Sandra Lorenzano
28/10/2018 - 12:00 am
De olvidos y olvidados
En 1950, Luis Buñuel filmó “Los olvidados”, un retrato brutal de la infancia marginal de la ciudad de México. Una película que le valió un importante reconocimiento del público y el jurado del festival de Cannes, y la furia del poder en México. El gobierno de Miguel Alemán la declaró película non grata y “ofensiva a la dignidad” de la patria, y sólo fue exhibida tres días en cartelera
1.
En 1950, Luis Buñuel filmó “Los olvidados”, un retrato brutal de la infancia marginal de la ciudad de México. Una película que le valió un importante reconocimiento del público y el jurado del festival de Cannes, y la furia del poder en México. El gobierno de Miguel Alemán la declaró película non grata y “ofensiva a la dignidad” de la patria, y sólo fue exhibida tres días en cartelera.[1]
Escribió al respecto Octavio Paz quien en ese momento era primer secretario de la Embajada de México en Francia: “Pero ‘Los olvidados’ es algo más que un filme realista. EL sueño, el deseo, el horror, el delirio y el azar, la porción nocturna de la vida también tienen su parte. Y el peso de la realidad que nos muestra es de tal modo atroz, que acaba por parecernos imposible, insoportable. Y así es: la realidad es insoportable. Y por eso, porque no la soporta, el hombre mata y muere, ama y crea”.
¿Quiénes son hoy “los olvidados” en nuestra sociedad? ¿Quiénes los que son mantenidos al margen, los que son estigmatizados, los que son excluidos? En un país como el nuestro en el que más de 53 millones de personas viven en la pobreza (arriba del 43% de la población), y más de 9 millones en pobreza extrema[2], con indígenas en la miseria, con miles de muertos y desaparecidos por la violencia, quizás deberíamos preguntarnos quiénes NO son marginados, excluidos, olvidados. Vivimos en una sociedad de desigualdades e injusticias lacerantes. Imposible no recordar la película de Buñuel al leer el título de este libro sabio y profundo del que hoy quiero hablarles: Los olvidados con mentalidad imperfecta, escrito por Eduardo Lazcano-Ponce y Gregorio Katz, y publicado por el Instituto Nacional de Salud Pública[3].
Buñuel nos mostraba un México cruel y dolido. Desde otra perspectiva, también el México de Lazcano y Katz tiene una parte de crueldad y de dolor. Para los seres que como ellos tienen la sensibilidad a flor de piel, cualquier exclusión, cualquier marginación, lastima, hiere. Pero ambos saben que desde la herida es preciso no sólo denunciar sino sobre todo construir alternativas que permitan ir cambiando la realidad. Ése es el verdadero compromiso ético: imaginar caminos que nos lleven de la empatía a la transformación.
2.
Si, como dice el Génesis, “En el principio fue la palabra”, el primer párrafo de este libro es brutal, porque las palabras no sólo son creadoras, también pueden destruir, condenar, marcar de por vida. En este caso son las palabras del médico, con su “poder omnipotente”, las que deciden la vida de un niño, y con la de él, la de toda una familia. “Su pequeño hijo de cinco años tiene el diagnóstico de retraso mental; como consecuencia de esta condición, estará imposibilitado de estudiar, no tendrá interacción social y menos aún, podrá trabajar.”
¿Dónde están la compasión, el cuidado, el respeto por el ser humano en una sentencia como ésta? ¿Dónde ha quedado el concepto de dignidad humana? ¿Dónde está la figura protectora del médico?
Es muy dura la crítica que plantea el libro a la formación de los profesionales de la salud, y a un sistema cada vez menos preocupado por el bienestar de los pacientes. Las políticas públicas tanto de formación de médicos como de atención a la población están, como todo lo demás en el país, alejadas de la búsqueda de justicia y equidad, y cada vez más dependientes de criterios neoliberales contrarios a los principios éticos que deberían ser el fundamento de la práctica médica. Y cuando se habla de enfermedades psiquiátricas o de “mentalidades imperfectas”, el modelo hegemónico lleva al extremo la indolencia y el desdén hacia quienes requieren atención.
