Jane Smiley, Premio Pulitzer y autora de una veintena de obras de ficción y ensayo, retoma el universo de las relaciones familiares, centrándose esta vez en el miedo que sentimos a herir de forma irreparable, con nuestras decisiones más íntimas, a aquellos a quienes más amamos.
Un amor cualquiera, originalmente publicada en 1989, es una narración que se despliega como una espiral de revelaciones hacia la protagonista, a lo largo de un fin de semana.
Ciudad de México, 28 de noviembre (SinEmbargo).- Hace ahora justo veinte años, los Kinsella eran, en apariencia, una familia idílica y feliz. De un día para otro, el marido de Rachel vendió sin avisarle la casa en la que vivían y se llevó a los cinco niños al extranjero. Ella tardó un año en volver a verlos, y su pánico era tan intenso que se tambaleaba por la acera a medida que se acercaba a su encuentro.
Hace ahora justo veinte años de la ruptura, este preciso fin de semana en que tres de los hijos de Rachel —Ellen y los gemelos Joe y Michael—, ya adultos, cada uno de ellos sumido en su particular crisis personal, se han reunido en la casa materna. Desde aquella separación traumática, a los Kinsella no se les dan bien las despedidas, aunque tampoco las reuniones, en las que los ecos del pasado los desbordan.
Inevitablemente, con esos recuerdos tan vivos para Rachel, no es de extrañar que una conversación casual, en el porche, después de cenar, derive en una confesión sobre los acontecimientos que propiciaron aquella ruptura; lo que sin duda ella no espera es que sus hijos tengan también algo que contarle…
En una narración que se despliega como una espiral de revelaciones emocionales que Rachel va desgranando a lo largo de un fin de semana, Smiley nos muestra las formas en que se desarrollan los amores comunes y corrientes, aquellos que vivimos todos los días, y con exactitud, paciencia y ternura desmonta el mito de la familia perfecta.
A continuación, SinEmbargo comparte, en exclusiva para sus lectores, un fragmento de Un amor cualquiera, donde la Pulitzer y autora de una veintena de obras de ficción y ensayo Jane Smiley retoma el universo de las relaciones familiares, centrándose esta vez en el miedo que sentimos a herir de forma irreparable, con nuestras decisiones más íntimas, a aquellos a quienes más amamos. Cortesía otorgada bajo el permiso de Sexto Piso.
***
No quiero que Joe aparezca y me encuentre de rodillas abrillantando el suelo de la cocina con un jersey viejo de algodón a modo de trapo, pero llega y así es como me encuentra.
–¡Mamá! ¿Qué estás haciendo? ¡Relájate! –dice.
Me siento sobre los talones y le digo:
–¿Y tú qué haces despierto a las seis y media?
Aunque en realidad lo sé. Los dos lo sabemos. Atraviesa la cocina y se sirve su primera taza de café. Siempre se toma tres tazas seguidas, me he fijado este verano: café caliente con un montón de leche y azúcar. Luego se aleja de la cafetera y, para cuando se sienta a la mesa, la taza ya va por la mitad. Está sonriendo. Michael llega hoy. Michael, el gemelo idéntico de Joe, ha estado dos años dando clases de Matemáticas en un instituto de secundaria de Benarés, en la India. Por eso estoy abrillantando el suelo, por eso ninguno de los dos puede relajarse.
El suelo es un entarimado de arce de unos setenta y cinco años. La longitud de los listones –dispuestos diagonalmente– oscila entre cinco y trece centímetros. En los últimos quince minutos he abrillantado todo el suelo desde la despensa hasta la puerta de atrás, donde una hoja alargada de broncíneos rayos de sol ha iluminado mis antebrazos, haciendo que mis manos parezcan musculosas por el juego de sombras. Me gusta este suelo, a pesar de lo delicado que es y de todo el trabajo que da. Parezco mi madre. Y esta ciudad, por más árboles que tenga, se parece bastante a Nebraska, donde crecí. Los movimientos amplios y rítmicos que hago con el trapo resultan balsámicos a la par que productivos.
–A las nueve o así saldré hacia el aeropuerto –dice Joe.
La silla donde está sentado no deja de vibrar. Sonrío.
–¿Por qué no te vas ya? –le pregunto.
–Estoy tranquilo, mamá. ¿Qué te hace pensar que no lo esté? –Por su expresión parece estar al borde de la locura.
