Jorge Javier Romero Vadillo
28/09/2023 - 12:02 am
El acuerdo social necesario
“El problema es que la reconstrucción del orden estatal requiere de un gran pacto político y social que establezca con claridad los mecanismos consensuales para combatir a la criminalidad”.
Todos los días, en la prensa o en las redes saltan a la vista pruebas de la descomposición del Estado mexicano. Esta semana, el artículo de Rafael Prieto Curiel, Gian Maria Campedelli y el difunto Alejandro Hope, publicado en la revista Science, ha causado gran controversia al afirmar que las organizaciones criminales constituyen el quinto empleador del país. Según su modelación matemática, entre 160,000 y 185,000 personas han sido reclutadas para trabajar en diversos negocios ilegales, entre los que el narcotráfico es solo una parte, no necesariamente la más grande. El dato coincide con los cálculos de la consultora Lantia, según nos cuenta su socio principal, Eduardo Guerrero.
El lacerante aniversario de la desaparición de los 43 estudiantes de la normal de Ayotzinapa, crimen sin aclaración satisfactoria, confirmación de la connivencia entre los agentes estatales de diferentes niveles y las organizaciones armadas informales dedicadas al tráfico de drogas, es otra evidencia de crisis del orden estatal, de la disolución de las fronteras entre quienes ejercen la violencia en nombre de del orden legal y quienes imponen por la fuerza su arbitrariedad criminal.
Como ya he escrito muchas veces, el mecanismo tradicional de reducción de la violencia a lo largo del siglo XX mexicano fue la negociación de la desobediencia de la ley, lo que implicaba venta de protección estatal a determinados grupos de bandidos, sobre todo los dedicados al tráfico de drogas. Era una manera informal de regular un mercado ilegal que funcionaba con niveles relativamente bajos de violencia.
Las cosas comenzaron a cambiar a partir de que Estados Unidos lanzó la guerra contra las drogas, en 1971, pero los niveles de violencia desatados a partir del despliegue militar para supuestamente desarticular a los carteles no tienen precedente en cuatro décadas. El despliegue militar ordenado por Felipe Calderón, en lugar de disolver a bandas, ha debilitado al extremo a los gobiernos municipales y ha servido de subterfugio a los gobernadores para no hacerse cargo de la necesaria reforma de sus sistemas de seguridad y justicia. El resultado ha sido la captura o el acorralamiento de las autoridades municipales por parte de las organizaciones criminales.
Las policías locales están anuladas o a sueldo y el ejército o la Guardia Nacional patrullan a ver si se encuentra por ahí con los malos, mientras las organizaciones surgidas en torno al mercado de las drogas se han diversificado y son una suerte de círculos concéntricos de grupos depredadores, que cooperan o se enfrentan, según se pongan las cosas, fuertemente armadas, con mucho personal a sueldo y con propensión a dirimir sus controversias a balazos.
El artículo de Prieto, et. al. muestra la enorme capacidad de reclutamiento que tiene las organizaciones, pues rápidamente se reponen de sus bajas, que son muchas, entre muertos y encarcelados. Se matan entre ellos y mueren en enfrentamientos con las fuerzas armadas federales, aunque el Presidente insista en que ya no hay matanzas. Y, sin embargo, su número se mantiene estable. La inmovilización o la aniquilación solo acaba por estimular la leva y el reclutamiento de nuevos integrantes.
De acuerdo con el modelo, la violencia solo se reducirá en la medida en la que se reduzca el reclutamiento de nuevos empleados. El problema es con qué paquete de políticas públicas se podría controlar el enganche de nuevos jóvenes en las bandas de bandidos. Ya sabemos que dar becas exiguas no sirve de nada, aunque el modelo muestre que la intuición acertaba en el diagnóstico. En las condiciones actuales, con millones de jóvenes de zonas marginadas sin perspectiva de futuro, desertores de la escuela a los quince años y sin posibilidad de incorporación al mercado laboral formal con salarios dignos, frenar el reclutamiento criminal desde la contención de la oferta se ve peliagudo.
Desde el lado de la demanda parece claro que el encarcelamiento y la muerte como perspectiva no son disuasivos; además, también existe leva, incorporación forzosa a las redes criminales de muchísimos jóvenes en las regiones donde estas imponen su control territorial. La pescadilla se muerde la cola cuando resulta que el empleo formal solo surgirá como alternativa si hay paz y legalidad, pues la depredación del bandidaje frena el desarrollo económico.
El repliegue o la captura del orden político local ha permitido su sustitución por redes de bandidaje sedentario que expolian rentas en regiones enteras por medio de la extorsión, el secuestro o el cobro de protección, mientras se dedican a la trata de personas y al tráfico y comercio de drogas. Solo en la medida que se corten sus fuentes de ingresos se reducirá su capacidad de reclutamiento y de violencia.
El problema es que la reconstrucción del orden estatal requiere de un gran pacto político y social que establezca con claridad los mecanismos consensuales para combatir a la criminalidad. Ello implica un nuevo acuerdo social y político en torno a la legalidad y a las instituciones. Solo la reconstrucción consensuada de la legitimidad estatal, incluidas las reglas de uso de su capacidad de violencia, puede frenar el deterioro de la legalidad y el aumento de la arbitrariedad sobre las vidas y las propiedades de la población civil.
Desde luego, el nuevo acuerdo debe incluir el fin de la guerra contra las drogas y la regulación diferenciada de las sustancias psicotrópicas, pues solo así se acabará ese gran negocio. La otra fuente de ingresos proveniente de los mercados clandestinos –la trata de personas– es todavía más difícil de frenar. En ambos casos, las políticas de los Estados Unidos nos externalizan buena parte de las consecuencias negativas de sus leyes obtusas, pues no han sabido regular su demanda de drogas y de trabajadores baratos.
Pero ese gran acuerdo social sólo es posible si hay un pacto político para suscitarlo y ello se antoja poco probable en las condiciones de polarización en las que López Obrador deja al país. Mientras tanto, las fuerzas armadas se erigen en el único contrapeso al bandidaje, a cambio del control del sector estatal de la economía y de una tajada presupuestal enorme, además de lo que les caiga de las rentas extraídas por los criminales.
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