Lazcano-Ponce y Katz tienen, por otra parte, la sensibilidad suficiente como para saber que sólo haciendo referencia a casos concretos, más allá de las estadísticas, se pueden tocar las fibras más profundas de los lectores. Los números difícilmente permiten asir el horror. Una historia, un rostro, un nombre, nos conmueven y emocionan para siempre. De ahí que eligieran contar un caso paradigmático: el de Israel y sus padres, Martina y Alexis. Entre las primeras páginas en las que el médico muestra su falta de empatía y cuidado, como mencionábamos, cuando Israel tiene cinco años, a una cena entre amigos y colegas veinticinco años después, podemos seguir la trayectoria vital de la familia: la conciencia que desarrollaron sobre la situación a la que debían enfrentarse, el aprendizaje, el dolor, los cuidados, las difíciles decisiones, la fortaleza de espíritu, pero también los momentos de duda y debilidad, y finalmente la convicción profunda de que no hay mayor búsqueda que la de aquellos caminos que puedan asegurar la felicidad al hijo. ¿En qué se distingue esa certeza y esa convicción a la que tienen todas las madres y padres de la tierra?
Junto a la inmensa cantidad de mujeres y hombres de todas las edades con discapacidad mental que viven en instituciones psiquiátricas en situación de abandono, porque no existen los centros públicos diseñados específicamente para ellos, el caso de Israel puede servir como ejemplo de las enormes posibilidades de hacer de los niños con mentalidad imperfecta, adultos que gocen de bienestar. Sin embargo, esta historia no quita el dedo del renglón con respecto a la responsabilidad del Estado y sus políticas de salud. Los datos consignados son escalofriantes: en México existen cerca de 3.68 psiquiatras por cada cien mil habitantes, mientras en Suiza hay 44 por cada cien mil.
Martina y Alexis construyen con amor un entorno que da al niño, ahora joven adulto, un espacio de bienestar que le posibilita alcanzar cierta inocente felicidad. ¿Hay acaso algo más importante que eso? Hoy con sus treinta años, Israel trabaja en una panadería, se mueve en un entorno seguro y protector, tiene cierta autonomía y, sin duda, es feliz.
Los temores de sus padres no se terminan: ¿qué sucederá con él cuando ellos ya no estén? El tiempo y el entorno amoroso ayudarán seguramente a encontrar las mejores respuestas.
3.
Me gustaría cerrar estas páginas, que quieren ser también un reconocimiento al trabajo generoso de los autores del libro, con las palabras que el escritor japonés Kenzaburo Oé pronunciara al recibir el Premio Nobel de Literatura 1994. También él, como Martina y Alexis, tuvo un hijo que fue diagnosticado con discapacidad mental. Los médicos les recomendaron al escritor y a su esposa que “lo dejaran morir”. El suyo fue, como el de tantas madres y padres, un aprendizaje de amor:
Lo llamamos Hikari, que significa “Luz” en japonés. Como bebé, sólo respondió a los sonidos de las aves silvestres y nunca a las voces humanas. Un verano, cuando tenía seis años, estábamos en nuestra casa de campo. Oyó un par de pájaros llamados ‘rieles de agua’ (Rallus aquaticus) que trinaban desde el lago más allá de una arboleda, y dijo con la voz del comentarista que había escuchado en una grabación de aves silvestres: ‘Son rieles de agua’. Este fue el primer momento en que mi hijo pronunció palabras humanas. (…)
Hikari fue despertado por las voces de los pájaros a la música de Bach y Mozart, eventualmente componiendo sus propias obras. Las pequeñas piezas que compuso por primera vez estaban llenas de nuevo esplendor y deleite. Parecían rocío brillando en las hojas de hierba. La palabra inocencia se compone de en – ‘no’ y nocere – ‘herido’, es decir, ‘no hacer daño a’. La música de Hikari fue en este sentido una efusión natural de la propia inocencia del compositor.
“La voz de un alma llorosa y oscura” es hermosa, y su acto de expresarla en la música le cura de su tristeza oscura en un acto de recuperación. Además, su música ha sido aceptada como una que cura y restaura a sus oyentes contemporáneos también. Aquí encuentro los motivos para creer en el exquisito poder curativo del arte.
Ese mismo poder curativo es al que hoy nos acercamos en las páginas de Los olvidados con mentalidad imperfecta, para hacer de esos “olvidados” un florecimiento de la memoria para siempre. Sabiendo, como decíamos al inicio, que éste es el verdadero compromiso ético: imaginar caminos que logren su amorosa transformación en seres humanos plenos, respetados y felices.
[1] Ver Guillermo Sheridan, “Recordando ‘Los olvidados”, en Letras Libres, 7 de agosto de 2013.
[2] Según cifras del Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval).
[3] Eduardo Lazcano-Ponce es el Director del Centro de Investigación en Salud Poblacional del INSP, y este libro forma parte de una trilogía. Los otros dos títulos son: Los padres que deseaban concebir un príncipe y tuvieron una cenicienta y Niños en cuerpos de adultos (con prólogo de Arnoldo Kraus). Pueden comprarse directamente en http://www.insp.mx/
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