Familiares de víctimas narran las batallas que enfrentan en su búsqueda de justicia. “¿Seré yo la próxima?”, se pregunta Sandra Alanís, quien está a la espera de que dicten sentencia a ‘‘El Matanovias’’, presunto homicida de su sobrina.
Por Guillermo Rivera
Ciudad de México, 27 de octubre (VICE/SinEmbargo).- ¿Seré yo la próxima? Imaginaba a Jorge Humberto afuera de mi casa, espiándome. A la espera de mi salida. En la calle, siempre veía por encima del hombro. ¿Y sus amigos me seguían? Esa sensación incrementó cuando comenzaron los ataques en redes sociales. Me decían que cómo nos atrevíamos a manchar la imagen de él, el asesino de mi sobrina Campira. Era mucho estrés. No sabía en quién confiar.
“Tras su captura, Jorge se atrevió a interponer un amparo y, un día de finales de diciembre de 2017, me disponía a salir a averiguar qué había pasado, si el asesor jurídico tenía algo que decirme. Ya había concluido el arreglo personal, nada más faltaba cepillarme los dientes para irme de casa, cuando mi imagen en el espejo me detuvo. Mi rostro enrojeció y segundos después las lágrimas comenzaron a caer, una tras otra. ‘No puedo, no puedo’, me dije. Temblaba. Nunca había llorado con tanto dolor y angustia. ‘No puedo con esto’. Se supone que ya sabía a qué me enfrentaba, pero me equivocaba: ignoraba cómo seguir. Respiré hondo varias veces y me senté en el sillón. Sin dejar de llorar, encendí la televisión. ‘Cálmate, cálmate’. Mientras intentaba aplacarme, me recordaba que no tenía apoyo familiar. Me torturaba pensando en qué pasaría al día siguiente, en las próximas semanas y meses, cuando comenzara el juicio.
“Decidí quedarme en el sillón. Ver imágenes, checar el correo, revisar las redes sociales. Lo que fuera que me llevara a otra parte. ‘Mañana estaré mejor, mañana voy’, susurraba. Esperar no sirvió de nada. ‘No hay avances, Sandra’, me dijeron al día siguiente.
“No estoy bien. Todo esto me provoca una enorme incertidumbre. Rara vez hablo con alguien, sufro delirio de persecución, son noches y noches en vela. Es muy desgastante y admito que tengo miedo. ¿A mí también me van a asesinar?”
“EL MATANOVIAS”
Campira Camorlinga Alanís despliega una amplia sonrisa. A su lado, Jorge Humberto Martínez Cortés sonríe de manera más discreta. Poco antes del 24 de diciembre de 2016, ella compartió la fotografía en Facebook. Anunciaba públicamente el noviazgo.
Fue la misma imagen que Sandra Alanís, su tía, difundió en la red social cuando Campira, de 31 años, fue asesinada: la última persona que la había visto con vida, Jorge, su posible asesino, su pareja, no aparecía.
Campira vivía en un barrio de clase media, Santo Domingo, en Coyoacán, con uno de sus dos hermanos, Gabriel. Su primer hijo lo procreó con Juan Carlos, quien murió en 2012. Dejó de trabajar cuando nació su segundo bebé, una niña. Se mantenía con un par de pensiones y renta de departamentos. Su vida, su tiempo, eran los dos niños.
Su mamá vivía en Acapulco; su hermana, en Guadalajara. Quizá era Sandra con quien, aunque fuera por teléfono, charlaba más. Le confesaba que quería una relación formal. Días después de publicar aquella foto en Facebook, conoció a la mamá de Jorge, con quien contaba apenas dos meses de noviazgo. El calendario marcaba 28 de diciembre. Tres días después fue asesinada.
Desde el día 30, Margarita, mamá de Campira, no lograba comunicarse con ella. Jorge le informó por teléfono que habían discutido. Margarita llamó a un vecino, quien fue a buscarla. Jorge le dijo que dormía. “No sabemos desde qué momento la estuvo torturando”, solloza Sandra durante la primera entrevista que sostuvo con VICE, a unos días de concluir el 2017.
