María no es de aquí ni de allá. Nació salvadoreña, mas su país de origen y retorno la ha desterrado dos veces. En el 2017, a sus cuarenta y un años, abandonó todo lo suyo en El Salvador, uno de los países más peligrosos del mundo. Dejó todo excepto a Ángel, su hijo menor, compañero y cómplice de odisea. Huyó sin documentos, asustada de muerte por las amenazas de la Mara Salvatrucha.
Por Karla María Gutiérrez
Ciudad de México, 27 de diciembre (SinEmbargo).– Es una mujer. Se ve trigueña, con caderas anchas y ojos de miel que se asoman tristes, aunque bien podría ser de roble.
María no es de aquí ni de allá. Nació salvadoreña, mas su país de origen y retorno la ha desterrado dos veces. Nicaragua la acogió cuatro décadas atrás. Hace dos años, México la aceptó a regañadientes.
En el 2017, a sus cuarenta y un años, abandonó todo lo suyo en El Salvador, uno de los países más peligrosos del mundo. Dejó todo excepto a Ángel, su hijo menor, compañero y cómplice de odisea. Huyó sin documentos, asustada de muerte por las amenazas de la Mara Salvatrucha.
Cruzaron Guatemala en autobús para llegar a México y alimentar la cifra insaciable de medio millón de personas que ingresan cada año irregularmente por la frontera sur. Veinte años antes, una de sus tías emigró desde El Salvador al país para ejercer el trabajo sexual. En su desesperación por escapar de los maras que la perseguían, María buscó a su prima en Facebook y suplicó por su ayuda. La esperó en Talismán, frontera con Tecún Umán, Guatemala, para guiarla a Tapachula, Chiapas, –lugar hostil para migrantes centroamericanos, caribeños y africanos indocumentados, afectados por la política migratoria mexicana vigente–.
Ya instalada, la madre que solo cursó la preparatoria superó una maraña de trámites e insistió en el asilo político. Se lo negaron una, dos, tres veces. No obstante, en el 2019 logró la protección complementaria que México otorga a extranjeros cuya vida esté amenazada o en peligro de tratos crueles, inhumanos o tortura en otro país.
Si escapar tiene su mérito, sobrevivir es elemental. La necesidad de comer se vuelve ansia cuando se trata de aliviar el hambre de un hijo. El abrumador proceso migratorio seguía su curso y María estaba urgida de empleo. Lejos estaba de su máquina de coser, de las tijeras para cortar pelo y el voluntariado con mujeres violentadas que le aseguraban unos dólares. Pobre, en El Salvador, anduvo entre pueblos rurales que cultivan caña de azúcar, y se han convertido en territorios contrarios por las pandillas. Empobrecida, en México, volvió al primer oficio que desempeñó desde niña: el trabajo del hogar.
Este empleo es mal remunerado o con pago nulo en México, donde existe una práctica sistematizada –más común de lo que se intuye– que esconde fines de explotación tras una máscara de acciones compasivas y favores concedidos de parte de los empleadores hacia mujeres pobres, sin alternativas y muy necesitadas del salario. La trampa ofrece puestos subpagados e infravalorados en la estratificación social y el mundo laboral. Se trata de obtener más por menos a través del abuso laboral extremo.
Para la recién llegada, la presunta hospitalidad tuvo costo. A cambio de un techo, una colchoneta en el piso y alimentos para ella y su hijo, su prima le pidió limpiar su casa, lavar la ropa, cocinar y cuidar a sus hijos.
“No me pagó nunca. A veces me apoyaba para comprar algo de comida, pero como el muerto a los tres días apesta, me salí a los dos meses y mejor busqué un cuartito aparte y otro trabajo para pagar mi renta”, recuerda.
Sin empleo, María buscó a su tía y, a sus 40 años, se convirtió en trabajadora sexual. “Conocí a varios caballeros, hombre solos. Les preguntaba si tenían ropa para lavar y planchar. También fui a hacer la limpieza de sus casas”.
Durante ocho meses combinó ambas ocupaciones. Los días eran para asear casas y las noches para las calles.
