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Antonio María Calera-Grobet

28/10/2017 - 12:00 am

Dos de noviembre “Día de los Muertos”: Un cuento, una reflexión y un poema

Es algún día cercano al Día de Muertos. Desgraciadamente, hace unos instantes, en los brazos mismos de la cultura mexicana, se ha registrado la muerte de la hora de la comida. Señoras y señores, México está de luto. Y a decir verdad en su pecado lleva la penitencia. ¿Cuántas veces no fue advertida del advenimiento de la pérdida de estilo, de la elegancia? Muchas. De aquellos tiempos gloriosos en que los mexicanos se sentaban a la mesa ha pasado mucho tiempo y parece no importar a nadie. Y es que al parecer ya no hay talante, se acabó el estilo, la clase, y por tanto ya no hay muchas comidas señoriales y si las hay, sólo aparecen rara vez, en bodas, XV años, fechas de verdad muy especiales.

” ¿Ya no nos queremos, ya no queremos a nadie? No lo sé, nadie lo sabe, pero pudiera ser”. Foto: José Hernandez, Cuartoscuro

1.CUENTO: ¿NO OYES GORRONEAR A LOS MUERTOS?

Yo bien, gracias. ¿Qué te digo? Un tanto tieso, aburrido. Del otro lado faltan un chorro de cosas. Veo que pintaste la casa. Te quedó bien bonita. ¿Te ayudaron los chavos? Nunca quise pintarla así, de aguamarina, pero no se ve nada mal. ¿Ya vas a llorar? ¡Por favor no! Me rompes el corazón de pollo, güera. Yo estoy bien, no me llore. Lo que sí es que ando molido. A diferencia del año pasado me costó trabajo seguir el camino. Casi no veía, no se oía bien. Ya de pronto vi la casa de la reja fea y supe que andaba cerca. Vi desde lejos las farolas del techito y al perro. ¿Pinche perro mirruña que nunca se va a morir? Siempre me cagaste perrito. La verdad. Y bueno, ¿qué me hiciste, Güera, dime? ¿Te acordaste del espinazo? ¿No? ¿Por? Te lo pedí como setenta veces, mi vida. Traía un antojo que hasta parecía se me quemaban las tripas. ¡Ja! Dame un abrazo, anda. Dime qué te aventaste ahora. Este arroz es de tu papá verdad. Sus verduras, ternurita. Ya no ha de tardar, flotamos juntos todo el camino pero se quedó platicando con sus amigos en la tiendita de la esquina. Ya sabes, echando la rápida sobre el mostrador. Y esto, ¿se puede un cucharazo? Ta bueno. Es el salpicón de tu tía ¿verdad? Ya sabía. Pinche vieja allá ni me saluda y ahora me la tengo que chutar ahí sentadota en el sofá de la tele. Sí, está ahí. Yo sí la veo. ¡Hasta para ir comiendo va quererse llevar la cabrona ya verás! Ta bien, me callo. Mmm, huele a pozolito verde. Ese es para los chavos, ya sé. Al fin que ni me gusta tanto. Yo lo haría de puro cachetovski. O cuerito ¡ Como tú mera mi vida! ¡Recuero la Güera! Ya de perdis móchate con una tostadita de pata, ¿no? ¿Tinga de pollo? Nel. ¿Y entonces nada especial para mí? ¿Me pediste mis cinco de tripita dorada? ¿Con todo? Genial, estos ya son clásicos. ¿Y la salsa? Mmm, me gusta oler el comino. Me recuerda cuando salíamos directo de la chamba al puesto de tacos del gordo. Por cierto que ya chupó faros ese cabrón. Me lo