“En esta época (…) los pueblos se ven arrastrados por un raudal de acontecimientos tumultuosos y trágicos de los que todo hombre, lo quiera o no, es actor a la vez que espectador”. Con estas palabras arrancaba el editorial del primer número del diario francés Le Monde a finales de 1944, cuando esa nación apenas se liberaba del yugo nazi.
A pesar de que dichas líneas están por cumplir setenta años, parece que se escribieron en el México de hoy.
Muchas ciudades y pueblos del país subsisten bajo amenaza permanente. En algunas regiones pareciera que la población vive en un campo de concentración. Resulta imposible salir a la calle, visitar ciertos barrios y hablar sobre ciertos temas. La libertad de expresión y los periodistas viven en permanente peligro. Los ciudadanos no saben si van a regresar a su hogar o si van a volver a ver a sus familiares.
Vivimos años de plomo. La violencia es la moneda de uso corriente y la desesperación es la norma. En esta supuesta guerra todos estamos involucrados: somos víctimas o victimarios, testigos omisos o autoridades negligentes –cuando no directamente coludidas.
Lejos de solo gritar nuestro enojo y echar la culpa a nuestros gobernantes y a la clase política –que sin duda la tienen—, resultaría útil detenernos y dar una mirada más sosegada a nuestra realidad.
Pareciera que el deporte nacional son las manifestaciones y los plantones. Cortar la calle es el recurso fácil para llamar la atención a nuestros problemas, exigiendo que alguien nos rescate.
Por el contrario, este país se salvará con las pequeñas acciones de cada uno de nosotros y no con las grandes manifestaciones; con los pequeños gestos en el día a día y no cortando carreteras o avenidas; estamos urgidos de más civismo y empatía, y de menos gritos y plantones.
Tenemos que exigir que las autoridades cumplan con su deber –o si no que renuncien, como dijo Alejandro Martí—; pero también tenemos que cumplir con lo que nos toca. No podemos seguir en la cultura de la simulación. No podemos seguir volteando hacia otro lado.
Debemos comprometernos con nuestro entorno y con nuestra comunidad. Si somos testigos de alguna falta o delito –por ejemplo—, debemos denunciar. Si no confiamos en las autoridades, hay canales alternativos. Ya sea en las redes sociales, a través de organizaciones especializadas (como México Unido contra la Delincuencia) o de agrupaciones empresariales (como ocurre en Oaxaca). Lo que no se vale es simplemente voltear para otro lado.
Cada sociedad tiene el gobierno que se merece y el país que se merece. A fin de cuentas somos lo que construimos; lo que tenemos es el retrato de lo que somos. Si México puede ser rescatado de la deriva en la que se encuentra, será gracias a que cada habitante cumpla con su deber. Somos los únicos capaces de rescatar a México, de rescatarnos.
Corremos el riesgo de que en un futuro no muy lejano, nuestros hijos o nuestros nietos nos pregunten dónde estábamos y qué hicimos durante estos años. Porqué permitimos tanta vileza y degradación. Y que nuestra única respuesta sea encogernos de hombros y seguir mirando hacia otro lado, esquivando la pregunta incomoda.
¿A eso le tiramos?
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