LA GRAN GUERRA Y LA MEMORIA MODERNA, DE PAUL FUSSELL | Una reseña de Jay Winter

27/08/2016 - 12:03 am
La gran Guerra y la memoria moderna, de Paul Fussell, editado por Turner. Foto: Especial
La gran Guerra y la memoria moderna, de Paul Fussell, editado por Turner. Foto: Especial

La guerra es demasiado aterradora, demasiado caótica y arbitraria, demasiado absurda, un conjunto de sucesos e imágenes demasiado extraño para captarlo de forma directa. Necesitamos algo que nos haga de pantalla, de gafas, algo que matice un poco la visión aunque sea de forma indirecta. En La gran guerra y la memoria moderna, el historiador británico Paul Fussell encontró el lenguaje de la literatura para explicar lo que los famosos escritores citados en su ensayo llamaron “la naturaleza irónica de la guerra”.

Ciudad de México, 27 de agosto (SinEmbargo).- Editado por Turner llega a México La gran guerra y la memoria moderna, de Paul Fussell (1924-2012), un ensayo monumental que rastrea los orígenes del cambio histórico generado por la Primera Guerra Mundial,  a través de la obra de los escritores ingleses que lo vivieron en primera persona: Robert Graves, Siegfried Sassoon, Edmund Blunden, David Jones, Isaac Rosenberg y Wilfred Owen.

El libro recibió el National Book Award del National Critics Circle de 1976 y ha sido elegido por la Modern Library uno de los cien mejores ensayos del siglo XX.

En este ensayo que sirve de prólogo a la edición en español de Turner, el famoso historiador estadounidense Jay Winter, especializado en investigar acerca de los impactos de la Primera Guerra Mundial en el siglo XX, cuenta la génesis del libro de Fussell

DÓNDE COLOCAR UN CAÑÓN ANTITANQUE

Conocí a Paul Fussell de camino a una reunión académica en Alemania, a finales de la década de 1970. Mientras viajábamos en el coche, con destino a una reunión bajo el tema “El entusiasmo frente a la guerra en 1914”, reacción que ambos detestábamos, me di cuenta de que, cada vez que llegábamos a un cruce o pasábamos un monte, Paul escrutaba el horizonte de forma rápida y metódica. Al cabo de una hora más o menos, le pregunté qué era lo que estaba buscando. Me dijo que era un acto reflejo que no había sido capaz de suprimir desde sus días en el ejército. Cada vez que pasaba por un lugar de interés, analizaba el paisaje buscando el mejor punto donde colocar un cañón antitanque.

Según me contó, su trayecto diario de vuelta a casa en Nueva Jersey, por la Route 1, le brindaba muchas oportunidades de buscar en el paisaje buenas posiciones de defensa. Y esta era, añadió, una de las cosas que aún lo tenían atrapado en la Batalla de las Ardenas, de donde había salido con una esquirla de metralla en el muslo y un escepticismo cósmico sobre lo arbitrario de sobrevivir a la guerra. Pero su participación en la guerra tuvo aún otra consecuencia: fue una de las razones de que se convirtiera en uno de los mejores investigadores de su generación.

ENTRE LA HISTORIA Y LA LITERATURA

Fussell fue un gran historiador, que logró encontrar la forma de convertir su conocimiento profundo y visceral de los horrores y las estupideces bélicas en una visión de cómo narrar la guerra. Uso deliberadamente el término “historiador”, aunque Fussell dio clases de literatura durante toda su carrera académica. Lo que consiguió –no él solo, aunque su papel fue crucial– fue romper la barrera que separaba el estudio literario de la guerra y la historia cultural de la guerra.

Cuando en 1975 publicó La gran Guerra y la memoria moderna, dio pie a una avalancha de libros y artículos de todas clases sobre la Primera Guerra Mundial. Y contribuyó en gran medida a crear el campo en el que llevo cuatro décadas trabajando.

EL LENGUAJE DE LA GUERRA

¿Y cómo lo hizo? Usando la emoción y la ira a modo de marco en su forma de entender la historia, y el entendimiento de que el lenguaje es un marco de la memoria, especialmente de los recuerdos de la guerra. La guerra, él lo sabía bien, es demasiado aterradora, demasiado caótica y arbitraria, demasiado absurda, un conjunto de sucesos e imágenes demasiado extraño para captarlo de forma directa. Necesitamos algo que nos haga de pantalla, de gafas, algo que matice un poco la visión aunque sea de forma indirecta. Sin filtros, quedaríamos cegados por su luz abrasadora. Y el lenguaje es uno de esos filtros, como también lo son la pintura, la fotografía, el cine.

