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Susan Crowley

29/05/2020 - 12:03 am

Un mundo sin museos

Músicos, bailarines, cantantes han tenido que ejercitar el músculo del talento aislados, sin poder ofrecer a nadie su razón de ser, su impulso vital.

“La basura se acumula en las fachadas de los magníficos edificios, las palomas ganan terreno infestando todo”. Foto: Especial

A diferencia de esta especie de aislamiento opcional para mantener la salud que vivimos en México, en Arles, al sur de Francia, me tocó vivir otra realidad. Aquí el Presidente Macron comparó la lucha contra la pandemia con un estado de guerra. Acudiendo a la memoria de los acontecimientos del pasado, unió a la nación afectada por las promesas incumplidas de su Gobierno. A los jóvenes, que ya no se identifican con la historia, envió mensajes de incertidumbre, de miedo a morir y así logró la suspensión de los derechos a la libertad de toda la nación. Durante cincuenta días hubo que firmar un estricto permiso para salir a la calle. Sólo una hora y con policías apostados en las esquinas.

Arles está cruzada por el río Rohn con un cause vigoroso. Semeja a una arteria que llena de vida a la pequeña ciudad. Sus distintos y delicados afluentes son un remanso en el que la naturaleza se muestra desmesurada. Impredecible, cambiante, llena de pequeñas inflexiones luminosas, nos hacen pensar en lo fácil que lo tuvieron los jóvenes impresionistas cuando querían captar un paisaje a la velocidad de la luz. Esta luz no sólo alienta a la creación, sino que además la exige. El poder y belleza que lograron en su obra es apenas una mínima retribución a la generosidad de la atmósfera que se palpa en cada uno de los parajes. Desde la rive gauche o la orilla izquierda se puede apreciar la silueta de la ciudad llena de construcciones romanas y medievales agolpadas entre otras más recientes. A lo largo de tres meses pude ver los cerezos rebosantes de flores que con el viento caen y forman alfombras de bellísimos colores, luego se llenaron de hojas y ahora han brotado las cerezas que son devoradas por las aves.

Frente a mi ventana se despliega una de las más bellas construcciones que he visto en mi vida, sobretodo tan de cerca. Se trata del Teatro Antiguo, considerado patrimonio de la humanidad. Fue construido a finales del siglo I A.C. como parte del imperio romano. Mal gusto no tenían los invasores. Edificado en forma semicircular, se puede recorrer completo por fuera. En proporción de los famosos teatros romanos es pequeño pero majestuoso. En él se representaban tragedias y comedias griegas y romanas. El poder del teatro como catarsis al servicio de la polis. Una acción equilibradora que permitía que la condición humana se plasmara en sus más altas virtudes y en sus más bajas pasiones. Revelación de una verdad más alta, más profunda, trascendente. Aún quedan las columnas corintias del escenario original. Su estado de conservación es asombroso. Desde el umbral de mi departamento se aprecian los frisos, unos con motivos florales, intercalados con las imágenes de musculosos toros esculpidos en tercera dimensión. Frontales, poderosos, elegantes son el triunfo de la belleza clásica. El teatro está vacío, cerrado. En estos días de primavera deberían haber programado algunas representaciones y estarían en pleno los ensayos para las Fêtes d´Arles (Fiestas de Arlés). Después de cincuenta días de verlo, me siento como el “convidado de piedra”.

Como todos, he vivido momentos extraños, muchos de ansiedad, luego una nostalgia por lo que se nos ha ido de las manos, eso que llamamos libertad y que, a mi parecer, después de la vida, es lo más importante a lo que tenemos derecho. Cuando esta se cancela, nos coloca en una situación irremediable de miseria humana. También he afrontado la intermitencia del entusiasmo por lo que viene; pero sinceramente, se ve derrotado al escuchar las cifras de muertes, la hecatombe económica en la que cae el mundo sin poder sobreponerse. Para nadie hay buenas noticias. En una enorme cantidad de casos, la desesperación terminará en violencia. Muchos proyectos culturales se vendrán abajo por la falta de apoyos económicos.

Músicos, bailarines, cantantes han tenido que ejercitar el músculo del talento aislados, sin poder ofrecer a nadie su razón de ser, su impulso vital. Es injusto, teniendo un físico y una mente brillantes que han sido preparados durante años, permanecer entre cuatro paredes; y, lo peor, con miedo. Las exposiciones se han cancelado, las galerías ofrecen a sus artistas on line. Parece que el mundo virtual decidió invadir por completo la experiencia humana. Ha terminado por imponerse y nos está obligando a percibir la belleza y los detalles que realmente importan, los que nos producen emociones, como un higiénico pasatiempo.