“Me tuve que salir del trabajo sexual. No era lo mío, ahí sufrí violencia de todo”, apunta con dolor, pero tajante, como quien desea cicatrizar una herida aún abierta.
Tras abandonar la zona de tolerancia de Tapachula (zona de la ciudad donde se concentra la prostitución y el comercio sexual), recibió una oferta de la maestra de su hijo Ángel –que ya asistía a la escuela– para acompañar y asistir a su madre de la tercera edad. No tendría sueldo fijo, le pagaría lo que pudiera. No fue así. En pocos días su carga de trabajo se tornó excesiva: asear la vivienda habitada por cinco personas, planchar, guisar, fregar trastes, cuidar a la señora, limpiar y sacudir estantes y mercancía de su tienda de abarrotes; incluso lavar a mano la ropa, incluida la interior, porque sus empleadores dejaron de usar su lavadora. Tampoco comían lo mismo, a ella y a su hijo solo se les permitía recalentar lo de días anteriores.
“Tenía hora de entrada, pero no de salida. Llegaba a las 9 de la mañana y me dejaban salir a las 9 de la noche. La primera semana solo cobré 130 pesos. A veces me daban 50 diarios, pero nunca cobré más de mil pesos al mes. Fue muy difícil, la renta de mi cuarto cuesta 800, a mi hijo le doy 20 diarios para su gasto, más el dinero del pasaje y la comida. No sé, creo que hago milagros”.
Tiempo después María dejó ese trabajo. Sin considerar un presupuesto para entretenimiento o vestimenta –mucho menos para pequeños gustos o antojos–, necesita ganar unos cinco mil pesos mensuales para cubrir gastos fijos de alimentación, transporte, vivienda y servicios básicos en Tapachula, una de las ciudades más caras en Chiapas.
Con faenas excesivas de 12 horas o más, sin sueldo fijo o día de descanso establecido, –salvo algún domingo en que faltó para limpiar su cuarto y lavar su ropa, María jamás alcanzó el salario mínimo en México, que en 2019 es de 102.68 pesos diarios por una jornada de ocho horas. En caso de haber ganado lo establecido en la ley, habría percibido unos 2 875 pesos al mes, que, sumados al pago de las horas extra que acumuló, serían suficientes para vivir dignamente, sin la angustia de carecer de lo necesario para librar el día.
De forma inconsciente o alevosa, no falta quien administre o explote la pobreza, quien se aproveche de ésta y de la gente que la padece para obtener algún beneficio o acumular recursos, sin reparar en el daño causado y a pesar de poseer un empleo formal y de calidad. Es la historia de la humanidad.
Este paradigma, de necesidad, egoísmo y producción, es simbólico en las trabajadoras del hogar.
Independiente a la motivación para emplear, utilizar o explotar a otra persona, es necesario considerar que en este rubro la oferta supera a la demanda en México; hecho aunado al pequeño porcentaje de empleadores que paga un salario justo y equiparable a las funciones requeridas y desempeñadas.
Otros tantos no están dispuestos o no pueden hacerlo en un país en el que dos de cada cinco personas son pobres y dos más están en riesgo de caer en la pobreza, de acuerdo a estimaciones del Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social en el 2018. Al no contar con capital suficiente ni riqueza que distribuir, los pobres no están en posición emplear justa y dignamente a otros pobres.
De forma metódica y reiterada, los derechos laborales de los y las trabajadoras del hogar son transgredidos pese a que ostentan las mismas garantías básicas de los demás trabajadores en México. La Organización Internacional del Trabajo estima que más del 99 por ciento de los y las trabajadoras del hogar carecen de contratos de trabajo.
Tampoco cuentan con salarios que permitan superar la pobreza, horarios establecidos, pago de horas extra, prestaciones, aguinaldo, vacaciones pagadas, guardería para sus hijos, atención médica, incapacidad pagada por enfermedad, seguridad social, crédito hipotecario, liquidación y sistemas de ahorro, pensión o jubilación. Además llegan a carecer de condiciones laborales esenciales en sus centros de trabajo como espacios dignos e íntimos para descansar o la calidad y cantidad de alimentos que les proporcionan sus empleadores.
