Ah, escribir para jóvenes. ¿Por qué lo hago? En primera, porque no lo puedo evitar. La parte de escribir. La de los jóvenes supongo que porque una parte mía sigue haciéndose las mismas preguntas que los adolescentes se hacen en esa etapa de confusión y búsqueda de su identidad: ¿Quién soy? ¿Quién quiero ser? ¿Cuáles batallas vale la pena luchar? ¿A quién quiero amar? Y bueno, hay otra razón puramente egoísta: estar en contacto con jóvenes te mantiene joven. Así de simple. Son la inmortalidad, el beso del vampiro, la atemporalidad, la frescura. Escribir con jóvenes, pues el asunto es un diálogo, es viajar en el tiempo y yo, intensa como la más intensa de las chicas de 14 años, vivo en carne propia las emociones de mis personajes porque soy mis personajes, porque el aire que tienen en sus pulmones es mi aire, mi alma insuflada, prestada en sus corazoncitos de papel.
Pero, ay, estos viajes en el tiempo pueden ser muy agotadores, porque a mí me gustaría volver a la secundaria como en las películas en que los protagonistas hacen eso con el conocimiento que tienen en su vida adulta. Nadie quiere volver a la secundaria igual de inexperto, vulnerable y, en mi caso, desproporcionado como en ese entonces. No quiero tener otra vez frenos, ni acné que sabe cuándo vas a ver a un chico para aparecer en la punta de tu nariz. No quiero estar parada a la mitad de lo que parece un desierto y preguntarme porqué demonios no hay nadie alrededor, porqué soy un alienígena abandonado por el que nadie vuelve para llevarlo al idílico planeta en que hay otros alienígenas, otros semejantes con los que dialogar. Y escribir no me da el lujo de elegir cómo viajo. Sólo viajo, a veces en primera clase, a veces en un camión lleno de jaulas de gallinas chillonas.
Con motivo de la publicación de mi nueva novela El Club de los Perdedores, que toca varios temas incluyendo el bullying, he estado hablando de mis tiempos en la secundaria más que nunca, más de lo que quisiera. O no, porque como siempre digo, ponerle nombre a los fantasmas los libera y es la única manera de que nos dejen en paz. ¿Cuáles son mis fantasmas? Uf. Son la impotencia, el enojo, la rabia contra los que abusan, pero también contra los que, al notar el letrero de “Patéame” pegado en su espalda, deciden no quitárselo.
En mi escuela existía la infame y vomitiva tradición de los Óscares. Se trataba de un evento que se llevaba a cabo el último día de clases de los grupos de tercero de preparatoria y consistía en darle un “premio”, un Óscar, a cada miembro de la generación a modo de despedida. Las comillas van porque, como se imaginarán, los premios no eran al mejor en física, a la del cabello más sedoso, a la de mejor gusto en tenis. Eran premios humillantes como un pastel para la chica más zorra, porque todos le habían metido el dedo, o un cuchillo de plástico para el gay de la generación, por puñal. Por ejemplo. Yo no fui víctima de bullying: a mí, simplemente, nadie me entendía. Y me encantaba. Gracias a eso descubrí muchas cosas acerca de mí, empecé a leer, a escribir, a imaginar un mundo más allá del colegio, y a buscarlo. Pero no todo el mundo tiene la familia que yo tengo, esa red que más que red es pared tapizada de grafiti diciendo: Eres increíble. Tú vales. Te queremos hagas lo que hagas. Puedes lograr cualquier cosa. Yo fui educada en la empatía y me volví altamente impopular gracias a mi afán de acusar a los “malos” (así se llamaban en ese entonces) por “molestar” (así se llamaba en ese entonces) a los “…”. ¿Qué? ¿A los diferentes? ¿A los vulnerables? ¿A los débiles? No recuerdo cómo se les llamaba en ese entonces. Pero tengo que admitir algo: el papel de pronto me cansaba. Después de todo tenía, también, 14 años. Quería, a veces, estar en mis asuntos y no tener que preocuparme. Los adultos me lo decían, como se lo dicen a Alexa, la protagonista de mi novela: No es tu responsabilidad. Y yo me preguntaba, al igual que Alexa, ¿de quién es, entonces? Y sintiéndome un poco mejor que los demás mientras, al mismo tiempo, luchaba contra mis propios demonios por mi no pertenencia, equilibraba mi soledad con mis batallas contra los “populares”. Los malos.
