Julieta Cardona
30/04/2016 - 12:04 am
Resiliencia
Ella tenía razón: yo siempre buscaba los precipicios para sentirme viva y la arriesgaba al borde de alguno para que, cuando ella estuviera a punto de caer, al límite y con un tres explosiones en el pecho, yo pudiera apreciarla y pedirle perdón por ser un cáncer.
Carolina solía decirme que nada era para siempre. Teníamos un ritual hermoso por las mañanas: yo le besaba la peca de la nariz, ella se tallaba los ojos, me miraba fijo y me decía “esto está pasando hoy, ahorita, esto es lo que cuenta”. Y algunos días –pocos, la verdad– yo me permitía ver cualquier cosa con su misma claridad apartando que en mis adentros estuviera pasando –todo el día todos los días– el fin del mundo.
Una vez, yo enojada por detectar que ella podía estar sin mí, le pedí que dejara de probarme su imperturbabilidad. Solo digo que si se nos acaba este ciclo podemos empezar uno distinto desde otro lugar, me dijo. Le contesté que yo quería que ella sintiera que se asfixiaba si no me tenía; y le grité de corridito: ¡Que si no te contesto un mensaje, me hables por teléfono; que si no te contesto a la primera, me marques diez veces; que si no te respondo tomes un vuelo y que si no te abro la puerta te quedes a dormir afuera! Eres tóxica, mi amor, me dijo y se fue a la cama.
Ella tenía razón: yo siempre buscaba los precipicios para sentirme viva y la arriesgaba al borde de alguno para que, cuando ella estuviera a punto de caer, al límite y con tres explosiones en el pecho, yo pudiera apreciarla y pedirle perdón por ser un cáncer.
Carolina me recuerda a los monjes budistas del Tibet que hacen mandalas preciosos de arena a los que dedican meses enteros y, una vez que están perfectos y terminados, los presentan a Buda para luego destruirlos como parte de un proceso que significa que nada es para siempre. Ni el apego más blanco. Cómo decirlo: ella misma completándose un montón de veces, todos los días, con la yema de sus dedos, después de que yo la reventaba. Ella misma completándonos un montón de veces con la yema de sus dedos y tocándome la cara por las mañanas, reconociéndome, antes de decirnos que hoy es hoy.
Ahora veo que lo que necesitamos no es coraje para entender las transiciones, sino muy probablemente una línea punzante como la del dolor, pero que sea de claridad: la de ver hacia dónde corre el río y saber que puedes pelear a la contra, pero que, si decides no hacerlo, llegarás al lugar en donde nada es eterno y sin embargo: qué bonito si al menos el pedacito más imperceptible lo fuera.
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