La imagen indeleble que Paul Fussell nos dejó en la forma de entender la guerra era que el lenguaje da forma a lo que él llamó “la memoria moderna”.

Esta expresión resulta seductora en su simplicidad, pero a la vez tiene una sutileza esencial y matizada. Con ella, Fussell quería decir que, a través de sus escritos sobre la guerra, los veteranos de la Primera Guerra Mundial nos dejaron un marco narrativo que muchas veces se nos pasa por alto. Él hacía estas distinciones apoyándose en los hallazgos académicos del crítico canadiense Northrop Fry: en vez de ver la guerra como un relato épico, a la manera de Homero, donde Aquiles, el héroe, tenía más libertad de acción que nosotros y también en vez de ver la guerra a la manera realista, como Stendhal en La cartuja de Parma o Tolstói en Guerra y paz, novelas en las que Fabrizio o Pierre sufren la misma confusión y ejercen la misma libertad de acción que nosotros, los lectores.

Paul Fussell tuvo su momento irónico durante la batalla de las Ardenas, cuya ferocidad y arrojo nadie había sido capaz de ver por anticipado. Foto: Especial
Paul Fussell tuvo su momento irónico durante la batalla de las Ardenas, cuya ferocidad y arrojo nadie había sido capaz de ver por anticipado. Foto: Especial

LA NATURALEZA IRÓNICA DE LA GUERRA

Los escritores de la Gran Guerra hicieron otra cosa: nos hablaron de la naturaleza irónica de la guerra, de que siempre es peor de lo que imaginamos que va a ser, de cómo atrapa al soldado –que ya no es un héroe– en un campo de fuerzas lleno de violencia desatada, un lugar donde su libertad de acción es menor que la nuestra, donde la muerte es arbitraria y está en todas partes.

Lo que sucedió entre 1914 y 1918, nos dice Fussell, volvió a suceder en otras guerras posteriores, cuyos narradores se apoyaron en los dolorosos logros de los soldados escritores de la Gran Guerra. Así, hombres como Owen, Sassoon, Rosenberg o Gurney fueron centinelas, formando en la larga fila de hombres uniformados que eran tan víctimas de la guerra como los que cayeron muertos y los que murieron a su lado.

Paul Fussell, cuya ferocidad y arrojo nadie había sido capaz de ver por anticipad,  tuvo su momento irónico durante la batalla de las Ardenas. Cuando los alemanes lanzaron el ataque y empezaron a caer las bombas, Fussell estaba con un sargento que le había enseñado cómo ser oficial y hacerse cargo seriamente de la responsabilidad de los soldados jóvenes que tenía al mando. A este sargento se lo debía todo. “Hasta el día en  que me muera –me dijo cuando nos conocimos, en Alemania–, le diré a quien quiera oírme cuánto le debo a aquel hombre”.

Los dos se habían echado a tierra durante el bombardeo y, al cabo de unos instantes, solo uno se levantó. Fussell le dedica La Gran Guerra y la memoria moderna a este militar, cuya muerte con tanta facilidad podría haber sido la suya.

Pero Fussell sobrevivió, sintiendo siempre la fragilidad de la vida. Es lo que le sucede al hombre que vuelve a casa con dos Corazones Púrpura.

Y también lo volvió intolerante contra los civiles entusiastas con la guerra, en particular con los de la Guerra de Vietnam. Una vez me dijo que había escrito La gran Guerra y la memoria moderna porque estaba asqueado de las conversaciones de sus vecinos en las fiestas de Princeton (Nueva Jersey), donde vivía por entonces, sobre las bajas de aquel conflicto: no se imaginaban lo ciegos y lo obscenos que resultaban, con su vanidosa satisfacción y sus cuentas.

Y recuerdo otra muestra similar de arrogancia de un civil ante las bajas. Oscar Handlin, historiador de la universidad de Harvard, dijo en público en Jerusalén, en la década de 1970, que en Vietnam solo habían muerto cincuenta mil hombres. Alguien le preguntó si en verdad no querría decir que solo habían muerto cincuenta mil hombres estadounidenses en aquel conflicto: los vietnamitas se habían caído de la faz de la Tierra. Así de poco sabemos sobre la monstruosidad de la guerra. Fussell y Handlin no hubieran sido nunca de la misma opinión.