topé la semana pasada. Siguen buenos, ¿eh? Mmm. ¡Chingón! Tenía un chingo de hambre. ¿Y qué más? ¿Me haces para la que viene un pipián, o mis tortitas de papa con su cotija? ¿Sabes? Lo único jodido de estar muerto es que no puedes comer nada. Todo es como de aire. Ni huele. ¡Una mierda! ¿Te digo algo? Traigo antojo de unas manitas capeadas. ¿Me haces? Pero que no se te olvide, mi amor. Y un entomatado de res, un fideo seco, unos frijoles con manteca. ¡Ya sé! ¿Qué te parece un frijol con puerco? Hace siglos que no como riñones. O una moronga con su yerbabuena y su chilito picado. Unos bisteces en chile pasilla o a la mexicana. Cerdito con verdolagas. Una longaniza en morita. Picosita. ¿Ya viste? ¡Hasta rima ¡Eso mero! Como que quiero algo grasosote. O unos calditos. Eso es lo que más extraño. Si pudiera pasar del otro lado un litro de salsa verde con cebolla, crema, queso, todo eso que se queda en los platos de las enchiladas, de flautas, de sopes. Si tuviera dedos de verdad ahora me los chuparía. Se me hizo agua la boca. Unos huaraches con un chingamadral de manteca y unas costillas arriba para pelarles el perímetro. ¡Uta! Voy a decirle al fantasma de mi compadre que se jale conmigo el siguiente año. ¿Y no hay postre? ¡No quiero irme sin mi atolete mija! ¡Una cubita de perdis! ¿Ginebra de los cabroncitos? No, paso. Mejor echadme un vaso de coca bien frío, ya sabes, para la libación súbita. ¡Eso, mero! Lo mejor, me cae. ¿Vi en el altar que hiciste calabaza? Ya te dije que nadie de allá le va a entrar. Y menos al tequila ese corriente que ponen siempre. Pura finta de altar. Nada de ahí me late. Un mole todo meado por los gatos. Y unos Delicados. ¡No manchen! ¿A quién se le antoja una pinche calaverita toda polvorienta con tu nombre! ¿Sabes que se me antoja y no sé por qué ni me gustaban? Unas quesadillas de picadillo. Pero lo que más, definitivamente, unas gordas de chicharrón prensado. Con chicharrón seco arriba. ¡A huevo, me cae! Si hubiera como pondría un puesto de gordas en Muertolandia. Muerto pero millonario, me cae. ¡No me llore pues! ¡Ya pasó mucho tiempo! ¿Además sólo nos vemos un ratito y ya me va a llorar? No se me agüite. Mejor echémonos unos buñuelos bien ahogados. ¿O nos sopeamos unas conchas en leche fría? Pa batirme como se debe, ¿no? Lo bueno es que los que ya fuimos no tenemos llenadera. ¿Y sabes corazón? Sí que te acepto esas quesadillas de sesos que están por allá. Mmm. Por cierto que ya se puso bueno esto. ¿No los ves? Ya todos están por acá. El tío Miguel con su cara de infarto, tu prima la que se desbarrancó borracha, la vecina diabética de metiche como siempre. Eso sí. ¡Todos metiendo su cuchara, carajo! ¿Ni siquiera oyes gorronear a toda esa bola de muertos de hambre? Sólo andan batiendo el pinche arroz de tu jefe, me cae. Yo digo que tomes el sartén por el mango. ¿Es tu cocina o de esos pinches muertitos gorrones? ¡Pues entonces a chingar a su madre! ¡Órale! ¡De regreso a la chingada todos! ¡Mientras menos burros me más tamales!

