Patiño, quien padecía Alzheimer, falleció a mediados de marzo, el mismo día que Madrid registraba otras 200 víctimas por el nuevo virus. En ese momento, las funerarias no daban a basto y el cuerpo del anciano de 84 años quedó encerrado bajo llave en la misma habitación donde murió.
Por Aritz Parra
MADRID (AP).— Zoilo Patiño podría haber sido tan sólo una cifra más entre los 19 mil ancianos fallecidos por el nuevo coronavirus en las residencias para personas mayores de España, pero su muerte en medio de la pandemia ayudó a visibilizar un sistema de cuidados caótico, viciado y precario.
Patiño, quien padecía Alzheimer, falleció a mediados de marzo, el mismo día que Madrid registraba otras 200 víctimas por el nuevo virus. En ese momento, las funerarias no daban a basto y el cuerpo del anciano de 84 años quedó encerrado bajo llave en la misma habitación donde murió.
Una brigada militar acudió a desinfectar el Centro de Mayores de Usera 24 horas después, y se sorprendió al encontrar el cadáver de Patiño. Este y otros casos similares acapararon titulares por todo el mundo cuando la ministra de Defensa, Margarita Robles, dijo en televisión que había “ancianos absolutamente abandonados, cuando no muertos, en sus camas”.
“No era lo ideal tener un cuerpo que era posiblemente altamente contagioso ahí”, señala José Manuel Martín, un trabajador de la residencia que durante horas trató de localizar a funerarios disponibles.
“Pero, ¿qué más podíamos hacer nosotros? Ni siquiera estábamos preparados”, prosigue. “No teníamos los sudarios adecuados como para tener un cuerpo infectado ahí tanto tiempo, más en una habitación donde la temperatura era bastante elevada”.
El sombrío hallazgo desembocó en una investigación penal y ha propiciado un duro examen de conciencia sobre las residencias de ancianos en España, donde se han registrado más muertes durante la pandemia que en cualquier otro país de Europa.
Buena parte de la atención se ha centrado en las residencias de propiedad gubernamental, como el centro de Usera, cuyo día a día ha pasado a ser gestionado por empresas privadas, muchas de ellas multinacionales respaldadas por firmas de capital riesgo que buscan un retorno de sus inversiones mediante recortes de personal, gastos y, según varios afectados, también la calidad del cuidado.
Una investigación de The Associated Press en el centro de 160 residentes, donde Patiño y otros 41 usuarios fallecieron, reveló cómo se redujeron costes durante los años previos a la pandemia y cómo se tomaron decisiones muy cuestionables en el pico del brote. Entre ellas, el principal responsable médico de la residencia ordenó a las trabajadoras que dejasen de utilizar máscaras protectoras. Y también se permitió que pasasen seis días cruciales antes de cumplir con una orden gubernamental que exigía separar a los contagiados de los sanos.
Docenas de entrevistas con empleados, familiares y residentes, junto con el rastreo de documentos a disposición pública y otros obtenidos por la AP ayudaron a reconstruir un cuadro que se asemeja más a un modelo de “comida rápida” que al de un cuidado efectivo y compasivo de personas. Los testimonios exponen equipamiento estropeado, errores continuos en la administración de medicinas y auxiliares de enfermería responsables de limpiar, alimentar y cuidar a 10 o más residentes a la vez, con el tiempo para comer acortado continuamente y usuarios a los que se obliga a utilizar pañales para reducir las visitas al baño.
La multinacional que opera la residencia de Usera cuestionó los hallazgos de la AP y señaló que trabaja para prevenir futuros rebrotes del virus. También rechazó responder al planteamiento que hacen algunos órganos de vigilancia y políticos sobre la necesidad de reformar un sistema que incentiva la entrada de fondos de inversión en la gestión de las residencias públicas.
“El modelo no funciona”, reconocía ya en febrero, a menos de un mes de que el nuevo virus corriese como la pólvora en estos centros, Alberto Reyero, el responsable de políticas sociales y, por tanto, de la red de residencias de ancianos en el gobierno regional de la Comunidad de Madrid.
