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Óscar de la Borbolla

29/07/2024 - 12:03 am

Unheimlich

“Intentó romper ese círculo, ampliando su radio, la ciudad era inmensa, pero hasta en las colonias más recónditas aquella maldición lo perseguía”.

Calles vacías en el primer cuadrante del Centro Histórico de la Ciudad de México. Foto: Andrea Murcia, Cuartoscuro

Para mis talleristas: Adriana, Alina, Amanda, Belia, Fernando, Javier, Juanjo, Merari, Pepe, Raúl, Salvador, Sergio y Viridiana.

Continúa mi renuencia a entregarme a la reflexión filosófica, y hoy quisiera compartir con ustedes un aspecto muy significativo de mi vida cotidiana: el trabajo que realizo todos los lunes en mi Taller de Hojalatería de Textos Literarios: en cada sesión propongo un tema de cuento para la semana siguiente, y los textos se leen y se comentan por todos. Hay un requisito único: resolver el cuento empleando entre 400 y 600 palabras. Con mucha frecuencia la calidad literaria de mis talleristas me sorprende e, invariablemente, cada sesión termino, por qué no decirlo, muy divertido y muy contento. Mis talleristas me han pedido que no solo comente sus textos, sino que yo también lleve mi propio cuento. El tema del lunes pasado fue: “Juan sale de su casa y le ocurre algo que lo deja estupefacto”. Accedí gustoso y lo que sigue es el resultado que hoy publico aquí para los amables lectores que me siguen en SinEmbargo:

“Nada fuera de lo común le había ocurrido a Juan esa mañana: salvo las calles de la Ciudad de México que lucían inusualmente vacías. Ya en su oficina, la familiaridad de sus compañeros, las bromas de costumbre, así como la clasificación y archivado de los documentos lo llevaron de manera automática hasta la hora de la comida. En el restorán las cosas cambiaron. Desde cada mesa, los comensales lo saludaban —y cómo no habrían de hacerlo si se trataba de sus amigos y de algunos parientes— y él con relativa sorpresa se acercó a cada uno. ¡Tío!, ¡primos! ¿Qué andan haciendo aquí? Qué gusto. Y luego ante otra mesa: Pedro, hace años que no nos encontrábamos. Y otro tanto con cada grupo de comensales. Ocupó una mesa apartada. Había pretextado que se vería con alguien para no tener que sentarse con nadie, el mesero le llevó su reglamentaria botella de agua mineral. Al dar el primer sorbo, todos, desde sus mesas, levantaron vasos y copas para brindar con él. Devoró la hamburguesa, fingió que respondía a una llamada telefónica, al parecer urgente, para salir sin tener que despedirse de uno por uno, solo repartió sonrisas mientras agitaba su mano diciendo adiós o sí, te llamaré luego.

Sintió alivio en la calle, agradeció que siguiera vacía; qué desagradable había sido comer observado por todos. El resto de la tarde estuvo resolviendo lo más urgente. Por fin era la hora de tomarse un whisky y conocer a alguien con quien pasar la noche, pues le gustaba el sexo ocasional. Eligió el bar equivocado, sus excompañeros de preparatoria celebraban el décimo aniversario de su egreso. Todos lo reconocieron de inmediato, un Johnny o un Juanito salía de cada boca. Era un encuentro amable, pero muy ajeno a sus planes de una aventura nueva: las excompañeras habían sido sus novias y las que no, tampoco ahora le interesaron, pues la decena de años lejos de mejorarlas las había empeorado. Se quedó un rato solo para enterarse de que la mayoría  seguía en las mismas, pues aunque muchos eran ya profesionistas se mantenían con los mismos sueños y, lo más triste, a la misma distancia de alcanzarlos.

Escapó al comenzar la música. Detuvo un taxi, el conductor resultó ser un antiguo amigo de la infancia que mantenía intacta su cara de niño pese al bigote y la voz de flauta: Qué gusto reencontrarte, Juan. Sí… qué gusto, respondió secamente; si había renunciado a sus compañeros de la prepa con quienes todavía compartía algo, no iba a perder la noche con uno que se le había traspapelado junto con la infancia. Se porto distante, aunque le confesó sus planes: quería ir a un bar con mucho ambiente. Conozco uno que te va a encantar y está cerca. No quiso cobrarle. Que sea por el reencuentro. Juan le estrechó la mano.

El nuevo sitio parecía estupendo: las risas llegaban hasta la calle. Pero nuevamente solo familiares y amigos atestaban el bar. Huyó aterrado, aquello era el remedo de una cena  navideña.

Desde ese día, la extraña coincidencia no dejó de repetirse. Adonde quiera que fuera exclusivamente encontraba conocidos o parientes. Intentó romper ese círculo, ampliando su radio, la ciudad era inmensa, pero hasta en las colonias más recónditas aquella maldición lo perseguía. Al cabo de un mes comenzó a experimentar un sentimiento nuevo, inconcebible y contrario a la lógica: extrañaba a los desconocidos, sentía nostalgia por la gente anónima.”

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@oscardelaborbol

Óscar de la Borbolla
Escritor y filósofo, es originario de la Ciudad de México, aunque, como dijo el poeta Fargue: ha soñado tanto, ha soñado tanto que ya no es de aquí. Entre sus libros destacan: Las vocales malditas, Filosofía para inconformes, La libertad de ser distinto, El futuro no será de nadie, La rebeldía de pensar, Instrucciones para destruir la realidad, La vida de un muerto, Asalto al infierno, Nada es para tanto y Todo está permitido. Ha sido profesor de Ontología en la FES Acatlán por décadas y, eventualmente, se le puede ver en programas culturales de televisión en los que arma divertidas polémicas. Su frase emblemática es: "Los locos no somos lo morboso, solo somos lo no ortodoxo... Los locos somos otro cosmos."

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