Leonard Cohen, el profeta familiar, dice en una canción que es imposible intercambiar los regalos que estás destinado a conservar. Regalos, vocaciones, dones: el don de su voz dorada, como le llama él a su poesía. Si algo no me esperaba yo, que me ponía roja al hacer un comentario en una reunión social y que no lograba ni disciplinar a mis adorables perritos, era adorar la docencia. Ya que los planes iniciales de hacerme millonaria por ser artista no han funcionado (¡terrible sorpresa!), decidí completar mis magros ingresos con la segunda profesión mejor pagada de México después del “artistismo”. Tengo un taller de escritura autobiográfica abierto al público y otro en una preparatoria, y resulta que la enseñanza está persiguiendo a la satisfacción rotulada “Escribir” en la carrera de obstáculos, y aunque va unas vueltas atrás (y siempre será así), ya está en la misma pista: ninguna otra actividad había podido inscribirse siquiera a la carrera.
Es cierto: las vocaciones te persiguen, se te cuelgan de la espalda y se vuelven terriblemente pesadas cuando las sacas de su ecosistema y te las llevas a otra pista; peces pescados que se llenan de agua salada hasta el último poro, te resecan la piel y te obligan a andar llorando su mar por ahí. Cuando yo era niña estaba preocupada: ¿Y si soy un genio de la física pero no llego a enterarme? ¿Y si estoy destinada a ser una violinista virtuosa pero simplemente no llego a meterme a las clases? Ah, cómo quería ser un genio. Mientras intentaba descubrir cuál era el Nóbel que me esperaba, escribía. Pronto entendí: las vocaciones te eligen aunque intentes huir y te esclavizan. ¿Cómo sé si debo dedicarme a escribir?, me preguntan los alumnos, porque no puedes dejar de hacerlo y sentirte completo.
Yo me di cuenta de lo feliz que me hacía compartir gracias a mis lectores. Después de mis primeras publicaciones comencé a recibir textos y peticiones de talleres, opiniones y consejos, y mientras a mi alrededor me recomendaban que me distanciara, que “me diera mi lugar” como escritora, yo comencé a relacionarme más y más con los jóvenes aspirantes a escritor, y a preguntarme qué implicaba este lugar. Encontré que el tema de escribir para mí incluye otra cosa: la responsabilidad de compartir lo que la literatura me ha dado, la sublimación que ha significado para mis violencias, los mundos a los que me ha dado acceso, tanto afuera de mi mente como adentro. Mientras más dialogo con adolescentes (y por lo tanto, con mis fantasmas internos), más obligada me siento de darles una herramienta más para la sobrevivencia: escribir. No todos se convertirán en grandes escritores, pero algunos encontrarán que ponerle nombre a sus monstruos los hará menos amenazantes. Que tienen una historia y una voz para contarla. Que no es necesario conformarse con un solo mundo, con un solo amor, con un solo concepto de lo que es la vida y lo que somos nosotros.
Los jóvenes escritores se toparán con que la literatura tiene su lado oscuro y peligroso: para lograr que las palabras estén vivas, es necesario darles respiración de boca a boca, y eso a veces nos deja sin aliento. Estarán los que se nieguen, y se aferrarán al avión que está a punto de estrellarse con tal de no dejarse caer al abismo de sus propias almas. Habrá alguno arrogante, al que el manejo excelso de la herramienta le haga creer que los textos caminan; son sólo autómatas. Caminarán, pero al llegar a una pared, se quedarán ahí hasta que se les acabe la batería. Los que elijan desmadejarse, desenvainarse, prenderse en llamas, vivirán emociones tan extremas como no se imaginan. Se enamorarán cien veces, morirán doscientas, revivirán con rostros hermosos o deformes.
Tal vez alguno de ellos, sólo tal vez y tal vez sólo uno, sabrá, porque se sabe, que no dejará de escribir jamás. Que ha aterrizado en el fondo de ese mar poblado de criaturas maravillosas y terroríficas, en donde está tan oscuro que parece que se vive bajo tierra, y que esa es su casa. Estará anclado ahí con la más hermosa y pesada de las anclas, y aunque se sienta sofocar querrá quedarse ahí: sabrá que si sale, será un anfibio extrañante del agua marina para siempre, que se le secarán los pulmones y todo dejará de importar… El oleaje lo llevará de aquí allá, el Triángulo de las Bermudas le parecerá un mal chiste en comparación a los tornados en los que andará girando, disfrutará de las corrientes cálidas, se enfrentará a tiburones y será tiburones otras veces, verá un submarino y querrá pedir rescate… cuando lleguen por él no se subirá. Se cuestionará cada día si lo que hace sirve para algo, si en verdad tiene algo que decir, si no debería haber elegido otra profesión. Entonces maldecirá a la mamá que un día le dijo que escribía muy bonito, al primer libro que le hizo vibrar y pensar “daría lo que fuera por hacer que alguien sienta esto al leerme” y, ojalá, ojalá, ojalá, a una maestrita de pelo corto y cara de niña.