“Debemos encontrar otra vía”.
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Una cacofonía de toses se instalaba en los pasillos de la residencia Usera la mañana del 12 de marzo. Como en muchos centros de mayores de todo el país, dentro de este edificio de ladrillo rojo docenas de residentes también empezaban a mostrar fiebre y otros síntomas tan familiares durante la temporada gripal.
A pesar de los signos incipientes, el protocolo existente para responder a brotes de enfermedades infecciosas no se activó inmediatamente. No había guantes disponibles ni otro material de protección, y eso de realizar pruebas por COVID-19 era algo que los trabajadores de la residencia habían visto sólo en televisión.
Esa mañana, al inicio de su turno de trabajo, una auxiliar de enfermería se colocó la máscara que había comprado con su propio dinero y se encaminó hacia el último de los cuatro pisos de la residencia, a la planta habitada por los usuarios con mayor dependencia. En las escaleras, el médico del centro la retuvo un momento.
“’Quítate esa porquería que no vale nada’”, el doctor le ordenó, según señala la trabajadora, que pidió ocultar su identidad porque teme represalias de sus empleadores. “Dijo que todo lo que estaba haciendo era asustar a los residentes”.
El 16 de marzo, después de que Patiño se despertase con fiebre, dificultades para respirar y sin apetito, el doctor convocó a algunas de las auxiliares a una reunión en la que se les informó de que la residencia había detectado una posible primera infección. Quienes acudieron a la reunión señalan que se les recordó, una vez más, que no debían protegerse con mascarillas. Para reforzar el argumento, el médico compartió una grabación con la voz de alguien que presentó como un experto diciendo que las mascarillas sólo servían para extender el pánico.
Cuatro días después, Patiño se convertía en una de las primeras víctimas del coronavirus en el centro de Usera y durante las siguientes semanas las muertes se contarían a un ritmo de dos y hasta tres por día.
Con el país entero sometido ya a esas alturas a un estricto estado de emergencia para combatir la pandemia, las autoridades sanitarias ordenaron el 21 de marzo que las residencias separasen a los usuarios en cuatro grupos. De un lado estaban los infectados, aunque era imposible confirmar que se trataba del nuevo coronavirus, puesto que no se habían repartido dispositivos para hacer pruebas. Por otro, pusieron a quienes presentaban síntomas compatibles con la COVID-19. Y en otros sectores separados quienes habían mantenido contacto con casos positivos y aquellos que no despertaban sospechas.
La orden especificaba que la sectorización por grupos de riesgo debía hacerse en menos de 24 horas. Pero para entonces 30 de los 131 miembros de la plantilla fija del centro habían enfermado y de acuerdo con documentos internos a los que la AP tuvo acceso, la separación no se llevó a cabo sino hasta el 27 de marzo, cinco días después de transcurrido el plazo.
Para finales de mes, 18 personas habían fallecido en la residencia. Y en los días que siguieron morirían otras tantas. La enfermera auxiliar a la que se le prohibió llevar la máscara dijo que la situación en aquel momento era “insostenible”.
La mujer también empezó a sentir mareos, con dificultad para respirar, hasta que acabó dando positivo en una prueba y tuvo que recluirse en casa durante semanas.
“En ese momento tan crítico, cuando nos tenían que proteger tanto a los trabajadores como a los residentes, nos dejaron con la espalda al aire”, lamenta la trabajadora.
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Las residencias de ancianos han sido el talón de Aquiles de la pandemia en todo el mundo: son el foco de más de una tercera parte de las 100 mil muertes registradas en Estados Unidos y de una proporción todavía más alta en Irlanda o Francia. La mayoría de los más de 19 mil decesos de España no se incluyen en la cifra oficial de 27 mil muertos por coronavirus, ya que la mayoría no fueron diagnósticos con prueba. Algunos estudios cifran la cifra real de fallecimientos en el país en cerca de 43 mil personas.
