Hace seis meses conocí a dos imponentes y majestuosas vacas adultas, de color marrón con algunas manchas blancas. Una de ellas es más grande y tiene unos hermosos cuernos filosos que la hacen ver bastante intimidante. Al principio, hice amistad con la más pequeña. Son nuestras vecinas, viven a pocos metros del santuario y todos los días vienen a pastar a nuestro alrededor. Cuando su cuidador llega, simplemente les coloca una soga que cuelga siempre cómodamente de sus cuellos y se van con él, como si fueran perritos. Es conmovedor verlas caminar a su lado por el campo cuando salgo a la tienda, quiero imaginar que su vida es relativamente buena. Al menos, eso es lo que percibo al verlas pastar libremente.
Cuando se acercan al perímetro del santuario, Cleveland, nuestro animal rescatado, siempre las observa, como si reconociera su majestuosidad. Es la primera vez que Clev ve a un animal más grande que él. Me gusta extender la mano y acariciarles primero la nariz y luego ellas me ofrecen la parte entre sus cuernos, donde les encanta que las rasque. Con el tiempo, se han acostumbrado tanto a mi cercanía que ya no hay necesidad de una barrera entre nosotras; simplemente salgo y las acaricio mientras pastan y así pasamos un rato cada día.
Lamentablemente, esta no es la realidad para la mayoría de las vacas en el mundo. Un ejemplo claro es México, donde, tras dar a luz, a las vacas se les arrebata a sus bebés para que los humanos puedan consumir su leche. Las madres lloran durante días por la pérdida de sus bebés, este hecho, por sí solo, debería ser suficiente para que cualquier persona decida no formar parte de estas crueles prácticas. Cualquier padre o madre que haya sufrido la desaparición de un hijo podría comprender el inmenso dolor que viven estas vacas y lo peor es que esto no les ocurre sólo una vez, sino tantas veces como sus cuerpos resistan. Son preñadas una y otra vez, y cada vez que pierden a sus crías, los humanos toman el producto de sus ubres para satisfacer a millones de personas.
Cuando ya no pueden producir más leche, son enviadas al matadero. No es suficiente con violarlas, robarles a sus hijos y explotarlas; el ciclo de crueldad termina cuando son asesinadas y su carne es consumida, sin importar el dolor que sienten. Somos, en esencia, consumidores de seres vivos, devorando no sólo sus cuerpos, sino también sus almas.
No me sorprende que, después de participar en estas prácticas horribles, también seamos capaces de matarnos entre nosotros a diario. Al observar las desgracias que enfrentamos como sociedad y como individuos, parece que la violencia es una parte inherente de nuestra naturaleza. Sin embargo, con todas nuestras ventajas como especie —nuestro razonamiento, inteligencia y habilidades—, podríamos optar por ser protectores, no devastadores. Tal vez ese debería ser nuestro verdadero propósito.