Al Capone: Su vida, su legado y su leyenda, de Deirdre Bair (Anagrama), en un estudio cultural sobre el hijo de unos emigrantes italianos pobres que acabó siendo el rey del hampa de Chicago y el gángster más célebre de la historia de Estados Unidos.
Ciudad de México, 29 de diciembre (SinEmbargo).- En 1964, en un ensayo recogido en el volumen Política y delito, Hans Magnus Enzensberger hacía una terrible comparación entre la mafia de Estados Unidos y el mundo empresarial. Los mafiosos no atracaban bancos, no robaban la nómina de las compañías: eran comerciantes que negociaban con mercancías ilícitas, imponían precios a los minoristas y de vez en cuando mataban a un competidor. Eran la prueba de que toda empresa capitalista, llevada a sus últimas consecuencias, se convertía en una organización criminal. El primer gángster que quiso poner orden en el hampa local y organizarla como una gran compañía fue Al Capone; su feudo era Chicago. Lucky Luciano perfeccionó su método, organizando el trust de “familias” de Nueva York.
Desde los años treinta, el cine de gángsters que ha querido retratar a Al Capone lo ha presentado siempre del mismo modo: como un monstruo sin escrúpulos que dirigía una organización de salvajes y que al final cayó gracias a la tenacidad de Eliot Ness y sus Intocables. Los biógrafos serios hace tiempo que derribaron el mito de Eliot Ness, un funcionario que no tuvo nada que ver con la detención de Capone. El presente estudio de Deirdre Bair socava el otro mito, el que dice que Al Capone era un psicópata sediento de sangre y nos presenta a un personaje complejo, despiadado para los negocios, humano y sensible para los asuntos familiares, que abrió comedores sociales durante la Depresión y que, a diferencia de los mafiosos de Nueva York, ni siquiera era racista.
Entre la crónica de sucesos y el documento antropológico, la biografía de Bair, basada en su mayor parte en entrevistas con descendientes de Al Capone, es una obra innovadora que prefiere profundizar en los sentimientos y los vínculos entre las personas.
Fragmento de Al Capone: Su vida, su legado y su leyenda, a continuación, con autorización de Anagrama
INTRODUCCIÓN
Esta es la historia de un asesino despiadado, un hombre que despreciaba la ley, que poseía prostíbulos, que no pagaba impuestos, que cometía estafas: un delincuente convicto y confeso, un enfermo lloriqueante e inconsciente. Y es también la historia de un hijo, marido y padre cariñoso que se consideraba un empresario que trabajaba dando al público lo que el público quería. Al Capone fue todas estas cosas.
Murió en 1947 y, aunque han transcurrido setenta años desde entonces, da la impresión de que los ciudadanos de todo el mundo recuerdan su nombre y tienen algo que decir sobre quién fue y qué hizo. Todos opinan sobre él y, sin embargo, en el mundo privado y particular de su familia biológica y civil, todavía se investiga para encontrar respuestas definitivas sobre su miembro más famoso.
Suele decirse que la historia familiar es a menudo un misterio y que “todas las familias son historias cerradas, difíciles de entender desde fuera”. Tratar de reconstruir su verdad es como querer resolver el rompecabezas más complicado. En el caso de quienes tienen un nombre famoso o, como en el de los parientes y descendientes de Al Capone, un apellido infame, la misión puede ser ciertamente descomunal.
Para algunos de sus parientes fue más fácil cambiar de apellido que cargar con su historia, de modo que optaron por distanciarse y negar el parentesco por multitud de razones. Unos solo querían llevar una vida normal y corriente. Otros alegaron que temían las represalias de los hampones de Chicago, mientras que otros que seguían “en contacto” en mayor o menor medida dijeron que querían continuar en aquel mundo, pero al margen de la larga sombra de Al. Sin embargo, estaban también los que conservaban el apellido Capone y aducían que por ese motivo tenían que llevar una vida itinerante, unos yéndose todo lo lejos que podían, otros desplazándose discretamente de población en población por el norte de Illinois, sin alejarse mucho del entorno seguro y familiar de Chicago.
En los últimos años, la cuestión de quién tiene derecho a reclamar un lugar legítimo en la familia de Al Capone ha dado como resultado unas piezas interesantes que podrían encajar o no en el rompecabezas de su historia. “Los que solo lo conocéis por la prensa nunca comprenderéis que es un hombre real”, dijo su hermana Mafalda en 1929, cuando Al estaba en su momento más activo. Se trata de una observación repetida muchas veces por sus nietas, que en los últimos tiempos se han preocupado por poner orden en lo que ellas llaman su “asombrosa historia familiar”. Las cuatro nietas (tres estaban vivas en 2015) llamaban “papá” a Al Capone. Lo adoraban de pequeñas y seguían adorándolo de mayores. Y como tienen hijos y nietos propios que preguntan por “papá”, ahora dicen que es una “incógnita”.