Tienen veinticinco años y llevan dos años sin verse–. Mujer, haz el favor de levantarte y tomarte una taza de té o algo.
Y eso mismo es lo que hago por el simple placer de sentarme a la mesa de la cocina con mi hijo. Dejo que me haga una tostada y que me pele una naranja y que cubra de leche mis Krispies de arroz. Hablamos de los geranios de la jardinera y del cortacésped, que está roto, y de los cursos que Joe va a tomar dentro de dos semanas, cuando empiece de nuevo la universidad. No hablamos de Michael. Es un ritual en nuestra familia: no mencionamos a la persona que regresa de viaje mientras esté todavía en camino. Normalmente nos conformamos con no pronunciar su nombre, pero esta vez Joe ni siquiera ha dicho «él» o «mi hermano».
Joe ha estado todo el verano conmigo, el período más largo que hemos pasado juntos en seis años, y me he acostumbrado a él. A Joe le inquietaba la idea de vivir con su madre tanto tiempo, pero la verdad es que ha sido uno de los mejores veranos que recuerdo, con esa vidilla que te da tener a alguien agradable en casa todos los días. Me va a dar pena cuando vuelva a la universidad, y lo sabe. Se levanta de la mesa y va al comedor. Pone un vinilo –no sin antes limpiarlo con esmero– y empieza a sonar Hank Williams. Me lo debía. Reanudo mi tarea en el suelo. Joe se trajo con él su colección de discos: me ha estado regalando momentos musicales inesperados a lo largo de todo el verano, aunque es un tanto exigente: me ha hecho escuchar a Elvis Costello, a los Talking Heads, los Flamin’ Groovies, los Dire Straits. Yo hago como que aprecio las melodías.
–Diría que esto es crucial para tu proyecto de madre ejemplar, si es que quieres tomártelo en serio, claro –me dice él medio en broma.
Tomármelo en serio implica escuchar y tolerar armonías que poco o nada tienen que ver con lo que acostumbro a escuchar; eso sí, como parte de su proyecto de hijo ejemplar, él pone ópera y música folk de la que me gusta a mí.
Joe vivía en Chicago, pero su novia lo dejó en junio. Al poco de venirse conmigo, su novia le escribió cuatro cartas en dos días, y así terminó todo. Louise, así se llama ella. Estuvo aquí de visita cuatro o cinco veces, y debo decir que me gustó, me pareció una chica agradable y franca. Varios días después de llegar aquí, durante el almuerzo, Joe deslizó una de sus cartas por encima de la mesa para que la leyese. El meollo de la cuestión, según había escrito ella, era que no tenía la capacidad de hacerlo feliz.
Entonces Joe se puso de pie y se fue a echar semillas a los parterres. Recuerdo ese sentimiento: la vida con un hombre tan irritable, el techo parecía palpitar a cada hora, a cada minuto algunos días. Pensé que Louise era lista por haber sabido identificar sus limitaciones antes de casarse, antes de tener hijos, pero cuando Joe pasó por la ventana de la cocina, pude ver por el ángulo de sus hombros que estaba devastado, y las lágrimas acudieron a mis ojos por él. Desde entonces no ha salido con ninguna chica.
Aquí su vida social se reduce a Barbara y Kevin, dos amigos del instituto que se casaron al terminar la universidad. Cuando vienen, Barbara siempre quiere que me siente con ella en la cocina y hablemos de muebles, y Kevin siempre quiere llevarme fuera (para que nadie nos escuche, imagino) y poner a prueba mis conocimientos en administración estatal. Tengo cincuenta y dos años, que es la edad en la que, al parecer, tus hijos y los amigos de tus hijos de pronto quieren usurpar toda la sabiduría y experiencia que, en su día, no creyeron que tuvieras y que ahora les resulta de gran utilidad. Soy contable del estado, en el Departamento de Transporte, lo que seguramente explique el interés de Kevin.
