Maite Azuela
27/12/2016 - 6:47 am
En 2017 fomentemos el desprecio a los corruptos
En el ejercicio de cerrar los ojos e imaginar la cara de un personaje corrupto, los mexicanos podríamos visualizar de golpe a varios de los que conocemos muy bien. Sus fotografías ilustran las pantallas de televisión, los memes con sus gestos cínicos pululan en las redes. ¿Identificarlos genera enojo o indiferencia? ¿Saber sus nombres y […]
En el ejercicio de cerrar los ojos e imaginar la cara de un personaje corrupto, los mexicanos podríamos visualizar de golpe a varios de los que conocemos muy bien. Sus fotografías ilustran las pantallas de televisión, los memes con sus gestos cínicos pululan en las redes. ¿Identificarlos genera enojo o indiferencia? ¿Saber sus nombres y apellidos porque están formalmente perseguidos por la justicia aminora o incrementa la frustración?
Las reacciones que experimentamos son diversas y responden seguramente a la cantidad de información a la que algunos tienen acceso y a la que otros prefieren no acceder. A veces envidio a quienes se mantienen al margen de conversaciones sobre corrupción y que incluso confiesan no abrir un periódico para no estropear la cotidianidad que los mantiene despreocupados. Injusto sería juzgarlos si, por voluntad propia, deciden no enterarse de cuánto y cómo robó su exgobernador, su Diputado, su Presidente. Quizá su ignominia responde a una inteligencia activada por instinto de sobrevivencia al comprender la dimensión omnipresente del control mafioso que, enraizado hasta el centro de la tierra, parece que no puede extirparse.
Sin embargo, no estoy en posibilidades de abstraerme de los niveles que la corrupción ha alcanzado, ni vivo en un país en el que resulte un problema menor. La corrupción afecta nuestra vida cotidiana, la encarece, contamina las relaciones sociales y destruye la confianza colectiva.
De moral heterónoma
“Es una mujer de cascos ligeros” decían, para enfatizar la libertad explícita de una mujer sin ataduras de pudor. Había juicio de por medio y el prejuicio se hacía inminente. En el mundo machista del recato como origen y destino femenino, la ligereza sexual o incluso sensual emitida por una mujer, tenía connotaciones de descalificación social, con referencias culturales tan aferradas al inconsciente colectivo que las consecuencias de desprecio se expresaban sin límites. Las piedras de oscurantismo compartido se lazaban y desafortunadamente se lanzan todavía.
Podría resultar inadecuada la metáfora previa, pero quizá sea útil cuando pretendo mostrar que lo opuesto sucede en México con las personas que son ligeras para robar, cometer fraudes, abusar del poder o realizar cualquier acto de corrupción. No hay un referente colectivo lo suficientemente efectivo que delate el desprecio implícito por quien corrompe y se corrompe. Como si el enriquecimiento consumado por sus perversidades diluyera de facto las causales que lo generaron.
En contraste y por desgracia, no contamos con un código de introyección en el que, para las amplias mayorías, la opulencia alcanzada por cohecho luzca repugnante. Sobran ejemplos, televisados incluso, en los que se inculca la aspiración por las fortunas mal habidas que al fin de cuentas consiguen justificar no solo el mal gusto, sino cualquier ruta tomada para hacer realidad la acumulación de bienes y poder.
Demoler la impunidad
Si la capacidad humana de identificar que estamos haciendo algo malo o algo bueno se sostiene en la moral, dependeríamos casi por completo de un referente intrínsecamente compartido que nos empujara a descartar las acciones deshonestas. Pero los incentivos no están únicamente colocados en este referente colectivo al que algunos psicólogos llaman la moral autónoma, sino que hay estímulos externos que generan suficiente interés por transgredir las normas con la finalidad de obtener beneficios económicos, políticos, sociales o de cualquier otra índole.
Quienes tienen tendencia a ser corruptos suelen realizar intencionalmente actividades ilegales independientemente de las consecuencias que tengan. Al motivador interno que promueve esto, los psicólogos le llaman moral heterómana. Y pues sí, todos tenemos algo de ambas morales. ¿Qué podría hacer que la balanza cobre peso hacia una o hacia otra? La distancia que se coloca entre el miedo a las consecuencias o al castigo por incumplir una norma es determinante para acentuar o no una moral heterómana.
Otra solución: la repulsión
A pesar de que los rasgos de las personas corruptas se asemejan a perfiles psicópatas, la corrupción no se considera una enfermedad. Así que el hecho de que no se describa como una patología, nos abre posibilidades para reflexionar sobre los motivadores sociales a partir de los que se gesta. Los corruptos y quienes padecen alguna patología mental comparten algunos de estos rasgos: baja autoestima disfrazada de narcisismo o egolatría, impulsividad, conflicto para aceptar las normas, tendencias violentas (aunque no sean físicas), nulo sentimiento de vulnerabilidad, por mencionar algunos.
El reto de combatir la corrupción es sumamente complejo, pero alcanzable. Si los corruptos tienen nombre y apellido, lo que se combate no es un fenómeno amorfo e intangible que permea la cultura de todos y todas. Vale tener en cuenta los rasgos de quienes cometen actos de corrupción para depreciarlos y además reducir la distancia entre la percepción de que hay consecuencias ineludibles.
¿Seremos capaces de inducir el menosprecio colectivo por la corrupción? Hay que quitarle valor al enriquecimiento ilícito, restarle precio y reconocimiento a quienes malversan lo ajeno. ¿Habrá posibilidades para contrarrestar la falacia aspiracional que coloca el valor de una persona en su capacidad de acumular bienes? ¿Construiremos los próximos años las instituciones que reduzcan la impunidad para con ello demostrar que el castigo y las consecuencias por actos de corrupción no hacen distinciones? ¿En qué momento la repulsión por los corruptos superará la ignorante admiración por la ostentación de lo ilegal?
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