Valorado en 4 mil 500 millones de euros (unos 4 mil 900 millones de dólares), el sector del cuidado a los mayores da servicio en España a 373 mil ciudadanos en más de 5 mil 400 residencias. En la última década, coincidiendo con una crisis económica que obligó a grandes recortes sociales y su posterior recuperación, el sector se ha consolidado, con la irrupción de grandes grupos a la búsqueda de aprovechar la expansión.
Actualmente, 7 de cada 10 camas son gestionadas por empresas privadas, y alrededor de 45 mil, o prácticamente el 45 por ciento de las camas públicas restantes, han sido cedidas en concursos para que sean entidades privadas las que las gestionen. La mayoría de éstas tienen detrás a fondos de inversión gestionados por entidades de capital riesgo tanto nacionales como extranjeras , que deben maximizar sus dividendos con inversiones a corto plazo.
Los datos disponibles no permiten concluir si este segmento de residencias han sido más o menos afectadas que el resto. El Gobierno de España continúa sin hacer público su análisis del impacto que ha tenido la pandemia, y las estadísticas existentes de muertes e infecciones no detallan el tipo de titularidad de las residencias.
Lo que sí dicen las estadísticas es que las residencias de mayor tamaño, que son típicamente las favorecidas por las empresas que buscan economías de escala, lo han tenido más difícil a la hora de controlar la extensión del virus.
Y muchas de las residencias de titularidad pública, pero gestión privada, han resultado gravemente afectadas.
Sólo en la región de Madrid, donde se han registrado casi un tercio de todos los fallecimientos en residencias, 46 ancianos murieron en un centro de 220 camas gestionado por la misma empresa que la residencia de Usera. En dos residencias de una empresa competidora se registraron, respectivamente, 27 y 96 muertos con el virus o sus síntomas.
Joseba Zalakain, director del SIIS, un centro de estudios enfocado en asuntos sociales, señala que las residencias públicas en manos de multinacionales son, por regla general, “centros con muy poco recursos y mal dotados que apuran mucho la idea del low-cost. Es muy difícil, ya no sólo que proporcionen un servicio de calidad, sino que hayan reaccionado adecuadamente a una crisis como ésta”.
Pero los propietarios del negocio señalan a la falta de financiación por parte de los gobiernos central y regionales, que por ley están obligados a hacerse cargo de las personas dependientes, así como a la pobre coordinación con el sistema nacional de salud. José Ramón Repullo, un economista del Instituto de Salud Carlos III, el de referencia en España, señala que la culpa es compartida.
“Si el estado es malo gestionando, es aún mucho peor vigilando”, concluye Repullo.
En el Centro de Mayores de Usera, la residencia pública situada en un barrio obrero de Madrid, los primeros cambios se dejaron notar en 2012. Quavitae, un operador que tomaba posiciones en el sector y que recibía financiación de un fondo de capital de riesgo británico, acababa de ganar el contrato para hacerse cargo de la gestión con la propuesta más barata. Su oferta se situaba en dos millones de euros (2,2 millones de dólares) por debajo de los 11.5 millones de euros (12.6 millones de dólares) que las autoridades habían calculado que costaría llevar el centro durante cuatro años.
María Mendoza, que ha trabajado en la residencia durante 12 años como auxiliar de enfermería, afirma que los nuevos propietarios recortaron personal casi de forma inmediata y que “a partir de ahí todo fue cuesta abajo”.
La nueva gestora decidió que no era necesario mantener al doctor durante el turno de noche, y que se podía prescindir de personal de enfermería. Mendoza dice que el mantenimiento de las instalaciones se redujo a su mínima expresión. Podían pasar semanas hasta que se decidía arreglar un inodoro o un ascensor. Había goteras. Y las grúas para levantar a los residentes de sus camas se fueron rompiendo y no se sustituían.
