Maite Azuela
27/09/2016 - 1:54 am
Sin cuerpo no hay despedida digna
Sin enfrentar una guerra como la de Siria, nuestras fosas y nuestros estudiantes desaparecidos representan el cataclismo que termina hasta con el derecho más básico de un ser humano: reconocer a su muerto.
La muerte no cobra vida si no invade al cuerpo que no respira más. Mientras la incertidumbre habite la imaginación la muerte es irreal, como un fantasma que habita las noches canta una voz que retumba en la memoria, de madrugada lanza gritos sin cuerdas vocales, impone silencios que desgarran la razón.
Nada más doloroso que perder un hijo, nos lo dicen siempre, lo entendemos todos. Pero hay algo que carcome los días, que llena los huecos de rabia, de locura, de insidia e incluso de odio: un hijo desaparecido. Si resulta difícil aceptar la muerte para quien puede presenciar la sonrisa inmóvil, ¿qué será de quienes pasan años sin una sola certeza del paradero de un hijo?
Hace un par de meses tuve frente a mí un cartón sobre la guerra en Siria que me dejó trastornada. Cataclismo espiritual, se titulaba. La primera escena presentaba una tumba cavada en la tierra, junto al agujero un ataúd vacío, frente a ella un par de pastores religiosos y un grupo de familiares en llanto. La segunda escena dibujaba a la familia comiendo con las fotografías de dos integrantes colocadas sobre la mesa, junto a la sopa. Debajo en una lámina del doble de tamaño que las primeras el cúmulo de restos óseos apilados con un par de aves carroñeras sobrevolándolos y la sombra de un perro al fondo. En ese mismo cuadro una nota que advertía: El sitio de una masacre no es sólo una violación a los derechos humanos sino un desastre espiritual. Le procede una lámina de una manifestación en la que un dolido comenta: Nunca descansaré hasta encontrar el cuerpo de mi hermano. Otro responde: mis hijos se perdieron en los pantanos. Uno más agrega: No pudimos siquiera enterrar a nuestros muertos. Las dos siguientes láminas muestran espíritus saliendo de las fosas, reclaman que sus cuerpos hayan sido entregados a los animales salvajes, anuncian que encontrarán a los responsables.
No se requiere tener un culto religioso para comprender la infamia que implica la desaparición de un cuerpo. Sin enfrentar una guerra como la de Siria, nuestras fosas y nuestros estudiantes desaparecidos representan el cataclismo que termina hasta con el derecho más básico de un ser humano: reconocer a su muerto, enfrentar su partida.
Han pasado dos años y entre mentiras históricas que desvían las verdaderas complicidades, seguimos sin conocer el destino de los cuarenta y tres. Sus padres siguen reclamando, marchando, cuestionando, con la angustia de quien lo único que pide es que el cuerpo les sea entregado.
La solidaridad de quienes marchan hombro a hombro con los padres de los estudiantes sin duda es útil, pero habrá que aceptar que las autoridades son inmunes a las marchas, que los medios las leen como un acto de catarsis colectiva y que los cambios que producen son ya insignificantes.
¿Hay acciones que puedan tener una verdadera incidencia? El Senado de la República planea iniciar el proceso de designación de quien dirigirá la Fiscalía General de la República que, de darse con las condiciones plasmadas en la Constitución, no significará sino la perpetuación de la mentira histórica y la simulación de una transformación institucional que pocos cambios tendrá para actuar profesionalmente contra la impunidad.
Por eso será importante que se presente una propuesta alternativa para reformar nuevamente la Constitución de manera que la designación obligue a un proceso democrático y requiera un perfil autónomo, además de que la regulación secundaria garantice que los recursos humanos, fiscales, monetarios no se traspasen de una a otra.
En honor a la memoria de los no encontrados, por una historia con verdad y un futuro próximo sin fosas ni desapariciones, México merece una Fiscalía autónoma.
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