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Jaime García Chávez

29/01/2024 - 12:01 am

Lenin, 100 años después: Un corte de caja

Hoy, ni la obra filosófica de Lenin se sostiene, y mucho menos sus propuestas contrarias a la democracia en favor de la “dictadora del proletariado”, de la que habló Marx de manera más que escasa. A nombre de esta visión se dijeron millones de cosas sin fundamento concreto alguno que le diera validez ética.

El cuerpo embalsamado de Vladimir Lenin en su mausoleo en la Plaza Roja de Moscú. Foto: Sergei Karpukhin, AP.

Don José Ortega y Gasset, el influyente filósofo español, escribió: “Durante diez años he vivido dentro del pensamiento kantiano: lo he respirado como una atmósfera y ha sido a la vez mi casa y mi prisión”.

Por el título de este texto, podría parecer una cita metida con calzador, pero su finalidad es doble, y a mi juicio pertinente: en primer lugar porque es algo muy recurrente que eso le pase a muchos pensadores notables, aunque algunos propendan a negarlo u ocultarlo; en segundo lugar, porque si él padeció una década, los que estuvieron presos del leninismo tuvieron que pasar varias más respirando una atmósfera enrarecida por el Partido Comunista de la Unión Soviética y la abyecta Academia de Ciencias de la URSS, y con base en la vasta obra y biografía de Vladimir Ilich Lenin que ayer cumplió cien años de haber muerto.

Ese cautiverio se refiere no sólo a dirigentes políticos de muchas parte del mundo, sino a notables pensadores del siglo XX, como Georg Lukács, por poner un ejemplo de gran magnitud, o nuestro José Revueltas, autor, por ejemplo, de “Un proletariado sin cabeza”.  

La efeméride de la muerte de Lenin llega en un tiempo en el que prácticamente se le ha olvidado, circunstancia impensable todavía en la década de los ochenta del siglo pasado. Lenin es un hombre clave de la historia contemporánea. Tres hechos bastarían para demostrarlo: en primer lugar, la síntesis de su obra que interpretó el pensamiento de Marx y Engels, y vertebrarlo para articular una revolución en la vastedad de la Rusia de los zares; por demostrar que una revolución podía ser un éxito que se sostendría en el tiempo y no quedar en mero escarceo; y, por último, por haber fundado la URSS con sus quince repúblicas como el primer Estado construido en nombre del proletariado y los obreros, decían.

Estos tres ejes –hay muchos más– nos pueden servir para opinar de un antes y un después de Lenin, y quizás referir algo de su legado que hoy a pocos interesa, si contrastamos esto con la veneración que se le rindió por mucho tiempo.

Lenin formó parte de una familia ilustrada y, obviamente, atormentada por la muerte del hijo Alejandro, su hermano, ahorcado por el zarismo a causa de su activismo político al lado de la organización “La voluntad del pueblo”. Estudió derecho y fue un conocedor profundo de la obra de Marx y Engels, pero no sólo, también conoció a profundidad a los grandes pensadores rusos, tanto políticos como economistas, literatos y poetas. Además tuvo una vida muy cercana a la socialdemocracia alemana, que para él fue modélica, pues era atento a los postulados de la Segunda Internacional, donde los alemanes eran los más influyentes. Muy pronto, por sus actividades, padeció la represión, el destierro y el exilio.

Lenin, desde su temprana edad –vivió 54 años– estuvo inmerso en uno de los dilemas más fuertes de un revolucionario encabalgado entre el final del siglo XIX (La Bella Época) y el XX, con sus grandes crisis, y en especial la Gran Guerra que inició en Europa en 1914.

Ese dilema cobró cuerpo en el debate sobre el carácter de la revolución que se proponía para Rusia y con qué modelo de partido político hacerla posible. El socialismo era una meta distante y reservada para países con gran desarrollo capitalista y una fuerte clase obrera, dos aspectos de los que carecía Rusia en ese entonces.