En la víspera de los Óscares ya no teníamos 14 años sino 17 o 18. Los chicos populares comenzaban a reunirse para planear cómo humillar a los que no pertenecíamos a su grupo, qué podían decirnos para dejarnos un lindo sabor de boca en el último encuentro, luego de 16 años de convivencia. Mis amigos, los “raros” de la generación, serían los más dañados, por supuesto. Los populares, entre ellos, sí celebrarían sus cuerpos, su flacura, su “pegue”, su ser divertidos y cool y líderes de opinión. Enfurecida, fui a hablar con uno de los dos chicos que organizaban con mucho ahínco su festival de degradación. ¿Por qué, después de una vida juntos, quieres hacer sentir mal a los chicos vulnerables? ¿Por qué, si es la última vez que los verás? ¿Por qué? Por que es divertido. ¿Qué es divertido, destruir? Sí. ¿Es divertido destruir a la gente? ¿Por qué quieres que te recuerden así? Porque me vale. Si no quieres, no vayas. Le grité que no iba a ir y no solo eso, haría que nadie más fuera para que él y sus estúpidos amigos se celebraran unos a los otros.
Acto seguido fui con el sector más jodido: la chica alta que ya ni abría la boca y que tenía como apodo un nombre masculino, la amiga con sobrepeso que además era coqueta y considerada una fácil, el chico amanerado, el de la nariz grande. Saboteemos esta estupidez, propuse. No tenemos porqué jugar con sus reglas, presentarnos a su evento sabiendo de qué se trata. Honestamente, ni siquiera sentía que tenía que convencerlos; era clarísimo: los populares me habían confirmado que su objetivo era destruir. Llamar a una “puta”, a otro “maricón”, a otro “cerdo”. Y ellos tendrían que desfilar entre risas para recibir sus premios y aceptar ante todos que eran, justamente, eso. Para la mitad de mi campaña, no había logrado convencer a NADIE de no ir. ¿Pueden creerlo? La necesidad de pertenencia era tal, que los rechazados preferían ser mirados aunque fuera esa única vez y aunque fuera con un blanco pintado en el pecho, sobre el corazón. ¿Por qué faltar?, me preguntó la que sin duda recibiría algo referente a su ser “puta”, ¿tienes miedo a lo que puedan decirte? Me lo preguntaba a modo de reto. Como si presentarse a ser humillada tuviera un valor, implicara que ella era valiente y yo cobarde. No, le dije, a mí no pueden tocarme: no me conocen. ¿Entonces por qué no vas? Porque no me interesa lo que puedan decirme. Porque no avalo esta fiesta carnívora. Porque no quiero escuchar cómo insultan a mis amigos. En la víspera del evento, algunos me dijeron que lo pensarían. Que no habían decidido todavía. Más les vale, le advertí furiosa a mis amigos, que ninguno de ustedes pase al frente a recoger mi “premio”. Y que ninguno de ustedes me llame llorando saliendo de su pasarela de imbecilidad.
Y sí, según supe, la puta fue puta, el maricón fue maricón, la popular sexy fue nombrada popular sexy por sus amiguitos, etcétera. Mi premio, me contaron luego, fue una alcachofa, por “ser dura por fuera pero con un corazón suave”, acompañada de una foto de mi generación, “para que nos conozca porque no sabe que existimos”. Creo que fue el premio más acertado de sus Óscares: ni ellos me conocían a mí, ni yo a ellos. O más bien, yo elegía desconocerlos, tanto a los “malos” como a los “pobrecitos”, pues ambos equipos me habían decepcionado luego de su Celebración de la Vergüenza.