El primero de enero por la tarde, el papá de Campira encontró a su hija muerta en casa. Tenía diversas lesiones, estaba en una colchoneta, recargada en un sillón, en ropa interior, con una foto de Juan Carlos en las manos. Arribaron patrullas y bomberos: la llave del gas estaba abierta. “Jorge montó una escena”, cuenta Sandra, quien recibió en Playa del Carmen la noticia de un posible suicidio. “No era cierto. Ni cuando murió Juan Carlos lo hizo. Esa fue su peor crisis”.
La necropsia arrojó que se trataba de un feminicidio: asfixia por estrangulación. Una cámara captó a Jorge al salir de la casa. Sandra se movilizó de inmediato. Por redes sociales, cayeron decenas de mensajes. Exparejas de Jorge advertían que las había violentado. También fue contactada por un exnovio de Yang Kyung María Jun Borrego, posiblemente asesinada por el mismo sujeto. “Me horroricé. Era algo más grande”.
La fiscalía de Coyoacán tomó el caso. Sandra consiguió una cita con un subprocurador, la carpeta de investigación pasó a la fiscalía de homicidios, pero nadie fue llamado a testificar por largo tiempo, hasta que ella fue convocada y el MP le notificó que la nombraría demandante. De los otros familiares, sólo Gabriel se mantenía pendiente.
Ninguna autoridad tomaba pruebas en la escena del crimen. Los hijos de Campira cambiaron de escuela, llegó febrero y nada ocurría. Sandra tomó la decisión de buscar el apoyo de medios, reunirse con Mónica Borrego, mamá de Yang Kyung, y otra mujer, también exnovia, a quien Jorge había intentado asesinar.
Quería contactar a un medio influyente. Se enfrentaba a un probable asesino serial. Tiempo después, alguien la contactó con un reportero del noticiero de Denise Mearker, de la empresa Televisa, a quien le interesó el tema.
En su reunión con Mónica y la mujer sobreviviente, les habló sobre difundir los casos. Estuvieron de acuerdo. En la nota, a Jorge le apodaron “El Matanovias”. La noticia, desde luego, se hizo viral. La primera parte salió el 8 de marzo, Día Internacional de la Mujer. El tema continuó los días 9 y 10. Para la siguiente semana, Sandra se reunía con el fiscal. Le ofrecieron la ayuda psicológica y jurídica que antes se le negó.
“Mientras la noticia estuvo caliente, los investigadores me respondían al momento”.
Sandra se hizo cargo del caso, cuenta en el encuentro. Pasó tiempo para que le asignaran asesor jurídico. La ficha roja para la captura de Jorge se emitió hasta agosto. “Todo ha sido muy lento”, reclama. Los casos de Yang y la mujer sobreviviente no se han integrado a la investigación, pese a las insistencias y coincidencias.
RUTA DE IMPUNIDAD
Ana Yeli Pérez Garrido, asesora jurídica del Observatorio Ciudadano Nacional del Feminicidio (OCNF), cuenta que ojalá que las mamás encontraran algún tipo de consuelo cuando los feminicidas son capturados porque, en general, siempre son ellas las que se involucran en los pesados y largos procesos. Pero no, que el asesino sea aprehendido no arregla un alma destrozada. Un arresto es sólo el inicio. Las familias víctimas, además de enfrentar la pérdida, sufren una revictimización constante.
Tras documentar durante años los procesos penales a los que se enfrentan las familiares que buscan justicia, y la repercusión en sus vidas, Pérez Garrido sabe de qué habla. Explica lo que ella y sus colegas llamaron, luego del largo periodo de registro, la ruta de impunidad. Es decir, cada uno de los factores que contribuyen a que las familias no se recuperen. “Como primer elemento, encontramos resistencia a investigar las razones de género en los feminicidios, aunque exista un tipo penal adecuado, como en la Ciudad de México”, expone la también directora de Incidencia de Justicia Pro Persona, organización que efectúa litigio estratégico en casos de violencia contra la mujer y una de las peticionarias de la Alerta de Violencia de Género (AVG) para la Ciudad de México.
–¿Qué es lo más grave?
–Es una cadena. Hay revictimización, mal manejo del lugar del hallazgo, pérdida de evidencias, inconsistencias en dictámenes periciales. En el caso de una de las víctimas del llamado Matanovias, Yang, peritos y médicos determinaron suicidio y cerraron la investigación. Por no investigar, él asesinó a otra joven, Campira.
