María Rivera
29/03/2023 - 12:02 am
La cultura
“El apoyo a las artes se volvió retórico y excluyente”.
Cada vez más, querido lector, me queda claro que la polarización en México, en realidad es producto de una batalla cultural, más allá de lo estrictamente político, la lucha por el poder. Una batalla cultural a la cual le faltaron asideros institucionales e intelectuales, capaces de incidir en las políticas públicas, al menos las culturales.
Para nadie es un misterio que durante las últimas décadas primó un status quo cultural muy definido y muy poco plural, acaparado por grupos de poder que determinaron, en buena medida, el rostro de la cultura mexicana. No sé si estos grupos, que aún detentan el poder en algunas instituciones realmente obedezcan al mote de “neoliberales” como López Obrador los ha tildado continuamente, o “conservadores”. Lo que sí es una realidad constatable es que tenían el poder sobre la cultura; sancionaban lo correcto, lo deseable, lo indeseable y lo incorrecto. Particularmente en el arte y la literatura, valiéndose de las instituciones estatales. Claro, es muy simplista como lo planteo, pero es cierto que una narrativa se impuso durante mucho tiempo y que el dinero público se usó no pocas veces como botín cultural de un grupo. Aún así, dentro de ese status quo, la democratización de principio de siglo, trajo consigo la creación de instituciones que poco a poco fueron siendo más plurales, gracias a la lucha de muchos que criticaron el elitismo de estas, cuando no su franca corrupción. El proceso de configuración y reconfiguración del hoy desaparecido Fonca (Fondo Nacional para la Cultura y las Artes) fue un perfecto ejemplo de cómo a través de procesos democratizadores, se había logrado aumentar tanto su alcance como su pluralidad. No se necesitó de propaganda, sino de voluntad. Precaria, insuficiente, si se quiere, pero la dirección era esa.
Con la actual administración toda esa aspiración desapareció, incluidos los espacios para la misma enunciación del descontento, los mecanismos de corrección de las instituciones. El apoyo a las artes se volvió retórico y excluyente. En lugar de haber tenido una política definida de democratización, se optó por una política reivindicativa sin pies ni cabeza, sustentada en la idea, muy pobre, de que para ser justos había que atender solamente a algunos grupos que, según su relato, habían sido sistemáticamente marginados, como las culturas originarias o lo que se entienda por ello. Toda la pluralidad de la cultura mexicana naturalmente no puede subsumirse en un solo rasgo de la cultura popular, como no podía subsumirse tampoco en las configuraciones elitistas y excluyentes anteriores que desaparecieron la crítica no pocas veces. No dejo de pensar, querido lector, con pesar, la gran oportunidad perdida que este gobierno desperdició, de realmente haber abierto, ensanchado y engrandecido la idea misma que de la cultura se tenía: estos años tuvieron en sus manos ese poder de permitir que los propios creadores de cultura crearan un rostro complejo, vibrante y plural, por la tontería y la limitación de la cabeza de la institución cultural. Desaparecer, así sea retóricamente, la alta cultura no es ningún síntoma de justicia, sino de pobreza, por ejemplo. Mantenerla en sus nichos culturales donde solo acceden los privilegiados, también. Desvincular el aparato cultural nacional a través de la precariedad económica, centrar la atención en solo ciertas manifestaciones culturales, de manera sostenida y repetitiva, es también un síntoma de la indigencia intelectual. Hacer la crítica del estado de cosas, hacia el final del sexenio es importante, porque se corre el riesgo de que se crea que la vuelta al status anterior es deseable ante la desastrosa administración actual. En este sentido, la polarización no ayuda en nada a nadie para entender qué es lo que puede hacerse en materia cultural de manera distinta y con una auténtica vocación, tanto democratizadora, como plural. Es totalmente descorazonador mirar las políticas culturales en la Ciudad de México: es una fase aún más desgraciada de la federal, a cargo de Claudia Sheinbaum, donde el arte y la cultura fueron reducidos a casas de cultura en el peor sentido priista y los artistas reducidos a mano de obra barata. El ensayo de esa política cultural ha dejado por saldo la práctica destrucción de la vida artística, transformada en vida del espectáculo populachero y los artistas convertidos en meros instrumentos: “mediadores” o “gestores” precarizados, no creadores de obras críticas y autónomas dignas de ser socializadas. Sería una catástrofe mayor que esa política local tomara la federal, ya despojada de cualquier vestigio de dignidad y de sentido, pero también lo sería regresar al viejo status quo artístico e intelectual. Como verá, querido lector, no hay mucho para a dónde hacerse, para quienes aspirábamos en 2018 un cambio democratizador de las instituciones, no la destrucción de su sentido.
Dicho en otras palabras, fuimos muchos los que queríamos abrir las puertas de la cultura para todos, no cerrarlas para un grupo, así fuera ideológicamente afín.
Sin embargo, todas estas batallas de naturaleza cultural que se dieron al comienzo del sexenio, y que pudieron haber sido fructíferas dejaron de tener sentido cuando “la austeridad republicana” acabó por desmantelar de facto las posibilidades de, ya no digamos expandir la vida artística y cultural, sino de conservarlas. Sin presupuesto, habiendo centralizado en la Secretaría de Cultura los recursos sometidos a la burocracia y los retrasos, no hubo ya batalla que dar. El descuido, el abandono presupuestal es, en realidad, la política cultural de este sexenio; lo mismo da ya qué programen o no. Por eso, en buena medida, la comunidad artística y cultural está en modo sobrevivencia, resistiendo un tiempo que debió ser de florecimiento de las manifestaciones culturales y también de batalla intelectual, si se quiere, y no sufriendo el riesgo de su extinción. No bastaba con denostar el antiguo status quo, exhibirlo como corrupto, sino crear una nueva política cultural que combatiera esos males, dotándola de sentido, cosa que ni siquiera se intentó. En su lugar, se decidió concentrar los recursos en el que es probablemente el proyecto más centralista del que se tenga memoria, en Chapultepec. Sencillamente no se escuchó a nadie, se impuso una idea pedestre y demagógica de cultura y se puso la institución al servicio de unos cuantos, nuevamente.
No sé, querido lector, cómo podríamos crear ahora un proyecto de cultura democratizadora, y abarcadora. No se ve, por ningún lado, un espacio para ello, solo el fantasma de su total desaparición o el fantasma de la reinstauración “conservadora”, lamentablemente.
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