Ernesto Hernández Norzagaray
27/08/2022 - 12:02 am
Terrorismo
La sucesión concertada de hechos violentos que se vivió la semana pasada en varias ciudades mexicanas dejó muertos, vehículos quemados, negocios en llamas y una atmósfera inquietante de miedo.
Una mañana del invierno de 1992 caminaba sobre la calle madrileña de Bailen para llevar a mis hijos al colegio Vázquez de Mella. Aparentemente sería un día como cualquier otro. La gente pasaba indiferente y ligera rumbo a sus trabajos o citas ataviados de ropa gruesa transpirando volutas de vapor. El frío atacaba y animaba a apretar el paso. Los niños iban titiritando y cuando estamos por llegar al acceso principal del colegio sentimos el efecto de un estruendo e inmediatamente el lamento de una sirena, el sonido de cristales rotos, gritos y calle abajo el movimiento de personal militar.
Luego de entregar a los niños me acerqué al lugar para ver lo que había pasado. Estaba en la parte alta y abajo había una imagen dantesca de trozos de metal regados por el suelo, cristales rotos y trozos de carne humeante de las personas que habían sido objetivo del atentado. Cuando llegué al departamento que habitábamos en el centro de Madrid encendí la televisión y los noticieros daban cuenta de los hechos.
La organización separatista ETA reivindicaba el ataque contra este cuerpo militar aledaño a la iglesia de la virgen de la Almudena y el espectacular Palacio Real. Y el vocero de la autoridad no titubeaba de calificar el hecho trágico como un acto terrorista. Tan habituados estaban los españoles a los ataques de ETA que de inmediato en todos edificios públicos salía la gente y se instalaba en silencio en los accesos donde permanecían diez, quince minutos como un acto de protesta contra la violencia terrorista.
Comentó esto porque en México todavía cuesta trabajo llamar a las cosas por su nombre y actuar en consecuencia. La sucesión concertada de hechos violentos que se vivió la semana pasada en varias ciudades mexicanas dejó muertos, vehículos quemados, negocios en llamas y una atmósfera inquietante de miedo.
López Obrador en lugar de salir a reconocer la gravedad de los hechos y calificar de terrorismo lo sucedido, le dio la vuelta y prefirió descalificar a los medios de comunicación nacional que daban cuenta de los hechos secuenciales y dijo que exageraban al exponer las imágenes brutales de los atentados. Peor, buscó a los culpables no entre los cárteles que operan en los estados que fueron escenario de estas versiones renovadas del mítico “culiacanazo”, sino en la oposición política que según el Presidente López Obrador “está buscando sacar raja” de estos actos a todas luces de narcoterrorismo.
Algo no está bien en el relato del Presidente cuando no parece decidido ni siquiera a llamar las cosas por su nombre. Y si no se les llama a las cosas por su nombre, implícitamente se le minimiza. Y si se le minimiza no se actúa con toda la fuerza del Estado. Se le ve como un acto más, rutinario, de ese balance que diariamente vemos en el programa nocturno de “Azucena a las 10”.
O, ¿cuántas ciudades tendrán que vivir lo que sufrieron en Guadalajara, Guanajuato, Ciudad Juárez, Tijuana, Mexicali para que se considere finalmente un acto terrorista? o, ¿cuántas personas más deben morir para que el Gobierno caracterice como terrorista a la o las organizaciones criminales que estuvieron detrás de estos actos? En definitiva, ¿cuánto miedo más será necesario para que el Gobierno termine por reconocer que es mucho y haya que empezar con acciones la cuenta regresiva que lleve a regresar la seguridad en nuestras ciudades?
Creo que no va a suceder porque así cómo el Presidente afirma que la guerra contra las drogas está perdida, asume, en los hechos, que está rendido ante un crimen organizado cada día más resuelto a hacer ostentación de dominio donde guste y quiera ante la parálisis de las fuerzas de seguridad del Estado.
Y es que mire, estimado lector: todas estas manifestaciones de los grupos criminales ocurrieron porque dejaron que ocurrieran. Las fuerzas de seguridad en el momento brillaron por su ausencia. Y si bien ha habido detenciones -unas de ellas por cierto en Guanajuato, Culiacán y Tijuana- ocurrieron después de los hechos y son mínimas frente a la gran cantidad de personas que se vieron involucradas y que se encuentran seguramente no muy lejos de donde sucedieron los hechos de violencia.
Al Gobierno le tiembla la mano para hacer el diagnóstico preciso y reconocer que hay terrorismo en México. Que es un delito grave en nuestras leyes penales. Pero tendría que pasar primero por reconocer la existencia de un verdadero Estado de Derecho y que los ciudadanos afectados son sujetos de esos derechos. Pero no, nuestro Presidente, corre para tercera y está determinado a no cambiar la política de seguridad pública porque “vamos bien, está funcionando” y eso alienta a continuar haciendo lo mismo.
El crimen organizado le tiene bien tomada la medida al Presidente y saben que pueden hacerlo con costos mínimos. Porque si hay terror, hay terroristas con nombre y apellido. Como sucedía con los etarras que horas después de una acción en nombre de que revolución se sabía por los servicios de inteligencia que comando había sido el culpable y, así, aparecían en la televisión los rostros de los terroristas a los que se les buscaba para sentarlos frente a un Juez para que rindieran declaración. Pero, es España, no México, aquí vale más ser sicario que un ciudadano que paga sus impuestos. Y luego se molestan cuando se les señala por complicidad con el crimen.
Afortunadamente, lo que no hace el Gobierno federal, la Fiscalía del estado de Guanajuato que detuvo a dieciséis personas involucradas ha dado un paso adelante e iniciado proceso contra ocho de ellos acusándolos precisamente de terroristas, lo que significa que al menos un Gobierno local gobernado por panistas ha decidido poner los puntos sobre las íes. Ya veremos lo que suceda en los otros estados gobernados por MC, PAN y Morena.
Una última reflexión, el Gobierno español, independientemente del partido en el Gobierno, tiene una política de Estado en materia de seguridad y terrorismo, y no se cambia al capricho de un gobernante, eso finalmente fue lo que derrotó a ETA que hace unos años decidió renunciar a las armas y buscar la vía política para lograr sus propósitos en el País Vasco y eso ha sido un triunfo de su democracia. Ahora, la gente, transita libremente, por todos lados sin el temor de que lo alcancen las esquirlas de un coche bomba o, peor, la muerte. Eso es lo que está en juego cuando no se llama a las cosas por su nombre y no se actúa en consecuencia.
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