Jorge Alberto Gudiño Hernández
27/08/2023 - 12:01 am
Esos billetes
“Corrí el riesgo y vi con atención uno de los anuncios. En efecto, dicen que determinados billetes valen una fortuna”.
Hay coincidencias que no requieren demasiada investigación para rastrear su origen. Me pasó esta semana. En medio de declinaciones políticas, golpeteos y horrores mayúsculos, me escribió un amigo desde el extranjero. Había leído que estaban pagando verdaderas fortunas a los poseedores de ciertos billetes mexicanos. Como en Estados Unidos es práctica habitual el coleccionismo numismático, me preguntó si, de casualidad, yo no tendría de esos billetes o, aún mejor, si podía convencer a alguno de sus parientes para que me diera acceso a su casa para que me pusiera a buscar. Me imaginé de inmediato hablando con un señor malencarado para explicarle que me iba a llevar el dinero de su hijo y que, si me hacía el favor, me abriera la puerta para alcanzar tal objetivo.
Es claro que me negué.
Como bien sabemos, los algoritmos espían nuestra más profunda intimidad, o la más trivial. Tras terminar la conversación con mi amigo, me aparecieron varios anuncios en mis redes sociales hablando del exorbitante valor de determinados billetes. Yo, que no soy coleccionista, pero he visto lo que hacen algunos, me sorprendí, sobre todo, porque esas aparentes ofertas eran por billetes nuevos: que si el del ajolote alcanzaba tal precio, que si el más reciente de doscientos pesos, que si el de veinte…
Ignoré los anuncios porque, de lo contrario, hoy ya me habría ahogado en ellos: basta con ver uno que otro para que el algoritmo detecte “nuestro interés”.
Llegué temprano a una de mis clases en la universidad. Mis alumnos miraban sorprendidos el monitor de la computadora de uno de ellos. Sé, por experiencia, que a veces se dejan cautivar por videos graciosos, por jugadas deportivas, por juegos tremendos o por menesteres de ese tipo. Pregunté antes de acercarme para evitar incomodidades.
Estaban, claramente, viendo billetes.
Su credulidad era máxima. Tanto, que me pidieron ver los que traía yo en la billetera. No eran muchos ni resultaron interesantes. Ya no les dije nada sobre el estado de los mismos: hasta donde sabemos, los coleccionistas pagan fortunas cuando el objeto del deseo está en condiciones óptimas. Y traerlo en una cartera no parece ser el mejor medio para conservar algo que pasa de mano en mano.
Como la ilusión es algo lindo, no los disuadí.
Corrí el riesgo y vi con atención uno de los anuncios. En efecto, dicen que determinados billetes valen una fortuna. Deben coincidir el tipo con ciertos números de serie. La sola idea de ponerme a buscar en cada uno de los que doy o recibo, antes de darlos o recibirlos, ya me sonaba pesarosa. Tendría que incluir, claro está, los de mi esposa y los de mis hijos. Son pocos, pero cuentan. Lo más grave, empero, no era esa búsqueda, sino que no encontré quién sería ese coleccionista multimillonario capaz de hacer nuestros sueños realidad.
Ni modo. A veces también se pagan impuestos por ilusionarse.
Eso sí, desde ese día, no dejo de mirar con un poquito más de atención cuando recibo billetes. Sobre todo a los de veinte (que son más que los de quinientos). ¿Quién sabe: en una de ésas hay suerte y me topo con el indicado?
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