ADELANTO | Propaganda, fake news, posverdad y revolución digital en No hemos entendido nada

28/09/2019 - 12:02 am

La revolución digital cambió los modos de producir y consumir noticias. Ahora Google y Facebook poseen el monopolio de la atención que antes pertenecía a la prensa.

Diego Salazar analiza casos virilizados por redes sociales y medios de comunicación en su intento por captar usuarios; historias falsas y sensacionalistas que quedaron en el inconsciente colectivo.

Ciudad de México, 28 de septiembre (SinEmbargo).- La falsa historia de la azafata que tenía sexo con pasajeros. El ilustrador peruano que no publicó en The New Yorker. La camiseta blanca “diseñada” por Justin Bieber. La pertinencia de mostrar o no imágenes violentas. Las estrategias de las redes sociales para convertir a los medios en anunciantes de sí mismos.

El análisis de estos y otros casos, virilizados por redes sociales y medios de comunicación en su intento por captar usuarios a cualquier costo, sirve para entender los efectos de la revolución digital en los modos de producir y consumir noticias, ahora Google y Facebook poseen en el monopolio de la atención que antes perteneciera a la prensa.

A continuación, SinEmbargo comparte, en exclusiva para sus lectores, un fragmento del libro No hemos entendido nada, de Diego Salazar, por cortesía otorgada bajo el permiso de Penguin Random House.

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INTRODUCCIÓN: TOO SOON TO TELL

La leyenda cuenta que, en 1972, cuando Richard Nixon se convirtió en el primer presidente estadounidense en visitar la República Popular China, el líder republicano se encontraba conversando con su anfitrión, el premier chino Zhou Enlai.

Zhou Enlai, un reconocido diplomático, hombre de confianza de Mao Zedong y el responsable, junto a Henry Kissinger, de la histórica visita de Nixon, había vivido y estudiado en Inglaterra y Francia. Tanto Kissinger como otros miembros de la delegación americana habían comentado al presidente Nixon el interés de Enlai por la historia europea.

Así que durante una de las varias charlas que mantuvieron, Nixon le preguntó qué opinaba de la revolución francesa. A lo que Zhou Enlai respondió: «Too soon to tell». Es decir, «demasiado pronto para saber». Existen diversas versiones del relato. En algunas ocasiones quien hace la pregunta y recibe la respuesta es el propio Nixon, en otras es Kissinger y, a veces, algún otro miembro de la delegación americana. Sea como fuere, la frase se ha convertido en un cliché de la historia política del siglo XX y en un ejemplo de la visión de largo plazo que guía a los líderes políticos chinos.

Imagínate, reza el lugar común, con qué perspectiva histórica contemplan los líderes chinos el mundo, si una de sus mentes más bri-llantes, si uno de los responsables de abrir al mundo la economía y la diplomacia chinas, pensaba, en 1972, que todavía no había pasado el tiempo suficiente para analizar el impacto de un evento ocurrido en 1789, hacía casi 200 años.

El problema es que, en realidad, la historia no ocurrió así. El problema es que la frase de Zhou Enlai ha sido víctima de un enorme malentendido.En 2011, el periodista Richard McGregor publicó en el Financial Times el testimonio de Charles W. «Chas» Freeman, un antiguo diplomático norteamericano que estuvo presente durante la conversación de Nixon y Zhou Enlai.

«Recuerdo claramente el intercambio. Hubo un malentendido que fue demasiado delicioso como para ser corregido», dijo, en 2011, Freeman. El diplomático explicaba que Nixon preguntó por la «revolución francesa» y la «comuna de París». Pero «esos eran los términos exactos con que los estudiantes describían lo que ocurría en 1968 [en Francia] y así fue como los entendió Zhou [Enlai]».

O sea, lejos de refererirse a la Revolución Francesa de 1789, Zhou Enlai respondió creyendo que se le preguntaba por Mayo de 1968, una revolución algo más modesta y que había ocurrido solo cuatro años antes.En una conversación posterior con otro periodista1 llamado W. Joseph Campbell, el diplomático «Chas» Freeman abunda en lo ocurrido:

«No puedo explicar la confusión acerca del comentario de Zhou más que en términos de un estereotipo (y como es usual con los estereotipos, parcialmente revelador) convenientemente reafirmado sobre los estadistas chinos como individuos visionarios que piensan con una mayor perspectiva que sus pares occidentales. Era lo que la gente quería escuchar y creer, así que caló».

