Desde antes de que empezara la campaña estaba seguro que iba a votar por AMLO, lo seguí durante las campañas, lo vi en los debates, leí sus discursos y, llegado el momento de votar, cancelé mi papeleta. Ni siquiera queriendo creer en él pude hacerlo. No pensaba que fuera un peligro para México, ni un radical, ni un émulo de Chávez, por contrario sí pensaba que era un personaje caricaturesco e incongruente. Lo quería votar y no pude, ni a él ni a ningún otro. Ninguno de ellos me representaba o me parecía al menos mínimamente convincente. No sé qué hayan sentido otros primeros votantes, pero para mí las campañas fueron algo monótono y ridículo, votar por primera vez tampoco lo sentí como algo conmovedor o que recordaré como un evento relevante de mi vida. Creo que me voy a acordar más de este día porque un vecino me vino a tocar a mi casa para decirme si le ayudaba a rescatar a un perro de un canal de agua pluvial. En esta heroica gesta terminé con el pulgar derecho torcido y entablillado, en este primero de julio dos veces quedó marcado mi dedo.
No puedo decir nada de las campañas o los candidatos, no recuerdo una sola propuesta significativa, sólida y veraz, no recuerdo una sola idea o frase conmovedora y memorable. Todo esto se trató de cuatro charlatanes ordinarios peleándose ridículamente, atacándose mutuamente y esgrimiendo mentiras para alcanzar la presidencia de México.
Ganó Enrique Peña Nieto y si tenemos un verdadero espíritu democrático, deberíamos estar contentos; al país lo gobernará el individuo que contó en términos numéricos con el favor y apoyo de la mayoría. Está claro que no hubo equidad en las campañas, pero no sólo por parte del PRI; AMLO y EPN empezaron sus campañas hace 12 y seis años, la diferencia es que una fue más efectiva que la otra. Creo que el PRI ganó porque, sin ninguna duda, es el partido que mejor entiende e interpreta este país. ¿Compró votos? Seguramente compró millones de votos, pero los compró porque sabía que podía comprarlos, y los compró con aquello que podía comprarlos. Los ganó o los compró entendiendo los deseos, la necesidad de la gente, estableciendo los canales de comunicación más eficientes y explotando todo esto. No consiguió los votos y las simpatías regalando libros o boletos para el museo y el teatro. Estoy seguro que millones de mexicanos tienen bien aprendida la lección, que de los gobiernos no se recibe nada y, por esto, ya de entrada el gobierno de EPN es mejor que el de AMLO; hoy los que vendieron su voto son 500 pesos más ricos que antes, y todo a cambio de un voto que no les significa nada.
Se dice que el proceso electoral estuvo marcado por el movimiento estudiantil.
Cuenta la leyenda que Julio César, siendo Cuestor de España, un día viendo una estatua de Alejando Magno –quien a su edad ya había conquistado el mundo– suspiró profundamente y rompió en llanto lamentando su inacción, y censurándose a sí mismo renunció a la cuestura y volvió a Roma para emprender obras que algún día le otorgaran enorme fama.
Dos mil años después, casi todos hemos oído alguna vez sobre Julio César. Me pongo a pensar que en otros tiempos, la fama se alcanzaba por el valor y la magnitud de las obras y los logros. Esta fama se incorporaba a la historia y entonces perduraba. Un día “los estudiantes” –tal vez lamentando su inacción– empezaron diciendo “Todos somos Atenco”, y terminado el “Affaire Ibero” nadie se volvió acordar de “ser Atenco”. Se optó mejor por ser el despertador de las conciencias y el flamante protagonista de la democracia. Mientras el PRI se ocupaba de granjearse votos a toda costa, el Paseo de la Reforma y el Ángel de la Independencia se convirtieron en un inmenso diván en el que miles de ciudadanos desahogaban sus frustraciones y sus miedos. Sin historial, sin prospecciones de futuro y sin ninguna conquista atribuible, pero con el favor de todo tipo de profetas, augures y voceros, el #YoDoy132 se elevó al sacro panteón de la democracia. En este mundo híper-conectado, de redes sociales y palabrería en perpetuo flujo, he descubierto que la fama puede preceder a la obra, y aunque millones de palabras ya han sido escritas sobre el #Yosoy132, creo también que tan endebles logros deben ser borrados de la historia, y si los estudiantes o la sociedad civil quieren hacer historia, que la hagan. Para ello deberán persistir en su ímpetu y en su anhelo hasta ver fructificar sus esfuerzos, haciendo oídos sordos a quienes los atacan, pero también a quienes les entonan loas y alabanzas. Y lo digo así porque Julio César quizá haya sido un tirano, pero luchó, conquistó y definió el destino de su país. EPN y el PRI se parecen bastante a esta clase de hombres dispuestos a todo con tal de alcanzar el poder y la gloria. AMLO no era un mesías, ni el “cambio verdadero” iba a venir de él. Hace casi 2 mil años también hubo un profeta, y aún se espera que llegue el redentor que dicho iluminado vaticinó. Mientras este país le tenga miedo a los monstruos del poder y espere que sus problemas los resuelvan los políticos, o sea los más nocivos de sus ciudadanos, o mientras los ciudadanos sigan esperando ser redimidos y rescatados por actores externos y ajenos a sí mismos como AMLO, el #YoSoy132 o la Profecía de los Mayas, entonces la actitud y la mentalidad dominantes serán propias de niños supersticiosos; niños que quieren y eligen un padre proveedor, y que en este país se llama PRI.
Agradezco a todos los que se hayan tomado el tiempo de leer o comentar esta columna que hoy cierra su ciclo, como un ejercicio especial de SinEmbargo.mx.