Una pregunta que plantean repetidamente es cómo un hombre pudo presentar tantos rasgos personales diferentes. Hablan entre sí de la historia familiar común; discuten y polemizan sobre qué recuerdo es el más exacto y más cercano a la verdad. Se esfuerzan por evaluar a padres y abuelos con sinceridad, objetividad, distancia e imparcialidad y admiten que es difícil, si no imposible, llegar a conclusiones definitivas.
Cuando hablan de “papá”, pronuncian el nombre de Al Capone trazando comillas con los dedos y se preguntan a sí mismos qué dio lugar al mito y a la leyenda. ¿Cómo encajaba el adorado abuelo en todas aquellas anécdotas? ¿Dónde estaba la persona real, en qué lugar de la impresionante y desmesurada personalidad pública, cuyas fechorías siguen despertando la indignación setenta años después de su muerte? ¿Qué había allí para que el apellido de un hombre que murió enfermo, arruinado y demente en 1947 se reconozca en el acto incluso a principios de otro milenio? ¿Nos fascina en la actualidad a causa de los llamados Locos Años Veinte, la vistosa época en que vivió? ¿Es porque hoy queremos comprender las diversas historias étnicas que han formado Estados Unidos y por lo tanto las circunstancias del origen y la vida familiar de un italoamericano que podrían arrojar luz sobre nuestra identidad estadounidense? ¿O se debe simplemente a la personalidad descomunal de Al Capone, la gigantesca figura que se pavoneó por nuestra escena histórica durante un período tan breve que no tuvimos tiempo de juzgarla mientras estuvo entre nosotros? ¿Podemos entenderla después de los años transcurridos? ¿Ha quedado solamente el mito después de estos siete decenios?
Los miembros de su familia coinciden conmigo en que el enigma de Al Capone es un acertijo que hay que resolver y en que ha llegado el momento de intentarlo. Al principio me puse en contacto con varios miembros de la familia consanguínea y del clan que estaban investigando por su cuenta el origen de la familia y su historia posterior. He tenido el privilegio de comentar mi libro con estas personas y he aprovechado gran parte del material obtenido en entrevistas y conversaciones con muchos otros miembros del clan Capone a quienes fui conociendo durante mis pesquisas. Cuando digo “clan” me refiero a personas probadamente emparentadas, a personas que afirman estarlo y a personas a quienes les gustaría saber si lo están o no.
Aunque casi todas prefieren la discreción y me pidieron que no revelara su verdadero nombre o dónde vivían, todas estuvieron de acuerdo en que se publicara todo cuanto me dijeran. Las personas que prefirieron permanecer en el anonimato por lo general tenían hijos o nietos a quienes no les importaba que se hiciera público su nombre; me confesaron que molaba aquello de tener un pariente como Al Capone, porque estaba tan alejado de su realidad actual que no representaba ninguna deshonra. He satisfecho los deseos de todos y cada uno porque me dijeron una y otra vez que todo lo que me contaban era la verdad tal como ellos la conocían.
Este libro es por lo tanto un curioso híbrido, dado que me he concentrado más en el hombre privado que en la figura pública. Admito que es imposible escribir sobre Al Capone sin tener en cuenta los principales acontecimientos de su vida pública, pero mi objetivo no era repetir una historia archiconocida que no habría tenido inconveniente en volver a contar si hubiera dispuesto de datos nuevos. Por el contrario, mi intención fue enfocar su conducta pública en el contexto de su vida personal, entender de qué modo se interrelacionaban las dos dimensiones y cómo una podía influir o soportar a la otra. No ha sido tarea fácil, y, al igual que los miembros de su familia, aún me pregunto si es posible llegar a esa curiosa idea posmoderna de la “verdad real”. Se han escrito tantas historias, biografías, notas de prensa y semblanzas sobre Al Capone que incluso con la tecnología actual es imposible llevar la cuenta exacta de los documentos secundarios. Todos pretenden ser fidedignos y quizá lo fueran cuando se escribieron. Pero, como ya sabemos, lo que es cierto para una generación suele someterse a nuevas y diferentes interpretaciones en la siguiente.