Otros asuntos se relacionan directamente con la erradicación del trabajo infantil, la esclavitud moderna y la servidumbre. Mas deudas pendientes son más subjetivas pero necesarias y urgentes en la sociedad mexicana, como la sensibilización, la acción propia y colectiva de revalorizar sus funciones o reconocer el trabajo del hogar como una ocupación digna –no de segunda, tercera o cuarta categoría– y a las mujeres que lo desempeñan como generadoras de desarrollo. Ellas merecen un trato respetuoso y una vida libre de explotación, discriminación social, clasismo y cualquier forma de violencia en los planos laboral y personal.
El trabajo del hogar tiene todo que ver con la pobreza y la marginación. Desde su basta experiencia aseando casas en Nicaragua, El Salvador y México, María da fe de ello. Como centroamericana, tampoco la han alcanzado los beneficios por los que lucha un movimiento que, desde el activismo y la organización sindical, busca reconocer y garantizar los derechos laborales elementales para más de 2,4 millones de personas –90 por ciento mujeres– que realizan este trabajo en México según la Encuesta Nacional de Ocupación y Empleo 2017. La cifra de los y las trabajadoras del hogar empleadas en el país, casi en su totalidad en la informalidad, equivale a llenar 28 veces el Estadio Azteca o bien, dos veces la población total de Tlaxcala, o toda la que vive en Tabasco.
Si las ciudadanas mexicanas organizadas enfrentan a Medusa en esta cruzada, las migrantes centroamericanas sin documentos se enfrentan a un titán. A la par de la discriminación y xenofobia histórica que sufren en el país, su estatus migratorio irregular y la falta de una red de apoyo las ubica en una esfera de extrema vulnerabilidad para ser víctimas de todas las formas de violencia, explotación en condiciones infrahumanas, baja remuneración, ausencia de pagos u otros delitos tan graves como la trata de personas.
Ante la amenaza de ser acusadas, deportadas o encarceladas, o por la falta de recursos económicos o estructurales para defenderse, muchas mujeres, adolescentes y niñas migrantes que laboran hogares no denuncian maltratos, abusos y delitos de los que son víctimas en sus centros de trabajo. Casi invisibles, en la esfera privada, subsisten en el desamparo, de la puerta para dentro.
María además tiene extrema necesidad, jamás se ha divorciado de la pobreza y tiene un dependiente económico, su hijo Ángel. No puede salir de Tapachula por temor a que los deporten. La irrupción de las caravanas multitudinarias de migrantes en el 2018 detonó la atípica demanda de solicitudes de asilo. En consecuencia, la Comisión Nacional de Ayuda a Refugiados está rebasada y se ha retrasado la entrega del documento oficial que garantice su protección complementaria en México.
“Se ha alargado mi proceso. Siento que tengo ese amparo de no andar tan ilegal, tan indocumentada como los demás, pero cada vez se torna más difícil. Son más gastos para mí y no hay forma de aumentarme más mi trabajo. Cuando tenga mi tarjeta quizá pueda optar por otro empleo con mi experiencia o poder estudiar para aplicar en otro trabajo”.
LA VIDA DIFÍCIL
Bruma. Un recuerdo se niega a desaparecer. María tenía cuatro años, las olas enfurecidas declaraban su autoridad y ella, de pie, sostenía el vestido de su mamá. Fue su primer viaje en ferri junto a nueve más de su familia. La guerra los expulsó de El Salvador. En Nicaragua –país que la acogió a ella, a sus padres y siete hermanos como refugiados– todo fue adverso. Pagar por su educación fue imposible para una madre que les aseguró la supervivencia con la venta de tortillas y comida.
En 1985, a sus nueve años, María abandonó la escuela en Nicaragua y obtuvo su primer trabajo cuidando a dos pequeños de siete y cuatro. Fue una niña que en vez de jugar con muñecas o cargar su mochila rumbo al salón de clases, tuvo que cuidar de otros niños y
–a una edad inapropiada para su bienestar– aprendió a trabajar en un hogar. Jamás imaginó que el ir y venir para procurar y limpiar casas ajenas en su infancia sería una constante en su vida en ese país, luego en El Salvador, para prolongarse en México.
