Maestros (o presuntos maestros) armados con piedras y palos, muchas veces encapuchados, que cortan la autopista federal por más de nueve horas. Maestros (o supuestos maestros) que dejan a miles de niños sin clases desde hace más de dos meses. Maestros (o seudo maestros) que bloquean varios puntos de la capital del Estado, destruyen parte del mobiliario urbano y convierten a la ciudad en un verdadero caos. Maestros (o al menos así se ostentan) que destruyen e incendian varias oficinas públicas y las sedes de los principales partidos políticos.
Autoridades temerosas de cumplir con su deber que a la mínima desaparecen; que abdican de sus obligaciones y que parece que sólo están ahí para enriquecerse y hacer negocios a costa del erario público; o quién sabe para qué. Para cualquier cosa menos para gobernar.
Esta es la situación actual en el estado de Guerrero.
A estas alturas del partido, confieso –y creo que es un sentimiento compartido por buena parte de los mexicanos– que para mí las reivindicaciones de los maestros guerrerenses simplemente han perdido cualquier legitimidad. Podrán ser muy justas (como ellos sostienen) o será la defensa de los privilegios históricamente ganados y que ahora ven en peligro (como afirman otros). Creo que desde hace varios días ese dejó de ser el punto de discusión.
Con las actuaciones y los instrumentos a los que han recurrido para hacer valer sus exigencias, en efecto, como dijo el (supuesto) Gobernador del estado, los maestros (algunos) han “actuado como vándalos”. Más aún, se han colocado fuera de la ley y han cometido una serie de delitos que amerita su detención. Supuestamente hay 39 órdenes de aprehensión; ya veremos si se ejecuta alguna.
Lo que pasa en Guerrero –y en la rectoría de la UNAM, no nos olvidemos de la UNAM– es el reflejo de la relación del mexicano (y sobre todo, de la clase política de este país) con la ley. Pareciera que la ley no es de obligado cumplimiento, sólo es una referencia para ponernos de acuerdo o, llegado el caso, para justificar la “represión”.
Desde el autoritarismo posrevolucionario –pasando por los días de la transición a la democracia, hasta la actualidad–, la aplicación de la ley no goza de buen cartel: es sinónimo de “reprimir”. Sin duda no es que tengamos a los mejores elementos para su aplicación –y hay que trabajar en ello–, pero esta relatividad de la ley es un resabio de nuestro infantilismo político y de nuestra precaria cultura democrática.
Me quedo con las palabras del filósofo italiano Paolo Flores D’Arcais: “La violencia nunca será poder, siempre será despotismo. De la violencia nunca podrá nacer la libertad (…) Hoy en día la legalidad tomada en serio constituye más que nunca el poder de los sin poder (…) Una política de legalidad es hoy la más radical de las revoluciones posibles”.
Un país en donde es políticamente incorrecto aplicar la ley –como México– nunca podrá crecer.
@jose_carbonell
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