Cada vez que he hablado con un miembro de la familia Capone, la conversión ha terminado con la misma observación: debemos esforzarnos por esclarecer el enigma de Al Capone, aunque todos tenemos la impresión de que nuestras aportaciones son un comienzo cuyo final no vislumbramos.
1. LOS PRIMEROS AÑOS
Gabriele Capone tenía veintinueve años cuando embarcó en el Werra, el buque en el que viajó a Estados Unidos en junio de 1895. Con él iban su esposa, Teresa Raiola Capone, de veintisiete años, y sus dos hijos, Vincenzo, de tres años, y Raffaele, de diecisiete meses. Aunque viajaron como casi todos los demás emigrantes italianos, en segunda o tercera clase, Gabriele no era como la mayoría; casi todos conseguían el dinero del pasaje tras firmar un contrato laboral, pero él tenía un oficio propio que le había permitido costear el viaje de su familia. Era un panadero que se había especializado en hacer la típica pasta italiana y se había ganado bien la vida en su pueblo natal, Castellammare di Stabia, justo a las afueras de Nápoles. Confiaba en que su habilidad le permitiría encontrar enseguida un empleo y prosperar en el Nuevo Mundo. Gabriele se diferenciaba de sus paisanos en otro aspecto: aunque gran parte de los italianos que emigraban a Estados Unidos eran de Nápoles y sus alrededores y eran muchos los que se llamaban Capone, pues era un apellido corriente, ningún pariente cercano suyo había abandonado su pueblo, de modo que en el muelle no habría nadie para recibirlo y facilitarle los primeros pasos. Otro detalle que lo diferenciaba de los casi cincuenta mil italianos que llegaron a Estados Unidos aquel año era sin duda el más notable: sabía leer y escribir, tenía capacidad natural para los idiomas y había aprendido algunas nociones de inglés que aprovechó desde el principio para sortear los incontables peligros de la vida neoyorquina.
A propósito de la llegada de Gabriele, se cuenta que no entró en Estados Unidos directamente porque no tenía dinero suficiente para pagar la cuota de entrada que se exigía a los inmigrantes en Ellis Island. Algunos descendientes suyos creen que primero fue a Canadá y cruzó clandestinamente la frontera, aunque no pueden probar documentalmente que tenía dinero suficiente para llegar a Canadá cuando no lo tenía para salir de Ellis Island. Es uno de los primeros mitos que rodean la aparición de la familia Capone en Estados Unidos; lo único que puede demostrarse es que Gabriele Capone evitó la zona de Mulberry Bend, en el Lower East Side, el principal enclave italiano del congestionado Manhattan y que se dirigió directamente a Brooklyn. Otros paisanos que habían salido del pueblo antes que él ya le habían avisado por carta de la peligrosidad de Mulberry Bend, pero la zona cercana a los Astilleros de la Marina donde encontró alojamiento no era mucho mejor. Conocida localmente como Astilleros de Brooklyn, era un área infestada de bandas, prostitución y delincuencia, donde los matones locales se turnaban para importunar y agredir a los marineros que salían por la puerta principal, situada en el extremo de Navy Street. Era más barato vivir allí que en Manhattan y Gabriele pensó que seguramente era mejor lugar para que un panadero que hacía pasta encontrara trabajo. Sin embargo, no fue así y para mantener a su familia tuvo que hacerse barbero.
Su plan inicial había sido trabajar por cuenta ajena, ahorrar dinero y abrir un establecimiento propio, pero no encontró a nadie que lo contratase y no tuvo más remedio que aceptar lo que le ofrecían. No hay ningún misterio en el motivo por el que abandonó el oficio de panadero, ya que abrir un establecimiento le habría costado un dinero que no tenía y esa fue la razón por la que tampoco se hizo barbero con barbería propia. Otros italianos que tampoco podían tener comercios propios solían practicar su oficio en casa y ganaban suficiente dinero para ir ahorrando. Gabriele habría podido hacer lo mismo, pero era un hombre precavido y optó por buscar un empleo estable, al igual que el noventa por ciento de la población italiana de Nueva York, que trabajaba a jornal cuando podía.
En buena parte se trataba de hacer los “trabajos sucios” que ofrecía el Departamento Municipal de Obras Públicas, consistentes en construir túneles del metro, alcantarillas y rascacielos, trabajos que ningún otro grupo nacional quería aceptar. Los italianos habían reemplazado a los irlandeses en el estrato inferior de la ola inmigratoria de finales del siglo XIX, una situación que un funcionario municipal describió sucintamente: “No podemos funcionar sin los italianos; necesitamos gente que haga el trabajo sucio y los irlandeses ya no quieren hacerlo.”