La historia de Zhou Enlai y su «too soon to tell» (o «too early to tell» , se usan ambas versiones de forma indistinta) me interesa por dos razones, ambas relacionadas con el objeto de este libro: el periodismo en tiempos de Internet. Y hoy, nos guste o no, salvo contadísimas excepciones todo el periodismo que se hace, se hace pensando en Internet.

Me interesa, primero, por esto que dice Freeman: «Un estereotipo convenientemente ratificado (…) era lo que la gente quería creer, así que caló» . Esa explicación, sin más, puede aplicarse a buena parte de las llamadas fake news o noticias falsas que consiguen eco y una gigantesca distribución en redes sociales. Y segundo, porque, la famosa frase «too soon to tell» encierra en su simpleza y economía de palabras una verdad aplicable al futuro del periodismo en tiempos de Internet.

El periodismo de Internet tiene poco más de una década. Si bien existen websde medios online desde mediados o finales de los años 90, las redes sociales —que son, como explicaré más adelante, el principal motor de cambio de la industria de medios— datan de mediados de la década de los 2000.

El primer tuit fue publicado el 21 de marzo de 2006 por Jack Dorsey, uno de los cuatro fundadores de Twitter. Mientras que Facebook, más o menos como lo conocemos hoy, no apareció sino hasta setiembre de 2006, cuando Mark Zuckerberg abrió la plataforma a cualquier persona mayor de 13 años con una dirección de correo válida e introdujo el newsfeed. Hasta ese momento, Facebook se encontraba solo disponible para estudiantes universitarios y de secundaria de Estados Unidos y Canadá. Y, además, no era sino una colección de perfiles personales a los que uno debía acceder si quería saber lo que cada persona iba posteando en su propio muro. También en 2006 debutó la versión oficial de Google News. Hasta entonces solo existió una versión Beta en inglés, que la compañía iba actualizando y probando.

O sea, si tomamos estos tres lanzamientos como hitos y convenimos en que tanto Twitter como Facebook y Google News han sido funda-mentales a la hora de perfilar la manera en que los usuarios consumimos noticias (y, por ende, en que los medios las producen), podemos decir que el periodismo de Internet no tiene sino poco más de diez años. Nada. No se encuentra ni en su adolescencia. O sea, si alguien hoy, incluso después del tiempo dedicado a investigar y escribir este libro, me preguntara qué opino de las consecuencias de la irrupción de Internet —y Facebook, Twitter y Google News, etc.— en el periodismo y la industria de medios, la respuesta honesta debería ser «too soon to tell».

La respuesta fácil y pesimista sería hablar de la decadencia del periodismo, de la avalancha de fake news, de la pérdida del rigor, de la debilidad de buena parte de la audiencia por la información de dudosa calidad y la complicidad de los medios a la hora de satisfacer con rápidez y sin escrúpulos esa demanda. La respuesta optimista sería señalar, como indico en otro capítulo, que nunca se ha hecho mejor periodismo que el que se hace hoy. Que nunca hemos contado con mejores herramientas para la producción de contenido periodístico y para su distribución. Que nunca ha sido, en teoría, más sencillo llegar a una audiencia gigantesca.

Ocurre, para desinflar un poco ese optimismo, que todavía no sabemos quién va a pagar por ese periodismo. Ocurre que, ante la destrucción del modelo de negocio tradicional ad-driven, es todavía muy pronto para saber qué sobrevivirá y qué no del ecosistema de medios y del periodismo cómo lo conocíamos hasta ahora. «Too soon to tell».

Durante los dos años que he dedicado a la escritura de este libro he tenido la extraña sensación de estar redactando mi propio obituario. El mío y el de mi oficio. Como explico en el siguiente capítulo, el proyecto nació en la columna semanal que escribí durante mi último año como editor multiplataforma del diario Perú. Desde entonces, el libro ha ido tomando muchas formas. Lo que originalmente iba a ser tan solo un puñado de reflexiones sobre el estado actual del periodismo, se convirtió en una investigación obsesiva. Artículos tras artículos, libros tras libros, conversaciones tras conversaciones, entrevistas tras entrevistas. Millares de notas tomadas en libretas o en un notebook de Evernote.

