Peniley Ramírez Fernández
30/04/2017 - 12:04 am
El coliseo romano de los gobernadores
Muchos de los hoy enlistados como los próximos objetivos en el escarnio público por los casos de corrupción y daño patrimonial, no serán juzgados.
México navega últimamente en un éxtasis de indignación. La opinión pública, las charlas de sobremesa, son el punto de ignición de un espiral de ira, más que justificada, cuyo eje central son los casos más recientes de gobernadores corruptos.
Estos casos, descubiertos por la prensa o los opositores y, gracias a la presión pública, perseguidos parcialmente por la justicia mexicana, no satisfacen ya el apetito justiciero de una sociedad que quiere más.
¿Y ahora quién sigue?
La pregunta, repetida hasta el cansancio en los últimos meses, en los últimos días, presume que la corrupción toca a toda la clase política, sin importar el partido al que pertenezca el gobernante, el monto del presupuesto que haya manejado o la ubicación geográfica de su influencia. La respuesta, a juzgar por los casos ya documentados, les da la razón.
Como condenados que son exhibidos desnudos antes de su muerte, mientras un coro en el coliseo de Roma grita su final, los gobernadores mexicanos comienzan a estar, como nunca antes, bajo la lupa de sus gobernados.
A juzgar por una investigación realizada por SinEmbargo, el daño patrimonial de gobiernos locales que ha denunciado solo este sexenio la Auditoría Superior de la Federación suma 258 mil millones de pesos.
Detrás de esta cifra no solo hay agravios económicos, también hay víctimas. Estos fríos números de daño patrimonial contienen los programas sociales que no llegaron a quienes lo necesitaban, los proyectos de seguridad cuyo dinero se usó en otra cosa, las carreteras que se construyeron a sobreprecio, con materiales baratos, las obras que nunca se llevaron a cabo.
A pesar de esta realidad, con las recientes detenciones de Tomás Yarrington y Javier Duarte, además de la publicación de una ficha roja de la Interpol contra César Duarte, ex Gobernador de Chihuahua, la atención de la autoridad y del público no se ha centrado hasta ahora en las muertes que estos políticos hayan ordenado, directamente o a través de sus operadores, o la sangre de la que son responsables, por los asesinados o desaparecidos en sus gobiernos.
Tampoco se les busca y persigue en México por haber pactado con el narcotráfico, por haber condenado a poblaciones enteras a encerrarse en sus casas o a desplazarse del único sitio que conocen y donde tenían raíces.
En el caso de Javier Duarte, la lista de delitos que le fueron leídos en Guatemala no incluía a los periodistas que fueron asesinados en Veracruz durante su gobierno, crímenes que permanecen impunes, tampoco a los cientos de desaparecidos en el Estado.
En los boletines y pronunciamientos del gobierno mexicano, no se les investiga por los niños que han nacido en las zonas con mayor conflicto en México desde 2007, cuando Felipe Calderón inició su guerra contra el narcotráfico, y que -como en Siria, salvando la dimensión de cada caso- la única realidad que han conocido en sus vidas es la del miedo.
Muchos de los hoy enlistados como los próximos objetivos en el escarnio público por los casos de corrupción y daño patrimonial, no serán juzgados por su responsabilidad sangrienta en la guerra, en sus viudas ni sus huérfanos, sino por sus excesos, por sus estrategias de manejo financiero para desviar fondos públicos.
Cuando nos preguntemos quién sigue en la carrera de investigaciones sobre robos de los gobernadores, conviene también cuestionarnos cuáles historias de sangre, cuáles vida quebradas, quedaron perdidas, o ignoradas, en los casos que ya están bajo la lupa pública.
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