“La residencia se caía a cachos”, dice Mendoza.
Para finales de 2016, la gestión volvió a cambiar de manos, cuando Quavitae fue absorbida por DomusVi, una empresa fundada por el empresario francés Yves Journel, una de las grandes fortunas de su país. Desde entonces DomusVi ha crecido hasta ser el principal operador de residencias de ancianos en España, con más de 20 mil camas a su cargo en más de 150 centros.
La propiedad mayoritaria de DomusVi en aquel momento estaba controlada por una gestora de capital riesgo francesa, PAI Partners, que vendió su participación tan sólo unos meses más tarde a otra empresa de capital riesgo, ICG, con sede en Londres. Al poco tiempo, ICG renegoció la devolución de mil millones de euros de deuda bancaria.
Todo ese ajetreo significó aún más recortes en el centro de Usera, a pesar de que los estudios y la experiencia de las propias empresas venía demostrando que las personas que se mudaban a las residencias lo hacían con cada vez una mayor necesidad de ayuda. Las auxiliares de enfermería, que cargan con buena parte del trabajo más físico y están a la cola en salarios, fueron las más afectadas, con reducciones en Usera que pasaron de 43 a 32 en total y no más de 17 en el turno matutino, el principal.
“Se ha llegado a situaciones en las que una auxiliar sola tiene que levantar, duchar y preparar a 10 ancianos en poco más de una hora para que de tiempo a llegar al desayuno”, cuenta Florencia Yacovano, que atiende en la recepción de la residencia desde hace más de una década. “Es literalmente imposible”.
Beatriz Cano, que ha pasado 10 de sus 70 años de vida como residente en el centro de Usera, dice que la falta de personal y la falta de motivación que muchos de los trabajadores muestran hace que los residentes no reciban duchas diarias o que se dicten normas “arbitrarias” para no emplear los aseos comunes en ciertas horas, sugiriendo a los usuarios que utilicen pañales.
Tampoco tienen paciencia a la hora de ayudar con las comidas, dice Cano. “Si alguien necesita media hora para que le den de comer despacio… simplemente resulta más fácil, después de dos cucharadas, apuntar que hoy esta persona no tiene apetito”.
Esther Navarro cuenta que a su madre le estuvieron dando pastillas para dormir por las mañanas en vez de por la noche, todo sin justificación. Y que se dejaba en la cama a la mujer, de 97 años y aquejada de Alzheimer, a veces hasta entrada la tarde. Más de una vez encontraron su medicación por el suelo.
“La sensación de mis hermanos y yo, al salir de la residencia, era siempre la misma: nos están engañando, se están riendo de nosotros”, añade Navarro. “Siempre sentimos frustración e impotencia”.
El pasado agosto, cuando averías en el aire acondicionado dispararon las temperaturas de algunas habitaciones por encima de los 38 grados centígrados durante el seco verano madrileño, algunos de los residentes y sus familiares se unieron a las protestas de los trabajadores a las puertas del centro.
Algunas de las repetidas reclamaciones sí acabaron por captar la atención del gobierno regional de Madrid, que el año pasado impuso una multa de 83 mil 400 euros (91 mil 800 dólares) a DomusVi por no cumplir con los pliegos de condiciones técnicas en el contrato con el gobierno y, en concreto, por fallar en mantener las instalaciones. En años anteriores, la empresa recibió sanciones inferiores por falta de personal o por no llevar a cabo mejoras comprometidas en el servicio establecidas por contrato.
La AP ha averiguado que tres representantes de DomusVi fueron requeridos en las oficinas del gobierno de Madrid el pasado 26 de febrero. Durante la reunión, se les informó que el contrato sería rescindido por la última infracción: subcontratar a personal de enfermería. Sería cuestión de semanas de papeleo, se les comunicó.
Pero aquello fue antes del brote.
Mendoza, la auxiliar de enfermería, dice que durante lo peor de la pandemia percibió que la empresa parecía haber asumido su salida del centro de Usera.