Y en eso andaba cuando un día, en junio de 2017, decidí, para empezar a ordenar las ideas, abrir un blog llamado No hemos entendido nada.En principio no iba a ser más que eso, un espacio personal pero abierto al público donde ir descargando los datos que iba acumulando y las reflexiones que iban surgiendo a propósito de lo aprendido durante mi investigación. Pero, poco a poco, el blog pasó de ser una libreta en sucio a ser casi el libro mismo.

A diferencia de muchos periodistas, de muchos escritores, yo empecé a vivir de escribir casi desde el inicio de mi carrera. Conseguí mi primer trabajo fijo como redactor a los 21 años, cuando todavía era un estudiante de Derecho inmigrante en un país extranjero que soñaba con ser escritor. Por esos años, a principios de los 2000, empezaron a surgir blogs por todas partes, blogs donde aspirantes a periodistas y escritores escribían todo aquello que nadie les pagaba por escribir.

Yo leía esos blogs, algunos mejores, otros peores, pero con honrosas excepciones, los miraba con una pueril e idiota condescendencia. Cuando alguien me preguntaba por qué no tenía un blog, respondía, desde mi insolencia tardoadolescente, que yo solo escribía por dinero. Si alguien quería pagarme por un blog, fantástico, pero no tenía intención alguna de dedicar horas a teclear sin recibir dinero a cambio.

Que este libro se haya escrito en un blog, un blog que nadie me pagó por escribir, un blog en la era en que a nadie parece importarle ya los blogs, no deja de ser una deliciosa ironía, una bofetada de realidad a mi pretencioso yo tardoadolescente. Que este libro haya tomado forma en un blog es, también, un involuntario homenaje a una plataforma que cambió la producción de información en Internet en la primera década de los años 2000 y que hoy, parece, se encuentra en retirada. Los blogs, vistos ahora a la distancia, fueron la última innovación en lo que a producción de contenido se refiere antes de que viniera Facebook y devorara todo.

Un ejemplo, The Awl, quizá el blog independiente más inteligente de la prensa norteamericana, anunció su cierre el 16 de enero de 2018. Muchos lectores no lo conocerán, pero The Awl, con su lema «be less stupid» («sé menos estúpido»), se convirtió en el ejemplo de que el contenido en Internet podía ser provocador sin dejar de ser elegante y que para tener éxito en Internet no hacía falta minusvalorar a tu audiencia. Desde 2009 hasta 2018, fue la cantera de una generación de periodistas norteamericanos que ahora pasean su talento por las páginas de Vice, The Atlantic, The New Yorker, The New York Times, Buzzfeed y un largo etcétera de publicaciones.

En su post de despedida, uno de los editores y co-creadores, Alex Balk, escribió acerca del nacimiento de The Awl:

Creíamos que había una audiencia de lectores inteligentes que estaba siendo atendida de forma pobre por las mismas historias de siempre en repetición constante, empobreciendo aun más su dieta lectora. Creíamos que no había tema que no mereciera ser escrutado, siempre y cuando se abordara desde un ángulo inteligente. (…)

¿Qué tal lo hicimos? Bueno, estamos muertos ya, así que quizá no lo hicimos genial, pero sobre-vivimos bastante más de lo que cualquiera de nosotros pensó al principio, así que lo hicimos mejor de lo que esperábamos.

Líneas más adelante, Balk insistía en la hazaña que supusieron los nueve años de existencia de The Awl:

Si estás dispuesto a sacrificarte, nunca tendrás que ceder en tus principios, y me siento orgulloso al decir que cedimos muy poco a lo largo de estos nueve años. Eso, desafortunadamente, significa que nos sacrificamos bastante, y que pasado cierto tiempo tanto sacrificio se hace insostenible. La sorpresa no es que The Awlno haya durado, la sorpresa es que haya durado tanto tiempo.

Ese tono elegiaco, incluso triste y desengañado, contrasta con los inicios del blog. Esto es lo que decía Choire Sicha, otro de los co-fundadores de The Awl, al fallecido corresponsal de medios de The New York Times, David Carr, en una nota de 2010:

Mis amigos no paran de hablar sobre lo mucho que les gustaría lanzar un site, pero se quejan de que necesitan soporte financiero, y yo los miro y les digo qué están esperando. Todo lo que necesitas es WordPress y teclear un montón. Claro, me fui a la quiebra empezando [The Awl], destrocé mi vida y trabajo todo el tiempo, pero más allá de eso no ha sido tan difícil.

