscando garantizar los derechos humanos de quienes viven en las villas de la Ciudad de Buenos Aires.
ES IMPOSIBLE CUMPLIR LAS MEDIDAS SIN AGUA
En la provincia de Buenos Aires, de los más de mil 700 barrios populares que el Estado tiene registrados, el 98 por ciento de las familias no tiene acceso a gas y siete de cada diez no tienen acceso formal a la luz. Pero el agua, en especial, en estos casos es la clave: el 83 por ciento no cuentan con conexión a este recurso básico para cumplir con las medidas de higiene. Esto pasa en Villa Azul, y también ocurrió en la Ciudad de Buenos Aires.
Lo supo bien Ramona Medina. El 3 de mayo Ramona se grabó hablando frente al teléfono. Se dirigía a las autoridades políticas de la Ciudad: “Llevamos 8 días sin agua y nos piden que nos higienicemos, que nos lavemos las manos, que tengamos el mayor cuidado, que nos pongamos mascarilla, que no salgamos a la calle. Ahora yo me pregunto: ¿cómo pretenden ellos que no salgamos a la calle si tengo que ir todos los días a comprar agua?”. Contaba el terror y la desesperación de no tener acceso a lo más básico. También hablaba del miedo a contagiarte el virus.
Diez días más tarde, la organización “La Poderosa”, a la que ella pertenecía, anunciaba que Ramona estaba internada con respirador. El 17 de mayo murió. “Nos mataron a Ramona”, dijeron por todos lados sus compañeros y compañeras. Ella es una de las 24 fallecidas por COVID-19 en las villas de la capital.
De acuerdo con los registros de la Ciudad, la Villa 31 y la 1-11-14 son las que más casos de coronavirus tienen. En las dos, los vecinos ya venían denunciando la falta de agua. “Esto es gravísimo en cualquier contexto, pero en este contexto pone en jaque el derecho a la vida”, cree Rosario Fassina.
Francisco Ferraio, director de Regiones de la ONG Techo, también advierte: “No poder acceder al agua cobró mucha relevancia con la situación de la [Villa] 31, pero es común, es estructural, es una deuda gigante que tenemos como sociedad. Es imposible cumplir con esa medida de seguridad si no tenés acceso al agua”.
Así como la Villa 31 no es la única sin agua, Ramona no fue la única referente barrial muerta por coronavirus. Otros dos referentes barriales también fallecieron, y sus comedores cerraron. Las familias, entonces, se van trasladando en busca de comida a los espacios comunitarios que siguen abiertos. Cuando sus vecinos tienen necesidades, los y las referentes son los primeros en llegar. Y así es que se exponen a todo.
EL TRABAJO INFORMAL ES LA REGLA
Gran parte de la población de las villas está dentro del mercado informal de trabajo. “No tienen un sueldo fijo para afrontar los gastos de quedarse en la casa. Por lo que se hace imperioso salir a conseguir un recurso para vivir”, explica Fassina. Muchos trabajan de lo que se llaman “changas”, que puede ser desde juntar basura en las calles, o material reciclable, hasta ser albañil, donde si no se construye no se cobra.
Esta falta de ingresos hace que se tengan que fortalecer los comedores comunitarios. Pero cómo se cocina y se mantiene la higiene en un barrio donde no hay agua: eso se preguntaba Ramona Medina.
“En los lugares donde los grados de hacinamiento son mucho más altos o con condiciones de servicios muy escasas cumplir con las medidas de seguridad mínima es muy difícil. Y no salir de la casa también, porque cuando la casa se inunda cada vez que llueve o se quedan sin luz, es muy duro hacer la cuarentena”, explica Francisco Ferraio.
La ONG Techo trabaja en 80 barrios populares repartidos en diez provincias de Argentina. Cuando consultaron qué necesitaban, la demanda de los vecinos fue clara: comida. En una encuesta que está en curso, de todas las personas encuestadas el 95 por ciento perdió el trabajo. “La posibilidad de mantener el trabajo ha sido casi nula”, concluye Ferraio.
Eso lo sabe Andrea, de Villa Azul: “Mi marido estaba desempleado hace mucho, se manejaba con changas (trabajos esporádicos), vivíamos día a día y hoy no lo puede hacer”. Hace casi un año tomó, junto a otros vecinos, las tierras de ese barrio. Lo hicieron reclamando que se continúe con un plan de viviendas que se truncó. Pero eso no ocurrió, entonces agarraron los materiales que estaban tirados ahí, como una señal más de abandono, y empezaron a armar sus casas.
Ahora, algunas viviendas son de telgopor (un aislante de polietileno). Otras ya lograron revestir ese material con cemento y ladrillo. Su marido la acondicionó, dice Andrea, para que la familia pueda vivir de manera decente: “Le pusimos chapas, pintamos, él instaló ventanas, marcos, puertas, me hizo el pozo del baño”, cuenta, y repite “tengo baño”, como si fuera un lujo más que un servicio básico. Pero aunque esté conforme con su casa, aún reclama algo clave: “Lo que me faltaría es el agua”.