Estuve casada una vez y a punto estuve de casarme una segunda. Tengo cinco hijos y cuatro nietos, lo que seguramente explique el interés de Barbara: para ella, amueblar la casa es lo más parecido a enfrentarse a cuestiones de vida familiar e hijos. Mi hija menor, Annie, que tuvo un bebé en mayo, ahora me llama para todo a pesar de que durante años apenas supe de ella. La mayor, Ellen, vive a un kilómetro y medio. Tiene dos hijas y no hay día que no me llame por teléfono o venga a verme. Daniel, que es un año menor que Ellen, vive en Nueva York. Tiene un hijo y me llama todos los fines de semana. Hace tiempo sí fui la fuente de sabiduría materna que creen que soy ahora. Mis caderas estaban hechas para llevar niños en brazos, era capaz de abrirme paso entre juguetes y chiquillos sin tambalearme, sin apenas mirar al suelo salvo para admirar pintarrajos. Para mí, cuatro tronas alrededor de la mesa de la cocina y dos labradores retriever dando vueltas al acecho de la primera sobra que cayese al suelo era pan comido.
Tras abrillantar el suelo, voy al baño y le doy un repaso a la bañera y al lavabo. Me encanta esta casa. Pasaba en coche por aquí todos los días de camino al trabajo. Un día vi que estaba en venta y la compré. Es de estilo neocolonial británico, tiene cuatro habitaciones y está ubicada en una finca enorme que hace esquina, con un porche que rodea toda la planta baja y un segundo piso con balcón, demasiado para una mujer sola, pero idónea, en cierto modo, para mí.
Pienso en ella como si fueran «mis tierras». Aquí, sola –que es como estoy normalmente–, aprecio la extensión de su quietud, nada espectacular, pero tiene espacio y silencio de sobra. En el jardín hay tres castaños que deben de ser indestructibles porque no hay tres castaños que estén tan pegados entre ellos en todo el estado.
Termino el baño, adecento el comedor y ya son casi las nueve. Joe está silbando por la casa, esperando –lo sé– hasta el último minuto para irse. Me quedo bajo la sombra de la puerta del comedor y al momento lo veo bajar por las escaleras metiéndose cosas en los bolsillos, alegre, ansioso. Me quedo embobada mirándolo. Es alto, esbelto, ancho de hombros. Anda muy erguido. Tiene las manos y los pies grandes, y aunque no tiene pinta de ser muy mañoso –a diferencia de su hermano Daniel–, este verano ha reparado un montón de cosas de la casa y se ha hartado de cortar leña con la motosierra que compró nada más llegar. El hombre que va a recoger al aeropuerto es su copia exacta de pies a cabeza: pelos, dedos, uñas. Hace años que no los veo a los dos juntos.
–Me voy, ¿vale? –grita.
–Vale –respondo en voz baja y se da la vuelta.
–No es nada del otro mundo, mamá –exclama.
–Ah, sí. Ya recuerdo. ¿Qué más da?
Nada más irse, suena el teléfono, es Ellen.
–¿A qué hora me dijiste que llegaba? –pregunta.
–Joe acaba de salir. Supongo que llegarán antes del mediodía.
–¿Puedo acercarme?
–Claro.
–Conocimos a un tipo de Filadelfia que estuvo dos años en la India y cuando volvió estaba muy raro.
–¿Raro en qué sentido?
–Bueno, no sé, igual estaban cenando y cogía la servilleta y decía: «Con este trozo de tela se podría vestir a un niño indio». No paraba de decir cosas de ese estilo. Me preocupa que Joe no sepa lo que podría encontrarse.
–Se han estado escribiendo todo el tiempo.
–Las cartas engañan mucho.
–Mira, yo, por mi parte, estoy loca por ver..., por verlo. –Estoy tentada de decir su nombre, pero en el último momento me echo atrás.
–Odio esta costumbre familiar –dice. Y añade–: ¿Vais a venir mañana a cenar?
–¿A qué hora quieres que vayamos?
–A las seis. La verdad es que no creo que me dé tiempo a ir hoy. Jerry está fuera y tengo un montón de cosas que hacer.
–No pasa nada.
Espero un momento que se alarga bastante hasta que Ellen decide colgar.
Me dirijo a la cocina y una conocida ola de pánico me baja desde la cabeza hasta los pies. Sé perfectamente de dónde viene. Cuando Ellen tenía diez años y los gemelos cinco, y había dos críos más entremedias, Pat –su padre– y yo nos separamos. Pat vendió nuestra casa sin decirme nada y se llevó a los niños al extranjero. La mañana que los visité por primera vez después de casi un año, el pánico que sentía era tan intenso que empecé a tambalearme por la acera a medida que me acercaba a la casa. Sabía que me estaban mirando desde las ventanas y yo hacía lo posible por centrarme y andar con normalidad, pero la perspectiva de verlos me hizo perder literalmente el equilibrio. Hay cosas que podemos hacer sin problema en nuestra familia –comer tranquilamente, prestar dinero, contar secretos–, pero cuando nos juntamos, los ecos del pasado nos desbordan.