En el mundo pre-Facebook fundar una web era relativamente barato y uno podía esperar, quizá equivocadamente, que con el tiempo y una audiencia creciente la publicidad digital terminaría pagando las facturas. Eso fue cierto incluso hasta hace poco, hasta que Facebook y Google se adueñaron por completo de la torta publicitaria y la idea de «contenido» desvirtuó hasta la confusión las diferentes formas de información producidas en Internet.

En el Internet de nuestros días, un site generalista pequeño, que hable de todo un poco, no tiene ninguna esperanza de vida. Las audiencias se han atomizado de tal forma y los precios de la publicidad digital son tan pequeños, que es imposible que una publicación orientada a un público general, sin un nicho de mercado extremadamente marcado, sobreviva. Así lo explica Ben Thompson, autor del blog Stratechery, uno de los analistas de las industrias digitales más interesantes que conozco y a quien citaré repetidas veces en este libro:

Debido a la forma en que Internet funciona, uno no gana sirviendo a una audiencia general, uno gana encontrando esos nichos por los que un grupo más o menos amplio de gente se obsesiona. Ese es todo el sentido del negocio, encontrar nichos que le importan de verdad a la gente y cobrarles bastante dinero por atenderlos.

Si se fijan, esa idea es radicalmente opuesta a lo que hacían hasta hoy los diarios y revistas. En el modelo de negocio pre-Internet, uno buscaba atender a la mayor cantidad de público, intentando satisfacer la mayor cantidad de necesidades —u obsesiones— distintas a la vez, porque eso era lo que alquilaba luego a los anunciantes: volumen de audiencia.

Pero, gracias a Internet y a que hoy todos somos productores de contenido, las audiencias se han atomizado al infinito. Nadie necesita acudir a un medio de información general para buscar el contenido que le interesa. Tanto Facebook, Twitter o herramientas como Flipboard o Apple News, se encargan de rastrear aquello que satisface nuestros intereses y de ponérnoslo delante de los ojos. Sin necesidad de tener que buscar en un incómodo armastoste de papel pasando páginas de otros asuntos que no nos importan en absoluto.

Una de las mayores muestras de lo disgregada que es nuestra cultura contemporánea es que, a mi entender, uno de los escritores más brillantes y fundamentales para entender el mundo en que vivimos, es un ingeniero norteamericano radicado en Taiwán que no escribe libros ni publica en ningún medio conocido, impreso o digital.

Ben Thompson, a quien citaba párrafos arriba, escribe cuatro artículos semanales en un blog personal llamado Stratechery, donde analiza la industria tecnológica y los enormes cambios que se producen tanto al interior de esta como en las formas que tenemos los usuarios de interactuar con ella. Lo mismo habla de la crisis de la prensa que de los escándalos que acabaron con el CEO de Uber o las diferencias profundas entre la cultura de Amazon, Apple y Facebook.

Leerlo no es gratis, ni barato. Stratechery es accesible vía suscripción —10 dólares al mes o 100 anuales—, pero créanme que vale cada centavo. Thompson no es solo un profundo conocedor de la industria —ha trabajado en Apple, Microsoft y WordPress—, sino que posee una prosa límpida y sus argumentaciones son, por lo general, estupendos compendios del estado de la cuestión y los posibles escenarios futuros del tema que ese día haya elegido.

Sin embargo, estoy casi seguro de que la inmensa mayoría de ustedes, las personas con este libro en las manos, casi todas cultas y leídas, no tienen idea de quién es Thompson ni de lo fundamental que es su trabajo para intentar comprender la manera en que la tecnología está cambiando nuestra sociedad, economía e incluso comportamiento.

Soy cualquier cosa menos un apocalíptico (en la acepción que le dio Umberto Eco al término), pero mientras más investigo y leo sobre la manera en que Internet y las redes sociales han cambiado y están cambiando nuestra cultura, no puedo sino, de tanto en tanto, detenerme shockeado por la velocidad con que preceptos que dábamos por sentados —como que todas las personas que nos consideramos cultas o intelec-tualmente curiosas podíamos estar seguras de compartir cierto canon— están desapareciendo o han desaparecido por completo.