“Por un lado, porque tienen un pie fuera, pienso que no les importan un bledo ni los trabajadores ni los residentes”, dice. “Por otro lado, cuando miro atrás, pienso que todo era por no gastar dinero. Porque incluso con esta pandemia fueron mezquinos a la hora de ahorrar, era la prioridad absoluta”.
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DomusVi rechazó todas las acusaciones que compartieron con la AP los empleados, familiares y residentes de la residencia de Usera, diciendo que la empresa tomó todo tipo de medidas para enfrentar la pandemia “desde el final de febrero” o que se proporcionó el material adecuado para manejar el cadáver de Patiño. La empresa también cuestionó el contenido de los documentos internos que demuestran los seis días que se tardó en separar a los residentes de acuerdo a sus síntomas.
“La sectorización se hizo dentro del tiempo estipulado”, aseguró DomusVi en un correo electrónico.
La empresa optó por no dar explicaciones por la decisión de las autoridades de Madrid de retirarle el contrato del centro de Usera, ni tampoco responder a las críticas vertidas sobre el modelo de colaboración público-privada. Señaló que las residencias de ancianos han sido “injustamente” criticadas durante la pandemia cuando el mayor número de decesos han tenido lugar en hospitales, y añadió que “es el sistema sanitario el que se debe encargar de curar a los residentes”.
ICG es la gestora de fondos de capital riesgo detrás de DomusVi y que ha prestado o invertido 43 mil millones de euros (47 mil millones) en centenares de participadas, incluidas firmas de software británicas, una empresa farmacéutica italiana y un suministrador francés de tornillos. La firma defendió el “negocio de alta calidad” de DomusVi y añadió que en el contexto del brote estaba haciendo “todo lo posible para apoyar los negocios en los que invertimos”.
El mes pasado, más de un millar de académicos, representantes de la sociedad civil y responsables de algunas residencias de ancianos firmaron un manifiesto apelando a una “revisión urgente” del modelo de cuidados a largo plazo en España, así como su “correspondiente escenario de financiación pública”.
En respuesta a parte de la crítica por la falta de presupuesto y su escasa supervisión, el Gobierno de Madrid señaló a la AP que la pandemia “ha demostrado que es necesario un nuevo modelo donde además de una atención asistencial los mayores tengan garantizada también una atención sanitaria”.
Centros, en definitiva, que vayan más allá del simple cuidado, pero que tampoco se conviertan en hospitales. Eso requerirá más desembolsos “para evitar el estrangulamiento financiero que inevitablemente lleva al ahorro de costes de unos y otros y, en último término, a que los estándares se vayan deteriorando”, dice Repullo, que capitanea una propuesta para el Gobierno por parte de la Organización Médica Colegial sobre cómo mejorar los sistemas sanitario y de cuidados.
El pasado 11 de mayo, 26 familiares de víctimas del virus en una decena de residencias de Madrid se querellaron contra las autoridades y los directores de sus respectivos centros, acusándoles de homicidio imprudente, trato degradante, prevaricación y denegación de auxilio. Esta semana, 29 familiares más se han unido a la iniciativa judicial, añadiendo cinco residencias más a la lista. El juzgado está por decidir si acepta el caso.
Algunos de los querellantes son familiares que tenían a sus seres queridos en Usera, como Elena Valero, cuyo padre falleció por COVID-19 y cuya madre se ha recuperado y permanece en la residencia sin conocer todavía que ha enviudado. Valero prefiere esperar a que se reanuden las visitas físicas para poder abrazarla y transmitirle la mala noticia cara a cara.
Si algo bueno hay que sacar de la crisis, dice Valero, sería una reforma a fondo del sistema de cuidados a los mayores en España.
“Nuestra finalidad es que de aquí salga un modelo que no sea el hostelero de bajo coste, donde la gente venga a que les den de comer y a que les acuesten, sino que se se les atienda completamente, en un modelo que conserve toda su dignidad”, dice.