Michael entra en casa y no es el gemelo de Joe, sino la sombra de Joe: lleva ropa blanca de algodón y está cadavérico. La forma en que me saluda es cien por cien Michael:
–¡Hey, mamá! He vuelto. ¿Me ha llamado alguien?
Sonríe, me agarra por la cintura y me besa en los labios; sus bíceps son pura fibra y siento cómo sus costillas se me clavan a través de la camisa. Intento quedarme quieta y no pegar un respingo. Tratamos de mantener un ambiente distendido, irónico (aunque sombrío por momentos). Miro a Joe y veo en su apagada sonrisa que el aspecto de Michael también le ha calado. Pone el equipaje en el suelo. Estamos esperando a que Michael nos indique qué tenemos que hacer, cómo actuar, y justo entonces acude irrefrenablemente un pensamiento a mi cabeza: nos han devuelto menos de lo que mandamos.
–Has cambiado los cuadros –dice Michael.
Mi mirada sigue a la suya y me doy cuenta de que faltan varias ilustraciones de pájaros de Audubon.
–He puesto aquí las fotos de los girasoles que había en la habitación de invitados. Mamá ni siquiera se ha dado cuenta. Lleva así desde finales de junio –dice Joe.
–Claro que me había dado cuenta.
Las fotos de los girasoles son muy bonitas: los cinco niños y yo de pícnic entre girasoles silvestres en la granja de mi madre, en Nebraska. Los gemelos acababan de aprender a andar. También sale mi madre, enferma pero feliz. Sentada en una tumbona rodeada de girasoles, en la única colina en kilómetros a la redonda. No me había dado cuenta de que las había cambiado de sitio porque aquí es donde estaban antes de que yo quisiera darle a la casa un aire más decorativo, más impersonal. Lo cierto es que Joe también ha cambiado los muebles del comedor y de la habitación de invitados, y cuando prepara la cena, siempre la sirve en los platos más antiguos. Se ha pasado el verano haciéndome preguntas sobre el pasado, especialmente sobre su más tierna infancia con Michael en nuestra antigua casa. Yo no tengo ninguna objeción al respecto, pero no puedo evitar pensar: «Al menos Michael quiere evolucionar y seguir adelante con su vida». Y eso es exactamente lo que hace: mira las fotos con un interés mínimo, se dirige al comedor y deja el bolso que lleva al hombro encima de la mesa. Mira a su alrededor, aprecia todo lo que hay pero no se recrea. Visto por detrás parece más él mismo. Sus hombros no han debido de perder anchura, se mueve con agilidad y calma.
–Cariño, ¿estás cansado? ¿Tienes hambre? –le pregunto.
Se vuelve y sonríe alegremente.
–¿Es que no tengo pinta de tener hambre?
–Bueno...
–¡Mamá! ¡Abre los ojos! Estoy famélico.
En cierto modo, a lo largo del almuerzo, nos damos cuenta de que lo que ha dicho es literalmente cierto. Joe sirve yogur con germen de trigo y pasas, sándwiches de mantequilla de cacahuete, un trozo de queso brie, melocotones frescos. Michael mezcla su yogur y dice en tono jocoso:
–Mis intestinos están irreconocibles. Digamos que mi intestino grueso es como una tubería de PVC, todo lo que entra sale al momento. Le pasa a todo el mundo.
Coge la servilleta pero no dice nada de cuántos niños podrían vestirse con ese trozo de tela.
–¿Cómo que le pasa a todo el mundo? –dice Joe.
–Disentería amebiana. La tengo desde hace un año. Tomo Bactrim. Aunque ahora ya podría curarme. Aquí es posible.
–¿Allí no?
–Te reinfectas una y otra vez, no merece la pena.
–Qué alentador –apunta Joe.
–Bueno, cuando me enteré de que tenía disentería me puse como loco a buscar algún médico que me la curara, o por lo menos alguno que se preocupara. Ahora casi ni me acuerdo de que la tengo.
–Podrías ganarte la vida como fideo. –Se ríen.
Michael suelta el melocotón que se estaba comiendo, apoya los codos sobre la mesa y se sujeta la cabeza con las manos.
–¿Cansado? –le pregunto.