A Gabriele le fue mejor que a la mayoría cuando entró a trabajar en una tienda de comestibles, ya que el empleo le permitía mejorar su inglés diariamente. No podía decirse lo mismo de Teresa, que ya estaba embarazada por tercera vez antes de pisar tierra americana y que en 1895 dio a luz otro hijo varón, Salvatore, en la vivienda de Navy Street. Desde que habían llegado, ayudaba a su marido a ahorrar dinero para la barbería trabajando a destajo para diversos talleres de confección. Como trabajaba en casa y cuantos vivían en su pequeño mundo cerrado hablaban únicamente italiano, no se preocupaba por mejorar su inglés y lo habló con mucha inseguridad durante toda su vida. Era como casi todas las italoamericanas de su generación, que cuando tenían que salir de su barrio decían que se iban “a América”; Teresa reflejaba sus vacilaciones y temores cuando repetía que solo se sentía segura en el refugio de la familia, que siempre estaba con ella.
Fuera por casualidad o deliberadamente, no tuvieron más descendencia hasta 1899, año en que Gabriele pudo por fin abrir un establecimiento propio en una zona un poco más recomendable, en el número 69 de Park Avenue de Brooklyn, una calle de nombre elegante cuya calidad de vida distaba mucho de la arteria de Manhattan del mismo nombre. Se mudó con su creciente familia a un piso que estaba encima del establecimiento y allí vivían cuando nació su primer hijo concebido en el Nuevo Mundo, Alphonse, el 17 de enero de 1899. Teresa habría preferido que el último retoño de su edad fértil fuera una niña, pero ni fue niña ni fue el último retoño.
Después de Alphonse llegaron otros cinco: Erminio (1901), Umberto (1906), Amadoe (1908), Erminia (nacida y fallecida en 1910) y Mafalda (1912). En casa se les llamaba por el nombre italiano, pero en la calle y en el colegio adoptaron rápidamente versiones americanas. Vincenzo decía que se llamaba Jimmy y los demás, por orden de nacimiento, fueron Ralph, Frank, Al, John (a veces Mimi), Albert y Matthew (o Matty). Mafalda, que llevaba el pretencioso nombre de la mimada hija del rey Víctor Manuel, no tuvo apodo infantil, ya que le gustaba la aureola que le daba su nombre de pila y no habría tolerado ninguno. Solo de adulta permitió que algunos de sus sobrinos favoritos la llamaran tía Maffie, pero si estaba de mal humor no respondía hasta que la llamaban por el nombre completo.
La Park Avenue de Brooklyn, a diferencia de la privilegiada arteria de Manhattan, era una curiosa mezcla de identidades étnicas. Al creció en los años 1910-1920, década en que la zona metropolitana se llenó hasta rebosar con la llegada de –según John Quinn, abogado y mecenas de las artes– “setecientos u ochocientos mil espaguetis, unos doscientos mil eslovacos, cincuenta o sesenta mil croatas y setecientos u ochocientos mil alemanes que sudaban y meaban”. Para Quinn no eran “más que estómagos con patas” y los despreciaba al igual que a todos los que habían llegado antes.
Los Capone vivían en medio de aquella marea humana, en la frontera en que la zona italiana lindaba con un crisol de irlandeses, alemanes y europeos orientales. A diferencia de otros enclaves italianos de Nueva York, donde los edificios de viviendas estaban ocupados exclusivamente por inquilinos de la misma región, a veces agrupados en plantas habitadas por paisanos del mismo pueblo, los italianos que vivían en aquella parte concreta de Brooklyn procedían de distintos puntos de Italia y hablaban dialectos diferentes. Allí, solo los sicilianos ocupaban edificios exclusivos, pero los amigos que Al tenía en la calle y los compañeros de la escuela procedían de los lugares más pobres del sur de Italia, desde Sicilia hasta la Campania, pasando por Calabria. Todos hablaban el mismo inglés macarrónico que hablaba él, una mezcla de los dialectos que oía en su casa y el inglés contundente que le inculcaban en la escuela. Los niños de otras nacionalidades se hacían eco del batiburrillo lingüístico que era el inglés neoyorquino. En este medio, Al se sentía suficientemente seguro desde la infancia para moverse con libertad entre los “americanos”, que era como los italoamericanos llamaban a todos los que no procedían del mismo lugar que ellos. Se sentía cómodo entre otros grupos étnicos y no tenía prejuicios relativos a otras nacionalidades, una actitud que se vio con claridad cuando siendo jefe de banda, ya de adulto, contrataba a personas de todas clases.