Estudió a fondo el desarrollo del capitalismo en el imperio zarista, lo incipiente del proletariado; debatió con los populistas de la época y también con el romanticismo económico, y al final se decantó en dos direcciones: a su juicio la revolución sería democrática, con una burguesía mediocre a la que había que neutralizar, y un liberalismo estrecho y sustentada en las fuerzas que la harían posible: los obreros y los campesinos. Aquí la meta del socialismo era una nebulosa. La otra dirección a que me refiero es la organización para impulsar ese cambio. Esto resultó, con el tiempo, esencial para fundar partidos, desentendiéndose de las condiciones imperantes en otros países. 

Rusia era un país atrasado económicamente, y padecía con el imperio zarista una especie de régimen policiaco que hacía imposible tener un partido legal, abierto a la vista de todos. Según el historiador Simon S. Montefiore, era una arcaica monarquía, y como todas las monarquías, “exudaba una autoridad visceral”. 

Entonces se construyó y se fue decantando por Lenin un partido conspirativo, con cenáculos secretos, adverso a la “legalidad” impuesta y cerrada, si quería salvar la vida de sus adherentes y además ser eficaces. Un partido con “comité central” de “unos pocos profesionales tan bien adiestrados y experimentados como la policía de seguridad imperial”, así lo afirmó en su obra “¿Qué hacer?”. 

En ese tiempo, a principios del siglo XX, palabras más palabras menos, se pensaba que Rusia debía pasar por una larga senda por el infierno del capitalismo y, por tanto, la revolución de calidad democrática, al suceder, en los países más avanzados donde el marxismo había podido consolidar la construcción del socialismo en el que pensó Marx. Hablo de Alemania, Francia, Inglaterra y los Estados Unidos.  

Lenin creía en esa divisa internacional y cuando estalló la Primera Guerra Mundial hasta se negó a creer que los partidos proletarios de los países capitalistas apoyaran a sus respectivos gobiernos en la carnicería que fue esa conflagración. Lenin había dicho que sin teoría revolucionaria no hay práctica revolucionaria. Pero también, y de manera férrea, sostuvo que el partido debía contener en su seno “revolucionarios profesionales”, que desde afuera llevarían la conciencia socialista a los obreros. Además practicó un escepticismo radical hacia todo lo que fuera espontaneidad.

Sus ideas no tuvieron buena acogida entre los socialistas de su tiempo, y también fueron rebatidas puntualmente.

En febrero de 1917, finalmente triunfó una revolución democrática y cayó el poder del zar Nicolás II, representante de una dinastía con más de trescientos años en el poder. Pero Rusia continuó en la guerra, que era la calamidad más sentida, en el frente y en la retaguardia. Lenin estuvo distante del escenario de febrero, pero un tren precintado lo condujo al preciso lugar donde se libraba la batalla, donde observa la debilidad del gobierno provisional de Kerensky, y en octubre, con sus “revolucionarios profesionales”, y ante la incertidumbre que reinaba, dirigió un golpe de estado incruento, y decretó que había iniciado así la era de los soviets. Y sí, se hizo del poder. 

Por eso E. H. Carr, el gran historiador de esa etapa, dijo: “Nada tiene más éxito que el éxito”. Y con ese triunfo empezó una era que tuvo en Lenin al revolucionario consagrado para todos los tiempos. Había roto el eslabón más débil de la cadena, y sólo faltaba que la revolución estallar en Alemania, país industrial, para que el socialismo cundiera por el planeta. Pero eso nunca sucedió.

Lenin, como el hombre fuerte de Rusia, sostuvo el timón en sus manos casi siete años, difíciles por las guerras que se le hizo a la nueva república, el hambre recrudecida, la pérdida de territorio, en particular Ucrania, la efervescencia de las nacionalidades, la devastación y las pugnas entre todas las fracciones en el interior de lo que luego fue el Partido Comunista (bolchevique) de Rusia, y con disidentes que se rebelaron porque no creían que esa revolución fuera auténtica.

La insurrección de Kronstadt fue emblemática. Uno de los primeros decretos de Lenin fue crear la policía política y los tribunales revolucionarios a modo, y no pocas veces la famosa “Checa” jugó con las amenazas, la hostilidad y el crimen al altísimo costo de practicar lo que se decía jamás harían los socialistas. Un hecho marcó la historia: la disolución de la Asamblea Constituyente y la proscripción de los partidos políticos, base sobre la cual después se estableció el totalitarismo, el régimen de partido de estado único y gobernante, y una política de adversarios que tenía como divisa la destrucción del contrario.