UN HOMBRE INDIGNADO E INGENIOSO

Paul Fussell era a la vez un hombre indignado e ingenioso. Le atraían los poetas y novelistas de la Gran Guerra en Gran Bretaña, entre otras cosas porque, como él, eran narradores que decían la verdad sobre la guerra. Pero sus trabajos anteriores sobre los poetas de la época augusta, en el siglo XVIII, lo predispusieron a las delicias la ironía y a la brutalidad de las palabras cuando se usan con toda su utilidad contra los crueles amos del mundo. Sus trabajos posteriores como crítico de la vida cultural estadounidense le deben tanto a Swift y a Dryden como a los poetas de la guerra de 1914.

Este gran libro de Fussell sobre la Gran Guerra apareció un año antes que otro estudio rompedor, El rostro de la batalla, del ya fallecido sir John Keegan, que entonces era un joven historiador que daba clases en Sandhurst.

Ambos escritores se alejaron de los caminos de la historia oficial o nostálgica, la que dominaba lo publicado hasta que llegaron ellos y nos ayudaron a entender el universo mental del hombre que lucha. Y con ello movieron todo el campo en una dirección trágica, una dirección en la que todos los soldados eran a la vez causantes y víctimas de la guerra.

Keegan se hacía una pregunta muy simple: ¿cómo es posible que suceda una batalla, cuando es algo tan aterrador? Y su respuesta es que no siempre resulta posible y en que hacia julio de 1916, durante la batalla del Somme, ya era evidente que a cientos de miles de hombres se los había llevado más allá de los límites de la resistencia humana. En Agincourt, los hombres podían irse corriendo al campo vecino para escapar de los horrores del combate; en Waterloo, podían retrasarse. Pero, ¿qué podían hacer en el Somme, o en Verdún, atrapados en un gran campo de la muerte del que no había escapatoria posible, y con una densidad de objetos mortales volando a su alrededor nunca vista en el mundo?

EL RECUERDO LITERARIO DE LA GUERRA

La gran Guerra y la memoria moderna es el relato imperecedero de Paul Fussell sobre el recuerdo literario de ese momento de la Gran Guerra, cuando la industrialización cambió el carácter y la capacidad mortífera de la guerra, cuando se convirtió en algo monstruoso y cuando esa monstruosidad engendró un legado literario que ha permanecido hasta hoy.

Por supuesto, la tesis de Fussell tiene sus limitaciones. Es anglocéntrica y su canon de poetas y novelistas bélicos resulta arbitrario. Fussell, según parece, no captó la melodía del gran escritor bélico galés David Jones.

Los escritores de Fussell son casi todos oficiales, originarios de Londres, de las grandes fincas en el campo, de los internados de élite y las universidades de Oxford y Cambridge que correspondían a su clase social. Ocupaban con aplomo y sin esfuerzo las posiciones de poder en la nación imperial dominante de su época. Pero muchos no llegaron a hacerlo: casi un millón de hombres murieron en el ejército británico o de sus posesiones durante la guerra. Esta catástrofe fue el principio del fin de un siglo de hegemonía británica, un tiempo que en que, como decía el poeta Ted Hughes, Gran Bretaña sufrió una derrota aplastante y luego alguien le colgó al cuello la medalla de ganador.

Hay otras memorias de guerra junto a la memoria moderna de Fussell.

Entre las memorias de las mujeres hay más que las de las enfermeras o las madres de los hombres uniformados. Samuel Hynes, un estudioso de la literatura (y veterano tanto de la Segunda Guerra Mundial como de la Guerra de Corea) escribió un libro muy elocuente, The Soldier’s Tale (El relato del soldado), donde apuntaba la tesis de que la literatura bélica es un corpus literario escrito por hombres, sobre hombres y destinado en su gran mayoría a ser leído por otros hombres. Las enfermeras estuvieron a punto de entrar en el canon, gracias a su contacto con los cuerpos masculinos y a su conocimiento directo del sufrimiento, pero hasta esa excepción sirve para reforzar el sesgo de género de esta interpretación, que otros investigadores después han venido a corregir.

“La memoria moderna” es una expresión muy amplia para designar los escritos de un grupo de hombres extraídos en su mayoría de un fragmento muy reducido de la clase media inglesa. Hay excepciones, como el escritor Isaac Rosenberg, judío y de clase obrera, pero quienes criticaron a Fussell por dejar fuera a los hombres del pelotón se equivocan. El tipo de ironía sobre el que escribió tuvo muchas encarnaciones distintas y no todas poéticas. Se hallaba en el alma de las canciones de los soldados y de las diversiones de music hall que los soldados rasos llevaron a la guerra.