Reducir las obras de arte a través de un filtro llamado computadora o celular a una simple imagen es injusto por donde quiera que se le mire. El filósofo Walter Benjamin aseguraba que, en la reproductibilidad, el valor de la obra se pierde. Lo llamó aura y puede explicarse como la inmanencia de una imagen construida por superficies de color, textura, luz, espacio, que se entretejen con ayuda del tiempo. Es la cualidad en la que algo misterioso se convierte en el milagro de la creación. En una transmisión virtual, por más que técnicamente sea perfecta, se anula. Y qué afortunados somos de vivir este fracaso, porque si funcionara, entonces sí estaríamos en el límite de la debacle. El mundo virtual funciona para informar, para ilustrar, para darle un like, pero el alma que habita en la obra, hay que decirlo como es, se desvirtúa por completo. Asumirlo es mejor que pretender engañarse creyendo que el acto creador puede llegar intacto a nuestras casas.

A partir del 12 de mayo acabó la primera etapa de confinamiento francés. Hubo que organizar la escalada a París para poder tomar el avión a México. El recorrido por carreteras secundarias permite llenarse de paisajes bellos. Cada 100 kilómetros es necesario parar con el fin de evitar las restricciones exigidas por el Gobierno. La ilusión de visitar los pequeños poblados de la zona de Borgoña se derrumba al encontrar todo, todo, cerrado. Ni un sólo restaurante, ni un bar; lo más triste los museos, edificios históricos y galerías con un letrero que pide la comprensión y expresa la esperanza de abrir algún día. La basura se acumula en las fachadas de los magníficos edificios, las palomas ganan terreno infestando todo.

La llegada a París bien vale una misa, como diría el buen Enrique IV. Pero la mayoría de las iglesias también están cerradas. Ni un parque, ni un teatro, no hay conciertos. El Palais Garnier con un póster arrancado que anuncia Luisa Miller con la Netrebko como parte de la temporada de ópera cancelada. En las escaleras unos pocos comedores de bagettes, lo único que venden en restaurantes que no dan servicio. Enfrente, Zara con una fila de más de dos horas para ingresar. En contraste, al no haber hordas de turistas haciendo estúpidas selfis, las calles se ven hermosas, recuperan su misterio y elegancia. Los parisinos que circulan se hacen a un lado para evitar dar la cara o llevan mascarillas que impiden expresar cualquier gesto de amabilidad. Los franceses se enojan con las mujeres que se cubren el rostro con la hiyab, ahora todos deben llevar cubre bocas. Las primeras lo hacían por un ímpetu religioso, el deseo de estar más cerca de su fe; todos los demás, por el pánico a contagiarse.

Anochece. A la orilla del Sena, como una epifanía, jóvenes “irresponsables” de todas las etnias se reúnen. Sin nada que los proteja se dan los acostumbrados cuatro besos en las mejillas, muy cerca de la boca. Sensuales, mueven sus cuerpos al ritmo del rap francés tan de moda. Las mantas extendidas en el suelo llenas de comida y bebidas que comparten de la misma botella. A lo lejos, se alcanza a ver el Louvre, es una especie de cementerio; mientras permanezca cerrado es la metáfora de la muerte del arte. Una obra que no es vista no tiene sentido. Recorrer el Louvre a través de la fascinante 3D, no es más que una simulación. Lo mismo que el teatro, la ópera, la danza vistos en una pantalla. La fuerza corporal, los silencios que acompañan los sonidos, una mirada, una caricia, un beso, un gesto, sólo puede darlos y recibirlos un ser vivo. Quizá ese sea el reclamo de los jóvenes en contra del Gobierno, una rebeldía pasiva, ser dueño de mi cuerpo, de mi vida y de mi muerte.

La realidad de México es tan dura como la de todo el mundo. Antes de subir al avión, las noticias que llegan no son positivas. El descontento y la falta de información ligados a una necesidad de tener la razón han fracturado radicalmente a la sociedad. La polarización es resultado del atrincheramiento en las propias razones sin conmiseración a la verdad del otro. Todos estamos enojados o con la 4T o con los que están en contra de la 4T.  Pero las críticas al Gobierno sirven sólo si proponen algo. Me acaba de llegar un mensaje en el que me invitan a pertenecer a un grupo de que pretende derrocar al Presidente López Obrador. Un perfecto desprecio al 53 por ciento de los mexicanos que los eligieron y al 60 por ciento que lo apoya, pero a nadie le interesa ser justo, sólo ganar la discusión, desahogarse, desquitarse con alguien. Sin embargo, llegar a México es llegar a casa; con sus miserias humanas, pero con la esperanza en un proyecto de cambio que pese a todo sigue intentando hacer algo por nuestro país.

Susan Crowley
Nació en México el 5 de marzo de 1965 y estudió Historia del Arte con especialidad en Arte Ruso, Medieval y Contemporáneo. Ha coordinado y curado exposiciones de arte y es investigadora independiente. Ha asesorado y catalogado colecciones privadas de arte contemporáneo y emergente y es conferencista y profesora de grupos privados y universitarios. Ha publicado diversos ensayos y de crítica en diversas publicaciones especializadas. Conductora del programa Gabinete en TV UNAM de 2014 a 2016.

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