 Nuestro personaje sabía que al morir se desataría una profunda lucha entre Trotsky y Stalin. Estaba consciente de que las revoluciones son como el mítico dios Saturno, que devora a sus hijos. El escenario que vino luego de la muerte de Lenin ocurrida hace cien caños, fue embalsamar su cuerpo, colocar un mausoleo en la Plaza Roja, santificarlo y colgarle de méritos más allá de lo que daba su papel y que no fue poco de ninguna manera. La revolución se momificó.  

Murió en 1924, el 21 de enero, y empezó la leyenda, el mito que se impuso como cárcel del pensamiento en los términos que afirma Ortega y Gasset. Ahí muchos estuvimos presos.

En tiempos en que se desplegaba su visión para desarrollar la revolución mundial, los partidos de la Tercera Internacional decían orientarse por el pensamiento de Lenin, pero fue este el que dijo que no todo se podía ver a la luz de la experiencia rusa, que no era lo correcto, pero ya estaban entronizados los inventores del leninismo: Zinovied, pero sobre todo José Stalin con su obra, casi un Corán, “Los fundamentos del leninismo”, que tanto daño hizo, mientras la Meca de la revolución estaba en Moscú. 

Hoy, ni la obra filosófica de Lenin se sostiene, y mucho menos sus propuestas contrarias a la democracia en favor de la “dictadora del proletariado”, de la que habló Marx de manera más que escasa. A nombre de esta visión se dijeron millones de cosas sin fundamento concreto alguno que le diera validez ética. Pero lo que relucía es que ahí estaba el éxito, el precedente de la Comuna de París de 1870 había sido el pago a la impericia de no tener un aparato de partido, que como monstruosa maquinaria destruyera todo lo que no coincidía para una nueva aurora de la humanidad.

No debemos desconocer que a pesar de todo esto, la Revolución de Octubre de 1917 se vio efectivamente como una aurora, un renacimiento de los más oprimidos de la Tierra, como en el mundo colonial que Lenin examinó en su obra sobre el imperialismo. 

Cuenta una cuasi leyenda que en 1918 Lenin instaló en Moscú una estatua de Maximiliano Robespierre, el jacobino que mucho se insistió era el modelo de los bolcheviques. No creo que hoy le hagan un homenaje semejante, de esa magnitud, al fundador de la URSS.

Estuve en esa cárcel con este personaje. Lo leí, admiré su biografía, y a su tiempo me deslindé, porque creo firmemente en la democracia política avanzada, y porque no acepto que los que se arrogan la lectura del devenir de la historia se levanten un día como dictadores a imponer su visión. La lista de estos es larga, y en México hay uno que camina por la misma senda.

Cuando vi caer las estatuas de Lenin en lo que fue la URSS, a principios de los noventa del siglo pasado, se despedía a Gorbachov y se disolvía la Unión Soviética; no podía creerlo con facilidad, pero a decir verdad, no me dolió. Ya estaba fuera de la cárcel, pues nunca en esto será posible que se “forme una familia, una ciudad común, entre vivos y muertos” como la que pensó el historiador Michelet de la Francia revolucionaria, que estremeció al mundo en 1789 y que aún está en vida en su despliegue.

Después de 1917, o si se quiere, 1924, Rusia fue gobernada con las mismas formas, esencias y contenidos que lo hicieran los zares monárquicos. Y si los zares eran los padres de Rusia, Stalin alcanzó la reputación del padre eterno de todos los pueblos. Y hoy, el patriarca Cirilo de los cristianos ortodoxos en Moscú, estima que Putin es un milagro de Dios para Rusia, y este dictador cree que Rusia representa una civilización única, algo que ya vimos en el lenguaje del nacionalsocialismo alemán, que condujo al mundo a una guerra devastadora.

¿Será cierta la máxima latina de que la historia es la maestra de la vida?

Jaime García Chávez
Político y abogado chihuahuense. Por más de cuarenta años ha dirigido un despacho de abogados que defiende los derechos humanos y laborales. Impulsor del combate a la corrupción política. Fundador y actual presidente de Unión Ciudadana, A.C.

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