Quitarles la esperanza

27/09/2015 - 12:01 am

Hoy estamos tristes. O deberíamos estar tristes, todos, de luto aunque no tenemos a quién enterrar, desolados porque estamos cumpliendo un aniversario vergonzoso, absurdo, inexplicable y, sobre todo, inexplicado. A este aniversario lo adornan burlonamente actrices de Televisa, de las guapitas que se casan y de las burdas que se duermen, asesinatos y desapariciones de periodistas disidentes y a veces ni eso, épicas huidas llevadas a cabo no por héroes de cine de acción gringo sino por líderes de cárteles, fraudes de impuestos, casas de todos los colores y un montón de viajes presidenciales perfectamente sincronizados con las peores crisis de nuestro pobre país.

Hace un año exactamente estaba yo impartiendo un taller de introducción a la literatura juvenil y me hicieron una pregunta que se quedó conmigo desde entonces: “En la literatura infantil existe una regla”, comenzó aquella escritora, “que dice que a los niños puedes hablarles de cualquier cosa, siempre y cuando no les robes la esperanza. Me preguntaba si con los adolescentes es igual, o si a ellos sí se les puede robar la esperanza”. Me quedé muda e hice cara de estar buscando la respuesta en mi archivo cuando en realidad estaba dejando que la pregunta se me tradujera adentro. ¿Cuándo es “legal” contarle a los jóvenes una historia que no les permita redimirse, solucionar algún problema, aprender algo? ¿En qué momento hay que estamparles en la cara la realidad, el hecho de que la mayoría de las historias, si te quedas suficiente tiempo en ellas, acaban con la muerte de todos sus protagonistas? ¿Tenemos permitido robarles la esperanza?

Yo no estoy a favor de la literatura didáctica, de hecho, pienso que los adolescentes tienen el mismo derecho que cualquiera a leer por placer, por morbo, por diversión, por cualquier razón. Tienen derecho a leer sin que se les intente introducir entre las escenas un microsegundo de moralina, de “y por eso el zorro debió compartir su queso, amiguitos”. La literatura se ocupa de la educación sentimental, no de la cívica. Leer es habitar mundos, vivir fantasías, navegar en cerebros y corazones ajenos, y ahí dentro todo está permitido. Como creadora defiendo mi derecho a ser una narradora psicópata, a ser inmortal, a ser asesina, a tener deseos prohibidos e ideas malvadas. A enamorarme, desenamorarme, poner el cuerno, cambiarme el nombre, dejarme crecer las pestañas, cortarme las manos. Pero en mi contacto con los adolescentes, soy otra.

Mi lado idealista, que estuvo en estado latente hasta hace apenas unos cinco años, quiere abrazar a cada uno de los chicos que conozco, que llevan el alma puesta como un suéter y que hacen todas las preguntas correctas. Quiero decirles que si leen, si estudian, si son ellos mismos, si esto, lo otro y aquello, hay esperanza. Puede que mis historias sean crueles, pero yo no lo soy. Quiero darles las respuestas, apagarles la tele en las escenas “feas”, decirles que nada es tan negro como aparenta, que juntos podemos construir un mejor futuro. Convivo, virtualmente y en vivo, con chicos y chicas que escriben, que pintan, que hacen música, que se enamoran. Y estos días me parece tan injusto endilgarles el mundo… cruzar la línea hacia el “yo ya hice lo que pude, ahora les toca a ustedes”, heredarles el presente y con él todas las preguntas que nosotros no hemos podido contestar. Hoy estoy tan triste que en vez de si es válido robarles la esperanza, lo que me pregunto es si es justo dárselas, en primer lugar. Decirles que pueden cambiar el país. ¿Pueden, de verdad, cambiar al país? ¿O es esa promesa tan cierta como las cualidades milagrosas de las pomadas que venden en las estaciones del metro? ¿Son ellos la Vitacilina del mañana, que curará todas las heridas en la casa, en el jardín y en la oficina? ¿Con qué armas?

Hace unos meses empecé a coincidir, en mis paseos caninos, con Giovanni, un hombre de 25 años que paseaba/entrenaba a los perros de las calles aledañas. Solía ser alegre y energético, como tiene que ser alguien que controla a 10 perros, y cuando un día llegó decaído y ojeroso, le pregunté si se encontraba bien. Me contó que él había sido alcohólico y había superado su adicción, y que él y su primo habían unido esfuerzos para mantener en la zona del centro un lugar que acogía a adictos y alcohólicos en recuperación, la mayoría de ellos sin hogar, los guiaba en el proceso de rehabilitación y los ayudaba a encontrar trabajos. A cambio del apoyo y el hospedaje, estas personas cooperaban con sus sueldos a la manutención del hogar común.

Para ese momento, había 40 personas viviendo ahí, hasta que funcionarios de la delegación clausuraron el lugar con el pretexto de que el número de baños era insuficiente. A los dos chicos, que habían fundado el proyecto por iniciativa propia y sin apoyo de ninguna instancia gubernamental, les fue imposible pagar las mordidas necesarias. El proyecto tuvo que abandonarse y esas 40 personas volvieron a las calles. Ya sé que es un solo caso, pequeño, si se quiere, pero es el que me viene a la mente, al igual que me viene la expresión de desesperanza absoluta en el rostro de Giovanni, que quiso cambiar el mundo y, como dicen, el mundo lo cambió a él. Y entonces la “rebelde” de Anahí va y se pasea por ahí con su vestido de 7 mil dólares, y pienso: ¿qué le respondemos a los chicos ahora? Si en vez de preguntar qué es el amor preguntan si ellos también pueden desaparecer un día sin que haya consecuencia ni justicia, ¿qué les vamos a decir? Las historias que leen, que viven día a día en las calles, ¿siembran o destruyen la esperanza?

En la Feria del Libro de Panamá conversé con Wendy Guerra, la autora cubana, y cuando me preguntó de qué escribía, le hablé de la violencia presente en todos mis libros de corte juvenil. “Claro”, me dijo, “todos los mexicanos escriben con mucha violencia. Está en su sangre”.

Hay esperanzas que no se cosechan más que a fuerza de azadones y filosos machetes. Quizá estos días no son días de esperanza y estar triste no es lo que toca. Quizá estos son días de furia, de hervir esa sangre y salpicar los viejos libros de historia para que empiecen a moverse las letras.

Lorena Amkie
Nació en la Ciudad de México en 1981. Su idilio con las palabras empezó muy temprano y la llevó a pasearse por la poesía, el ensayo y el cuento, para encontrar su hogar en la novela. Graduada de Comunicación por la Universidad Iberoamericana, ha publicado la trilogía gótica para jóvenes Gothic Doll (Grupo Planeta) y la novela El Club de los Perdedores. Imparte talleres de escritura creativa y colabora con distintos medios impresos y digitales. Su cercanía y profundo respeto hacia su público, así como su estilo franco y nada condescendiente, le han valido la atención de miles de jóvenes en México y Latinoamérica, situándola como una de las autoras de literatura juvenil más interesantes en el mundo de habla hispana actualmente.
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