¿Qué otra cosa es esa afición a vestirse de mujer, que tanto gusta a las Fuerzas Expedicionarias Británicas, sino una visión irónica de la masculinidad en guerra? La ironía es una casa hecha de muchas mansiones y hay pocos argumentos para dudar de que todos los que vistieron uniforme en la Gran Guerra tenían su propia interpretación del término.

Además, existen otras facetas de la historia cultural bélica que no se pueden subsumir sin más bajo la rúbrica de “la memoria moderna” tal como Fussell la entendía. El color de la memoria, como ha dicho el investigador de la literatura Santanu Das no hace mucho, no siempre es blanco.

Y cuando el mundo estaba de luto florecieron los lenguajes antiguos, religiosos, románticos y clásicos, brindándoles a quienes habían visto aplastadas o truncadas su vida, su familia y sus esperanzas una forma de entender ese mundo brutal en el que vivían.

Escribí sobre estos otros lenguajes en Sites of Memory, Sites of Mourning: the Great War in European Cultural History (Lugares de memoria, lugares de duelo: la Gran Guerra en la historia cultural europea) y me tomé una copa con Paul cuando se publicó para celebrar la compatibilidad de nuestras distintas formas de mirar la guerra y la necesidad de seguir visitando el terreno de la memoria y el Frente Occidental, de donde proviene una parte tan importante de nuestro conocimiento de ese siglo catastrófico.

A quienes estudian la literatura bélica de los países continentales la interpretación de Fussell les parece enigmática, a la vez sorprendente e insatisfactoria, como las comedias británicas. ¿Es que “la memoria  moderna” es una respuesta específicamente inglesa a la guerra? Probablemente no.

Pensemos en la ironía del título de la obra La guerre de Troye n’aura pas lieu –que en inglés, increíblemente, se tradujo con el título Un tigre a las puertas–, escrita por Jean Giraudoux, soldado francés en la Gran Guerra y diplomático de profesión. Como intento de título, “La Guerra de Troya no tendrá lugar” funcionaría mejor, un título que es puro Fussell, porque solo la conocemos como Guerra de Troya dado que en efecto tuvo lugar. El título de Giraudoux, por tanto, es una imposibilidad.

¿Y hay ironía en la novela de Remarque Sin novedad en el frente? Sí y no, ya que el personaje principal cae muerto un día en que no sucedía nada, un día realmente “sin novedad”. De igual forma, cuando Fussell afirma que la literatura bélica inglesa se asentaba en la frontera entre los modos narrativos irónico y realista, al tiempo que retrocedía hacia la épica, lo que hace es capturar elementos de otra gran narrativa bélica, desde El fuego (diario de una escuadra), de Henri Barbusse, hasta Las aventuras del valeroso soldado Schwejk, de Hasek y hasta el Adiós a las armas, de Hemingway.

Primera Guerra Mundial. Foto: Wikipedia
Primera Guerra Mundial. Foto: Wikipedia

LA NARRATIVA BÉLICA

Cada nación de las que combatieron en la Gran Guerra produjo una narrativa bélica a su imagen, cada una con su propio registro irónico y sus inflexiones, dando eco a las consecuencias a la vez políticas y culturales del conflicto. Y sin embargo, a pesar de todo, hay algo a la vez universal y particular que Fussell capta en este gran libro. En el nivel más básico, es la naturaleza elegíaca de su relato, su recreación del mundo interno de los soldados en las trincheras, lo que le da al libro su potencia inmortal. Pero al mismo tiempo, cualquiera que lea La gran Guerra y la memoria moderna verá que el autor ha captado algo crucial del impacto de la guerra en el mundo anglosajón. Fussell nos muestra con elegancia e indignación cómo la guerra invadió el idioma inglés, que ha pasado de generación en generación a través del Día del Armisticio, los exámenes escolares, las comedias, las series de televisión, las películas y las canciones. Nos ha mostrado que el idioma –el idioma inglés, en este caso– da forma a la memoria, a nuestra memoria de la guerra, la Gran Guerra, que ahora cumple un siglo pero aún está muy viva.

El texto que acabas de leer es el prefacio escrito por Jay Winter para el libro La gran Guerra y la memoria moderna, de Paul Fussell, editado por Turner.

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