Antonio María Calera-Grobet
28/04/2024 - 12:05 am
Leonora Carrington y yo
La maestra Carrington, con este rostro afilado, irradiaba luz. Estaba vestida con un atuendo blanco y largo y también con una casaca oscura en la parte de arriba. Platicamos luego sobre las palomas, el calor del concreto que emana el Centro, platicamos sobre sus calles en las noches, en las que las vecindades expulsan a sus moradores a declamar lo suyo.
Cursábamos el segundo semestre: Ciencias de la Cultura, Universidad del Claustro de Sor Juana. Solíamos quedarnos los primeros semestres ahí en el Centro Histórico, toda la tarde, con el pretexto de hacer ensayos de tarea, lecturas, preparar exámenes: nos quedábamos, en verdad, a aprender a vivir, ahí, entre cantinas y museos, locura colectiva. Fue un taller de fuego ese de la universidad.
Un día de aquellos, así como así, se acercó un trabajador de la institución: para decirnos que ahí, a unos metros de donde estaba asentada la palomilla en su aula preferida, en el marco de la inauguración de una muestra de artistas de corte surrealista, entre los asistentes, se encontraría la maestra Leonora Carrington. Todos de alrededor de unos 20 años, nos hinchamos de lo lindo. Apenas pudimos jalamos con nuestros bártulos a aquel brindis. Me recuerdo emperifollado en una limpísima camisa blanca y un saco de pana color castaño, (llevaba yo siempre una muda de ropa para tales suertes), en sendos y boleados bostoneanos hasta me rocié de una loción que vivía al fondo de mi alforja de piel de vaca. Apenas cruzamos la entrada al recinto, lo recuerdo bien, nos topamos con Claudio y Lucero Isaac, Paul Leduc (con quien por cierto hablé por un par de horas), y que luego se fueron apareciendo por ahí Carlos Monsiváis, Ofelia Medina, Arturo Beristáin. Me dirigí con mis compañeras de clase a buscar las charolas de vino y bocadillos, para empezar por todo lo alto el rondín para ubicar a la maestra. No fue difícil. El tumulto la abrazaba. Nos perfilamos serenos y camuflados y, ya casi a punto de colarnos entre sus más cercanos perseguidores nos dimos cuenta aplicaba una fuga con rumbo al patio del Gran Claustro, la explanada más bella del inmueble rodeada de fuentes y áreas verdes. Digamos, si es que se pueda decir así, caminé y bajé la escalera siguiendo su cabellera que, por cierto, debo decirlo, así lo recuerdo (seguramente con algunas canas ya), era aún bien azabache, zaina, re-negra.
Ahí al centro, en el patio, se desarrollaría nuestra cita. Una hermosísima estancia frente a un espejo de agua que hacía las veces de fuente en aquella morada de Sor Juana. Pensaba mis compañeras me seguirían hasta el final, pero ya no pude encontrarlas. Me armé de valor. Se abrió el libro, el poema, de pronto, ella y yo solos, bajo la luz de la Luna conversábamos. Primero sobre los gatos. Una docena o más vivían por aquellos tiempos en ese templo. Hablamos sobre los gatos en el Coliseo romano, los gatos en los baldíos, en los mercados, los gatos que nunca vemos del todo salvo a sus ojos brillar, hablamos de Carmen Mondragón, la “Nahui Ollin,” ahí mismo, medio siglo atrás, dándoles de comer porque ganas de vivir se daban entre felinos y humana. Platicamos luego sobre Luis Buñuel (sólo porque adoraba más bien a los perros y no a los gatos, de su perrita “Tristana”), sobre André Breton que sí que tuvo gatos y varios y bellos y caros, sobre Dalí que también los amó, pero mucho más por Gala que por otra cosa, ya que amaba más a su oso hormiguero. Le comenté que acabamos de leer alguno de sus textos en la célebre antología de poesía surrealista latinoamericana de Aldo Pelegrinni (1974), tan diferente a la Anthologie de l’humour noir de André Breton.
La Antología del humor negro, me enseñó los textos de la inglesa mexicana. Fue publicada por primera vez en 1940 en París por Éditions du Sagittaire. Nietzsche, Isidore Ducasse (Conde de Lautréamont), Joris-Karl Huysmans, Alfred Jarry, ya se imaginarán, de Guillaume Apollinaire, Arthur Cravan Péret, Prévert, Duchamp, Rigaut, Vaché y, por supuesto, ahí el meollo de todo ese fárrago por lo recordado hacía unos minutos antes en la biblioteca, de la misma Carrington. En fin: ahí, bajo la luz de la luna, con 75.
De Buñuel me dijo que siempre le había parecido un “hombre porfiado”. Recuerdo con mucha precisión haberle preguntado sobre André Breton y que al principio ella demoraría un tanto en responder. Como queriéndome decir que estaba más puesta su atención en los gatitos que en esta pregunta mía. Luego se puso en pie para responderme que Breton seguía siendo (como si aún viviera o fuera un fantasma por ahí rondándonos), un “ángel negro listo para la luz de la gran noche siempre venidera”. Y bueno, entonces, pues yo le dije que justo eso que acababa de decirme sería algo que cualquiera diría sobre de ella. Y sonrió.
La maestra en algún momento, con una agilidad a toda prueba, se puso en cuclillas y acercó una lata de comida a los gatitos que andaban por ahí, para luego agradecer a los estudiantes que se la obsequiaron justo para verla haciéndola de cuidadora. Y les dijo algo así: que no tenía ella más alegría que reunirse en torno a los jóvenes porque le parecían las letras con las que se tendría que escribir el tiempo nuevo. La maestra Carrington, con este rostro afilado, irradiaba luz. Estaba vestida con un atuendo blanco y largo y también con una casaca oscura en la parte de arriba. Platicamos luego sobre las palomas, el calor del concreto que emana el Centro, platicamos sobre sus calles en las noches, en las que las vecindades expulsan a sus moradores a declamar lo suyo. Me preguntó por mi nombre. Me dijo que ella había conocido a una persona que le hacía los marcos para sus cuadros, llamado también Antonio, y que tenía los mismos ojos que yo. Con esa forma de la libertad del entendimiento y para mí por supuesto era eso absolutamente valioso y vaya que disfrute del egoísmo de tenerla, por lo menos unos momentos sólo para mí.
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