Hace poco, en una reunión de amigos, entre copas de vino y charla política, dije que los periódicos formamos parte de la industria del entretenimiento. No es la primera vez que lo decía, lo había dicho ya un año antes en una entrevista que me hicieron, pero nadie la leyó o no me hicieron mucho caso, porque no levantó mayor revuelo. En esta pequeña reunión, donde todos éramos periodistas, escritores o alguna variante de gente a la que se le paga por leer y escribir, en cambio, se me lanzaron al cuello. La intelligentsia cultural limeña no iba a dejarme escapar esta vez: ¿cómo es posible que digas eso? Los medios tienen una responsabilidad ante la ciudadanía, no son un mero entretenimiento.

Yo sé que parece increíble, pero hay periodistas que piensan que la gente se levanta temprano por la mañana, se ducha, se prepara el café, se sienta a la mesa, dispone los periódicos (varios y en papel, porque leer solo uno y en una pantalla es de plebeyos incultos) y se dice a sí misma en voz alta: bueno, ahora voy a informarme. Por supuesto, esa gente no existe, ni ha existido nunca. Pero, ¡ay de ti como se te ocurra intentar argumentarlo en una discusión entre «colegas»!

La sola idea de que su trabajo, ese tan importante sin el que la sociedad no podría vivir, ha de competir por la atención de usuarios de Internet con el último test gatuno de Buzzfeed, el nuevo video de la vedette de turno, el reciente escándalo de Justin Bieber o la enésima repetición de un gol de Paolo Guerrero, amenaza con producirles un aneurisma. No, lo nuestro no es entretenimiento, es un servicio público imprescindible y debe ser tratado y consumido con el respeto que se merece. Ah, ok.

En agosto de 2015, Stephen J. Dubner, el famoso coautor junto a Steven Levitt del libro Freakonomics, publicó un episodio de su podcasttitulado «Why Do We Really Follow the News?». Como algunos saben, Dubner y Levitt se convirtieron en un fenómeno cultural a mediados de los años 2000 por explicar aspectos de la vida cotidiana, política y social desde un punto de vista económico y heterodoxo. Así que Dubner, en el podcast, plantea que quizá la razón verdadera por la que seguimos las noticias no es el deber ciudadano, ni el deseo de ser mejores personas, ni la convicción de que estar mejor informados nos ayuda a tomar mejores decisiones, sino porque, en el fondo, nos entretienen.

Por supuesto, hay quienes desde su torre de marfil con vista al malecón piensan que la palabra entretenimiento es una invitación al pecado y el advenimiento de los bárbaros. Pero no. Como explica uno de los invitados al programa de Dubner, el economista Matthew Gentzkow, los seres humanos buscamos construir y contarnos historias sobre lo que nos ocurre. «A la gente le gusta pensar en sus propias vidas como una historia (…) y lo que ocurre en el mundo a mi alrededor provee el contexto para ese relato». Y, por supuesto, esas historias han de ser entre-tenidas. Tanto las nuestras como las ajenas. De lo contrario, quién les prestaría atención. De hecho, otro de los expertos entrevistados por Dubner explica que «es muy posible que el componente de entreteni-miento de la política —esa suerte de carrera de caballos— es lo que hace que mucha gente le preste atención».

No entender eso, ni entender las maneras en que ha cambiado el consumo de información de la gente son solo dos de los errores graves que hemos cometido periodistas y medios. Por momentos siento que la prensa, léase, los periodistas y los dueños de las cabeceras, han encontrado en Facebook el enemigo perfecto para una industria en decadencia que, en muchos casos, se niega a cambiar. Un enemigo cuya sola presencia sirve para justificar de manera irreflexiva y con simpleza su propio fracaso.

Facebook ha destruido el modelo de negocio de la prensa, pero no ha destruido el periodismo. Y lo cierto es que, en todo caso, los periodistas y responsables de medios hemos sido cómplices. Y lo hemos sido, principalmente, por ignorancia. Una de las cosas que más sorpren-dería a un auditor externo, ajeno a la industria de medios, es descubrir lo poco que periodistas, editores y gerentes de prensa conocen de su propio negocio.

La escritura de No hemos entendido nada, y las muchas lecturas que he puesto en el empeño, han sido la mejor manera que encontré de paliar esa ignorancia y superioridad moral absurda propias de mi gremio. Por supuesto, combatir la idiotez propia, «ser menos estúpido» como decía la cabecera de The Awl, es un trabajo diario y que difícilmente se acabará con el punto final de este libro. Espero que su lectura les ayude, al menos un poco, a no cejar en el esfuerzo.

Junio, 2018.

Lima, Perú

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