2.REFLEXIÓN: MUERE LA HORA DE LA COMIDA

Es algún día cercano al Día de Muertos. Desgraciadamente, hace unos instantes, en los brazos mismos de la cultura mexicana, se ha registrado la muerte de la hora de la comida. Señoras y señores, México está de luto. Y a decir verdad en su pecado lleva la penitencia. ¿Cuántas veces no fue advertida del advenimiento de la pérdida de estilo, de la elegancia? Muchas. De aquellos tiempos gloriosos en que los mexicanos se sentaban a la mesa ha pasado mucho tiempo y parece no importar a nadie. Y es que al parecer ya no hay talante, se acabó el estilo, la clase, y por tanto ya no hay muchas comidas señoriales y si las hay, sólo aparecen rara vez, en bodas, XV años, fechas de verdad muy especiales.

Primero el pueblo se olvidó de comer sobre la mesa, con la familia, como Dios manda, en una hora fija. Luego se olvidó de comer en la cocina. Comía en todas partes y cualquier porquería, de pie, en la cantina, atragantándose, de prisa, casi sin masticar, como se podía, y ya al final, el colmo del mal gusto, se dedicó a comer como fuera, lo que fuera, donde fuera, siempre que fuera rociado con hectolitros de salsa Valentina. ¿En verdad, queridos hermanos, era eso estrictamente necesario? ¿Qué fue lo que pensamos, porque nos hemos hecho tanto daño? No lo sé, pero cala hondo en el centro de nuestro ser.
Porque si es verdad eso de que la familia es el núcleo de la sociedad, entonces la comida que la reúne, aglutina, es el centro por excelencia para la cohesión de la misma. ¿No es cierto que siempre fue en la cocina que tratamos nuestros problemas con nuestros hermanos, nuestros padres, nuestros abuelos? ¿No fue ahí donde se pasaron los tragos más amargos, los buenos, los mejores tiempos? Es así y hay que reconocerlo. Ya no queremos a nuestra cocina. Y eso es muy triste. ¡Luego de todo lo que ella contribuyó a nuestra alegría! ¿Recuerdas acaso cuándo fue la última vez que te sentaste a la mesa a compartir el pan, a platicar, a recordar con los tuyos en calma, como si en ello se te fuera la vida misma, como si nada malo fuera a pasar? ¿Con alma? ¿Sólo pensando en el ahora sin importar lo que sucederá mañana?

Y no tienes necesariamente que echarle la culpa al destino (que así es la vida, que las cosas cambian, que si por ti fuera seguiría siendo lo mismo). Sabes que no sería cierto. Y viéndolo bien, piénsalo, analízalo, se trata del olvido mismo de nuestro ser latino, mexicano. Un tanto la pérdida de lo vernáculo, lo romántico, lo verídico. ¿Ya no nos queremos, ya no queremos a nadie? No lo sé, nadie lo sabe, pero pudiera ser. Lo que es cierto es que la cocina contaba con nosotros y en la cocina nos contábamos. Es decir: ese era el lugar especial para echarnos el relato, hincharnos de relato. Con él nos cobijábamos (regocijábamos, reconfortábamos), con ese relato (sobre nosotros, lo que nos pasa, lo que nos alegra o despedaza), aprendimos a vernos y a analizarnos: a través de las historias de familia (fueran verdad o fueran mentira), los secretos de pareja, los hechos secretos de la escuela, chismes que circulaban de esquina a esquina. Esa era la vieja idea de cocina. Una suerte de combinación entre la alcoba, el púlpito, el confesionario, la plaza pública. Todo cabía en ese cuadrado en eterno movimiento: desayunos, comidas, cenas navideñas año tras año, década tras década, que pudieron haber mantenido a regimientos completos. Y no sólo de alimentos. De mitos, de deseos, de sueños. ¿Cuántas veces no sentimos la vida agolparse en el pecho a la hora de la comida? ¿Cuántas no quisimos romper en llanto a la hora de la cena, por arracimarse súbitamente en ella el misterio de nuestra existencia? Muchas. Ahí los choques con los padres, el intento por derrocar las reglas obtusas, ahí el ensanchamiento de los límites culturales. La cocina fue siempre un campo no neutral: fue el campo de batallas, de adquisición de poder, de identidad individual y grupal.

Ahora ya casi ni existen las cocinas. Han sido recortadas como desayunadores con periqueras, son meros spots para girar en nuestro propio eje, han sido casi reducidas casi a cenizas. Por ello habría que hacer, este dos de noviembre, un réquiem: por los desayunos y su magia, las sendas comilonas caseras, las cenas de prosapia. Muertas las cocinas, muertas las fantasías, las albricias. Porque con la muerte de la hora de la comida, lo que se pierde es pura filosofía, sabiduría. Porque lo que sucedía en esas viejas cocinas, tarde que temprano, terminaba por hacer reflexionarnos sobre la vida misma.

Y con ello, por supuesto, caro lo mismo para nuestra herencia cultural prehispánica o mestiza, mueren también los platillos que nos heredaron con cariño nuestros abuelos, y que en casi todos los casos nos vienen de muy antiguos ancestros. ¿Quién si no es practicando, poniendo a prueba de los juzgados más severos que son los nuestros, podrá aventarse un entomatado, un espinazo, uno de esos caldos prehistóricos que nos quitaron, generación tras generación, el aliento? Nadie. ¿Quién se pondrá a la tarea de ver por la supervivencia de todos estos asuntos? ¿De los ingredientes en peligro de extinción, las formas tradicionales de preparación artesanal, el rescate y publicación de recetas remotas y en desuso? Por ejemplo: ¡La preservación de gusto! Nadie.
Y lo que es más triste es que hemos preferido la modernidad. La absoluta modernidad y su vértigo. Ni siquiera a los merenderos vamos. O casi nada. Y no tiene nada que ver con que estemos cuidando la salud porque a dónde sí vamos es a los lugares de fast food. Nos olvidamos de las fritangas, las tostadas, los tamales, el verdadero comedero mexicano, la comida de mercado. Nuestro legado.