Teresa seguía gozando de buena salud y era la firme y sólida base de la familia, a pesar de haber tenido muchos hijos y vivir apenas por encima de la estricta pobreza, en un pequeño apartamento sin calefacción y con el retrete en el patio trasero. Estuvieron aún más apretujados cuando admitieron a dos huéspedes, uno de los cuales era ayudante en la barbería de Gabriele. La palabra de Teresa era ley para los niños y así debía ser, porque aunque la unión de ambos cónyuges se basaba en el amor y en el respeto mutuo, Gabriele era físicamente menos robusto que ella. Él dictaba la ley familiar, pero era ella quien la aplicaba. Fuera por el efecto debilitador de los primeros y duros años que pasó en Estados Unidos o porque fuera propenso a contraer enfermedades oportunistas, el caso era que Gabriele estaba siempre con una dolencia u otra. Pese a todo, trabajaba con denuedo en la barbería y consiguió hacerse con una clientela estable que le permitió ser el principal sostén económico de la familia, circunstancia que le ganó el respeto de sus hijos y de sus vecinos.
Gabriele y Teresa aprovechaban cualquier oportunidad para prosperar en su nueva vida y los ingresos adicionales que obtenían con las labores de costura de ella y los dos huéspedes les sirvieron para vivir con relativa comodidad en comparación con los demás inmigrantes italianos. A diferencia de ellos, no tenían puestas sus esperanzas en que los hijos abandonaran la escuela y se pusieran a trabajar cuanto antes, pues aunque no se lo dijeran así a su prole, valoraban la educación como un medio para salir adelante. Gabriele era un hombre tranquilo que al caer la tarde se dedicaba a leer periódicos italianos o se iba al centro social que tenía al lado, donde jugaba a las cartas y al billar, mientras Teresa se quedaba en casa, generalmente para coser. Teresa solo salía de casa para comprar e ir a misa, que oía todos los días, dado que era muy religiosa; también acudía por las tardes a las reuniones de las cofradías de la iglesia, que así se llamaban los grupos de mujeres devotas. Compartiera o no su religiosidad, Gabriele era como casi todos los varones italianos, ya que no pisaba la iglesia ni siquiera en domingo y menos aún los días laborables. Sus hijos varones siguieron su ejemplo poco después de tomar la primera comunión.
Los dos eran muy respetados en la comunidad italiana, donde se dirigían a ellos dándoles el tratamiento honorífico de “Don Gabriele” y “Doña Teresa”. En comparación con muchos vecinos suyos, este respeto añadido aumentaba la impresión general de que eran personas estables y en consecuencia, para sus paisanos y otros vecinos, mejores que la mayoría. La familia Capone mejoró de posición a partir de 1906, cuando Gabriele hizo el juramento de rigor para ser ciudadano estadounidense. Al año siguiente, Gabriel (como escribía su nombre ahora que era ciudadano estadounidense) encontró una planta baja donde abrir una barbería, en una calle llamada Garfield Place y la familia se instaló en el piso de arriba. Era un barrio un poco mejor, con una sólida tradición italiana, aunque la calle de los Capone, una vez más, se encontraba en la frontera, en la ladera de Park Slope, donde la Pequeña Italia de Brooklyn lindaba con el sector sólidamente irlandés de Red Hook. Los italianos eran minoría en el edificio, habitado mayoritariamente por familias irlandesas o por aquellos raros especímenes que eran los neoyorquinos de pura cepa.
Deirdre Bair nació en 1935 en un pueblo de Pensilvania, se licenció y doctoró por la Universidad de Columbia, fue profesora de Literatura Comparada en Yale y Columbia y ha escrito varios libros, básicamente estudios biográficos: sobre Samuel Beckett (1978, National Book Award de 1981), basado en entrevistas y correspondencia con el propio Beckett; sobre Simone de Beauvoir (1990), a partir de entrevistas con la autora; sobre Anaïs Nin (1995), en el que Bair denuncia las manipulaciones de Nin en sus propios diarios; sobre Carl Gustav Jung (2003), en el que niega que Jung fuera simpatizante nazi; y sobre el dibujante Saul Steinberg (2012). Bair ha escrito también un estudio sobre los divorcios en la tercera edad (Calling It Quits, 2007). Al Capone (2016) es su último libro.