En las averiguaciones, continúa Pérez Garrido, no hay análisis de contexto, no se toman en cuenta los antecedentes de violencia y contextos de alta criminalidad. “No se garantizan los derechos de las familias, se les niega participar en la investigación a pesar de que aportan el material probatorio. No cuentan con defensa adecuada, ni reciben atención psicológica, médica o psicosocial. La reparación integral del daño es nula”.
–¿Y el Poder Judicial?
– No tiene perspectiva de género. Se minimiza la violencia ejercida en los cuerpos de las víctimas, se justifica a los agresores, reclasifican de feminicidio a homicidio. Es misoginia. ¿Cómo podrían sanar así las familias?
El Poder Judicial se niega, en general en el país, a entregar cifras de los aprehendidos que se judicializan y tienen sentencia condenatoria. “Pero es un porcentaje bajo”, afirma Pérez Garrido. “Con todo esto, los procesos son muy cansados”.
EL MIEDO
La Interpol capturó a Jorge en Guatemala en octubre de 2017 y fue deportado a México. El amparo fue notificado en diciembre pasado a la tía de Campira, Sandra, a quien VICE contactó desde finales de 2017. “Ese amparo me afectó mucho: él argumentó que el mote que le pusieron fue factor determinante para que se le culpara, que se violentaron derechos al exhibirlo. No acepta su culpa”, solloza en un segundo encuentro, a principios de 2018.
Sandra hace una pausa, seca sus lágrimas. Respira con calma. Lo ha contado varias veces, pero aún no puede contenerse. “Ha sido un proceso largo. Me siento presionada, poco apoyada”, dice, por fin. La familia nuclear de Campira no siempre se ha involucrado en el caso como Sandra esperaría. “No sé si es porque soy la única que vive en la capital. Como sea, jamás imaginé pisar un reclusorio en mi vida”. No tuvo de otra cuando cambiaron al asesor jurídico y fue a buscarlo.
No ha descuidado su trabajo, pero sí su vida personal. Dar la cara para enfrentar a un asesino es una carga psicológica enorme. Diversas veces se ha preguntado si ella será la próxima asesinada. “Es vivir con temor. Iba a ver lo del amparo, me decían que fuera con el nuevo asesor, quien me decía: ‘Me acaban de asignar el caso’. Es desgastante”.
En una hora de entrevista, Sandra ha detenido el relato en más de dos ocasiones. Hace pausas largas. Toma aire. Va a terapia, confiesa, pero no ayuda mucho. Quizá con quien mejor se entiende es con Mónica Borrego, mamá de Yang, otra posible víctima de Jorge. Si ella no estuviera ahí, no sabría qué hacer.
Las últimas veces, cuando iba con el abogado, no podía hablar sin que la voz se quebrara. Le dijeron que tenía que tranquilizarse. Así no lograría enfrentar el proceso. Esa presión no se la desea a nadie. “Es muy difícil. Hay gente que te dice que apoya, pero no. Es luchar contra corriente. Uno piensa en cosas. Se dijo que Jorge pertenecía a una secta o a algún grupo”. Otra pausa. “Declarado inocente o culpable, ojalá todo terminara con el juicio”.
No es así. Con una sentencia, esto no acaba. Sandra sabe que Jorge tiene familia, amigos. No sabe cuáles serán sus reacciones ante un veredicto en contra del enjuiciado. Piensa en las consecuencias.
Es febrero de 2018 cuando Sandra dice lo siguiente: “Son cargas emocionales gigantes. A veces me pregunto: ¿en qué momento terminé tan adentro del caso? No me molesta. Yo amo a Campira, pero es difícil llevar esto sola, sin tanto apoyo de familiares. Quizá actúan así por el dolor. Siento mucha presión”.
Perdió la cuenta. Sólo recuerda que en marzo y octubre de 2017 concedió decenas de entrevistas, incluso a noticieros de Guatemala. “Estoy agradecida con los medios, pero siempre pienso en qué pasará cuando termine el juicio. Regreso con paranoia a casa. No sé si Jorge es el único malandrín de su familia. Si asesinó a dos de sus parejas, todo es posible”.