–Desorientado por el jet lag. Veinticuatro horas viajando no es moco de pavo. Los aviones siempre salen de madrugada, y encima la noche anterior estuve por ahí con colegas. Eso sí, me alegro de haber volado hacia el oeste. Por lo visto puedes tardar semanas en recuperarte como vayas por Hawái. Una azafata me contó que llevaba un año sin que le viniera la regla porque hacía el vuelo Nueva York-Nueva Delhi. En trayectos de norte a sur, la regla baja puntual como un reloj, pero las azafatas que hacen los vuelos oeste-este parece que lo tienen crudo para quedarse embarazadas.
Se aclara la garganta y me doy cuenta de que es un hábito nuevo que ha adquirido. Me recuerda a mis tíos granjeros.
Esperaba algún relato más exótico y supongo que estaba, que debo estar, decepcionada. Hago un intento:
–¿Lo echas de menos? ¿Te ha gustado?
Me mira pensativo.
–Conseguí acostumbrarme –dice.
Ya está.
Joe y yo intercambiamos miradas subrepticias de vez en cuando, sonrisas de alivio. En cierto momento del almuerzo nuestro Michael de siempre parece regresar buceando de entre la extrañeza de su atuendo y su discurso y su demacración, un Michael familiar al que podemos reconocer y querer.
Una vez que fui a Washington D. C. me encontré con una amiga del colegio haciendo cola en una charcutería. No la veía desde quinto; por aquella época siempre almorzábamos juntas al lado de los columpios del patio. La reconocí por una vena que le bajaba desde su suave pico de viuda hasta el centro de la frente.
Ella no me miró, así que me quedé callada un momento, y justo entonces ocurrió lo mismo, el rostro de aquella niña de diez años que recordaba a la perfección floreció sobre la superficie de esa mujer desconocida que, por cierto, parecía estar bastante preocupada. Antes de recordar siquiera su nombre, una ternura de treinta años me inundó al ver que mi amiga apenas había cambiado. Es tentador pensar que esto va a ser sencillo.
Estoy pensando en preparar un pícnic esta tarde, en Eagle Point Park, pero no he caído en hacer la compra. Joe está detrás de mí fregando los platos. Michael, arriba.
–Filtros de café. Y helado. Bolsas de basura –dice Joe.
Lo apunto–. Brotes de alfalfa. Un poco de tofo marinado –continúa Joe–. Ojalá fuera ya la semana que viene. Ojalá pudiera pasar de él.
–¿Crees que le gustará la leche acidófila?
–Me encantaría poder decir: «Hey, qué bien que hayas vuelto, luego nos ponemos al día, ¿vale?».
Me levanto despreocupadamente, voy a la despensa y miro los estantes. Joe alza la voz:
–Esto me lo veía venir yo. Mira que estuve a punto de comprarme una entrada para el concierto de Bruce Springsteen. Para esta noche. En Detroit. Tenía la chequera en la mano y el tipo me pidió ciento cincuenta. Yo le dije: «¿Qué tal doscientos?». En fin, que no me lo quería perder.
No digo nada. Joe cierra el grifo.
–Pero en el fondo sabía que no iba a ir. Sabía que al final me quedaría aquí escuchando cómo respira.
El supermercado es mi lugar favorito, una suerte de centro de meditación que siempre me despeja, pero hoy no consigue despejarme del todo. Aún me resisto a volver a casa cuando salgo del aparcamiento y mi reticencia crece a medida que me acerco a ella. Lo más sencillo –igual que cuando te tiras de un trampolín que está muy alto– es seguir adelante sin mirar atrás, de modo que diez minutos más tarde me sorprendo a mí misma en otro centro comercial a pesar de que la leche acidófila y el helado se están echando a perder.
Los espejos de los escaparates me devuelven mi imagen y me quedo un rato mirándome sin saber qué estoy mirando. Lo cierto es que este fin de semana estamos de aniversario: veinte años desde que Pat y yo nos separamos. Si mis hijos se acuerdan, no lo van a mencionar, claro que no. Ni yo tampoco, aunque en esta época del año no puedo evitar acordarme de cómo era mi vida antes.