A sus trece años ya se ocupaba de otra casa: aseo, lavado y planchado. Abandonó el empleo luego de padecer el acoso sexual del esposo de su empleadora.
“Ese hombre se salía de su trabajo para molestarme. Pedía que no le dijera a nadie, prometió ayudarme a mí y a mi hermana enferma si le daba lo que quería. Me dio mucho miedo y me salí. Yo era inocente, le conté todo a la señora porque era muy buena gente y luego él me reclamó: ‘Te fijas qué lograste’. Me sentí amenazada. Desde pequeña sufrí demasiado, de diferentes maneras”.
María cumplió 16 años y, tras la firma de los acuerdos de paz en El Salvador, llegó también la oportunidad de repatriarse. En 1991 volvió en avión a su tierra con sus padres y cuatro nuevos integrantes que nacieron en el exilio para conformar una familia de doce hermanos.
“Cuando regresamos el gobierno nos mandó a otro departamento porque nos repartieron tierras a los asilados. Tenía el sueño de estudiar, de construir otra vida, pero jamás me dieron una beca. A mis 17 años me fui a San Salvador con una señora para cuidarle a su niña, cocinar y hacer el oficio en su casa. Aprendí que el trabajo ahí era igual: limpiar, lavar, aguantar. En El Salvador fue lo mismo que en Nicaragua, no me ofrecieron otra cosa más que trabajar en casas”.
María se embarazó a los veinte años y se convirtió en madre soltera de una niña a la que nombró Ana. Cinco años después conoció a su marido que, con el tiempo, no solo rechazó a su hija sino que intentó violarla cuando la pequeña tenía solo siete años. Para protegerla, María la apartó y la envió con su madre a otra ciudad. Sin embargo, ella no pudo salvarse, ya había procreado con él a sus hijos Jesús y Ángel –el más pequeño–. Además, la mujer era víctima de violencia física, económica y psicológica dentro de un ciclo difícil de romper.
“Mi marido cambió mucho después que nació Jesús, su primer hijo. Se volvió alcohólico e irresponsable, ya no me daba para el gasto. Me pegaba mucho. El día que quiso violar a mi niña se hizo la víctima, agarró una pistola que tenía y me la puso en la cabeza, me dijo que me iba a matar. Gracias a Dios no llegó hasta ahí, pero después de eso ya no fue vida con él”.
La mujer superó la violencia, se independizó y comenzó a florecer con su trabajo en la costura, cortes de cabello y el voluntariado con mujeres violentadas en El Salvador hasta que su renovación se detuvo abruptamente al ser amenazada por la Mara Salvatrucha y verse forzada a huir y migrar con uno de sus hijos a México.
“Cuando yo sentía que ya estaba instalada, que había superado la violencia que viví por trece años con el padre de mis hijos, viene esto, tener que dejar todo lo que había construido por años, dejarlo tirado y venir a sufrir. Dejé a mi hijo Jesús de dieciséis años con su abuelo paterno y a mi hija Ana, de veintiuno, con mi nieto. Solo pude escapar con Ángel, mi hijo pequeño, tenía ocho años y no paraba de llorar. Al principio me sentí devastada y entré en una depresión muy grande. Ahora hago el aseo de una estética. Pero, por más que trato y trato, hay cosas que no se superan”.
María no deja de añorar lo que dejó, está afligida lejos de los suyos. Vive preocupada por reunir lo necesario para sobrevivir en Tapachula. Ha mirado de frente el rostro de la violencia, el maltrato y la explotación laboral. Aún persevera, pero está exhausta. La jornada de su vida ha sido ardua. Dos veces refugiada, ha traspasado fronteras por agua, aire y tierra para vivir en tres países: Nicaragua, El Salvador y México. Ella conoce bien estos lugares, en todos ellos ha limpiado las casas de otros, los espacios más íntimos de su gente; así ha conocido diferentes culturas, costumbres y maneras. Sin embargo, María no se siente ni de aquí ni de allá.
*Este reportaje fue desarrollado con apoyo de la Fundación Thomson Reuters. Los nombres de las víctimas fueron cambiados para proteger su identidad.