Pues así el panorama. Pero como esto no es la realidad podríamos regresar el tiempo. Hagámoslo. En este momento son las 11:59 de la noche del día 1 de noviembre. La hora de la comida duerme plácidamente en los brazos de su madre, la cultura mexicana. ¿Verdad que cuidarás de ella? ¿Verdad que invitas a tu familia a cenar a la calle, abrigados contra el frío, el olor a aceite hirviendo, a conocer a los vecinos a cotorrear? No importa lo que vayas a cenar. Ahí no se halla la verdad. Cualquier cosa, eso nunca ha sido importante: unos taquitos de bistec, una sopita caldosa, unas tortas, unas burras, unas quecas. La idea es continuar. Porque el patrimonio cultural de un pueblo tiene que ver con lo que cambia, lo que se va, pero también lo que no se va sino se queda.

3.ALGO SOBRE ÉL (POEMA).

Mi padre y yo nací. Mi padre que me enseñó a comer. Mi padre que me enseñó a nadar. Mi padre que en la alberca hacía las veces de oso marino. Mi padre que prendía todo de una tortilla. Mi padre el que no se encuentra por el momento. ¿Padre mío?, le llamaba. “Dime tío”, él decía. “Tío”, le decía. “Te hecho al río”, contestaba. Y yo reía. Mi padre, Salvador Calera Arizmendi Álvarez del Manzano, Marqués del Pumarín, alias “El Panoyo”. Por cierto que yo no sé hacer aún nudos de corbata. Mi padre siempre me hizo los nudos de mis corbatas. Mi padre solía decir que estaba amarillo y chupado. Y mi padre, por cierto, era de los que decía: “Dijistes”. Yo amaba por supuesto mucho a mi padre, y por supuesto esto no es un poema. Mi padre lo único que tuvo fue un doctorado en cerveza. Peor, mi padre tenía un monóculo, y unos lentes, y una lupa. Mi padre a todo decía que sí. Uno le llamaba y jugaba: “¿Sí… lindro?”. Mi padre se acababa cervezas y helados. Mi padre que nos hacía cenas especiales. Mi padre que amaba los tacos. Mi padre que me enseñó el tuétano, mi padre que me enseñó el suadero, mi padre que me enseñó los sesos. Mi padre que nos regaló un asador. Mi padre que fumaba Delicados y bebía tanta cerveza que nos parecía un barril. Mi padre también tenía unos binoculares de la segunda guerra mundial, y con ellos sus hijos apuntábamos a los cráteres de la Luna. Yo digo que cuando nació mi padre rompieron el molde. Así es, señor. En su casa que yo cuido, se oyen aún caer las corcholatas cuando mi padre bebe sus cervezas. Mi padre quedo destrozado de la cara y mi padre se destrozó en cachos en el choque que tuvo rumbo a las pirámides de Teotihuacán. Por eso mi padre fue quemado y ahora es puro polvo. Mi padre, cosa curiosa, dizque hacía composturas de autos, licuadoras, videocaseteras, también de radios. Mi padre, cosa más curiosa, siempre nos dijo que cuando muriera lo regáramos en lotes de coches usados porque le gustaban mucho los autos. Pero regresando a otro orden de cosas me acuerdo que a mi padre yo le decía algo así: “¿Papá?”, le decía. “¿Qué pasión?”, me contestaba. Mi padre ahora ya no nos dice nada. Y no nos dice nada porque el puto polvo no habla.

Antonio María Calera-Grobet
(México, 1973). Escritor, editor y promotor cultural. Colaborador de diversos diarios y revistas de circulación nacional. Editor de Mantarraya Ediciones. Autor de Gula. De sesos y Lengua (2011). Propietario de “Hostería La Bota”.

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