Me encantó tener gemelos a pesar de que ya había tres críos de menos de cinco años correteando por la casa. Vivíamos en una casa antigua, enorme, en una finca de dos hectáreas. Mi momento favorito del día era por la mañana, cuando me tumbaba en la cama a amamantar a los gemelos, uno a cada lado; luego llegaban sus hermanos y se metían debajo de la manta, y los perros también. Y yo allí, sepultada en carne y ruidos, los pensamientos se desparramaban por todas partes. Teníamos veintisiete años y estábamos obnubilados por la inmensidad del mundo que habíamos creado.
El estudio que hizo Pat sobre alergias infantiles obtuvo un gran reconocimiento. Gracias a su trabajo se descubrió que la pared estomacal de los recién nacidos es una membrana semipermeable y que la leche no humana puede atravesarla sin haber sido previamente digerida y provocar en el bebé una reacción alérgica. No obstante, su auténtico ídolo era Piaget. Adoraba la idea de que el desarrollo cerebral de un niño fuese un proceso ordenado, una máquina natural en continuo movimiento que sólo tenía que ponerse en marcha una vez. Si alguien objetaba que esta visión era demasiado mecanicista, él argüía:
–El cerebro es algo palpable, tan físico como cualquier otra cosa. No es que genere orden, es que es orden. Siente el orden. El orden sienta bien. Pensar sienta bien. Mmmm. –Se rascaba la cabeza, los niños se reían–. Un cerebro jamás será mecánico, por eso no hay peligro, pero algún día las máquinas sí serán de carne.
También le encantaba la idea de investigar a sus propios hijos, pero admitía que, a día de hoy, incluso la muestra poblacional del estudio de Piaget sería irrisible e insignificante. En El libro Guinness de los récords salía una rusa que había tenido sesenta y nueve hijos. A Pat esto no le parecía imposible.
Daba igual lo liado que estuviese, Pat siempre quería que cenásemos juntos, en familia, y durante la cena se mostraba radiante. Daba igual lo pequeños que fuesen los niños, él les contaba todo tipo de hipótesis sorprendentes aderezadas con preguntas mordaces y opiniones sobre sus opiniones. Era su forma de encandilarlos. A mí me había encandilado de la misma manera. La verdad es que era difícil apartar la mirada de su rostro, tanto si eras su hijo como su esposa.
Y bueno, en medio de todo esto, yo me enamoré de un hombre del vecindario. Pat vendió la casa, se llevó a los niños a Inglaterra y mi vida se desmoronó, quedó reducida a nada, tan rayana en la inexistencia que todas las mañanas, cuando abría el armario y veía que mi ropa seguía allí, me llevaba una sorpresa. Cuando pienso en aquella época –veinte años atrás–, la luz que me rodeaba se me antoja cegadora. No era posible proyectar ni una sola sombra. Recuerdo estar en la calle, caminando por la acera, perdida en aquel destello. Siempre me despertaba en mitad de la noche por miedo a que todas las luces de mi nuevo y extraordinario apartamento estuviesen encendidas. No existe ningún motivo que explique por qué recuerdo aquella época de esa manera. No es algo que pueda entenderse. En realidad, sólo es posible revivirlo cuando menos te lo esperas. Que es lo que me pasa a veces.
Pat dejó sus investigaciones sobre alergias hace doce años, después de que el eje de su furgoneta se rompiese cerca de Winter Park, Colorado, y provocase que ésta diese una vuelta de campana y cayese valle abajo. No salió ardiendo, gracias a Dios. Annie, Michael, Tatty (la segunda esposa de Pat), sus dos hijos (Sara, Kenny) y Daniel cayeron desperdigados por la ladera como un puñado de guijarros. Michael, Tatty y Daniel consiguieron salir por su propio pie. Annie se rompió la pierna. Sara, varias costillas y la pelvis. Kenny y Pat quedaron inconscientes tras el golpe. El pequeño volvió en sí tres días después, pero Pat necesitó tres semanas y media, y cuando despertó, el acto de pensar ya no le sentaba tan bien, ni resultaba tan seductor ni efectivo como antes. Los médicos no creían que pudiese practicar la Medicina de nuevo, y mucho menos seguir con sus investigaciones, pero subestimaron su voluntad, al igual que yo la subestimé una vez (y no volví a hacerlo nunca más). No obstante, el accidente fue una bendición para mí porque Pat se relajó completamente con respecto a los acuerdos de custodia. De hecho, la primera vez en seis años que Joe y Michael pasaron más de varias semanas juntos fue el período en que Pat estuvo en rehabilitación y Michael se vino a vivir conmigo.